Los inconquistables entraron como siempre: abriendo la puerta de un patadón y cantando el himno: eran los inconquistables, no sabían trabajar, sólo chupar, sólo timbear, eran los inconquistables y ahora iban a culear.

– Sólo te puedo contar lo que se oyó esa noche, muchacha -dijo el arpista-; te habrás dado cuenta que casi no veo. Eso me libró de la policía, a mí me dejaron tranquilo.

– Ya está caliente la leche -dijo la Chunga, desde el mostrador-. Ayúdame, Selvática.

La Selvática se levantó de la mesa de los músicos, fue hacia el bar y ella y la Chunga trajeron una jarra de leche, pan, café en polvo y azúcar. Las luces del salón estaban encendidas aún, pero el día entraba ya por las ventanas, caliente, claro.

– La muchacha no sabe cómo fue, Chunga -dijo el arpista, bebiendo su leche a sorbitos-. Josefino no le contó.

– Le pregunto y cambia de conversación -dijo la Selvática-. Por qué te interesa tanto, dice, no sigas que me da celos.

– Además de sinvergüenza, hipócrita y cínico -dijo la Chunga.

– Sólo había dos clientes cuando entraron -dijo el Bolas-. En esa mesa. Uno de ellos era Seminario.

Los León y Josefino se habían instalado en el bar y gritaban y brincaban, muy disforzados: te queremos Chunga Chunguita, eres nuestra reina, nuestra mamita, Chunga Chunguita.

– Déjense de cojudeces y consuman, o se mandan mudar -dijo la Chunga. Se volvió a la orquesta-: ¿Por qué no tocan?

– No podíamos -dijo el Bolas-. Los inconquistables hacían una bulla salvaje. Se los notaba contentísimos.

– Es que esa noche estaban forrados de billetes -dijo la Chunga.

– Mira, mira -el Mono le mostraba un abanico de libras y se chupaba los labios-. ¿Cuánto calculas?

– Qué angurrienta eres, Chunga, qué ojos has puesto -dijo Josefino.

– Seguro que es robado -repuso la Chunga-. ¿Qué les sirvo?

– Estarían tomados -dijo la Selvática-. Siempre les da por hacer chistes y cantar.

Atraídas por el ruido, tres habitantas aparecieron en la escalera: Sandra, Rita, Maribel. Pero, al ver a los inconquistables, parecieron defraudadas, abandonaron sus gestos orondos y se oyó la gigantesca carcajada de la Sandra, eran ellos, qué ensarte, pero el Mono les abrió los brazos, que vinieran, que pidieran cualquier cosa, y les mostró los billetes.

También sírveles algo a los músicos, Chunga -dijo Josefino.

– Muchachos amables -sonrió el arpista-. Siempre andan convidándonos. Yo conocí al padre de Josefino, muchacha. Era lanchero y cruzaba las reses que venían de Catacaos. Carlos Rojas, tipo muy simpático.

La Selvática llenó de nuevo la taza del arpista y le echó azúcar. Los inconquistables se sentaron en una mesa con la Sandra, la Rita y la Maribel y recordaban una partida de póquer que acababan de disputar en el Reina. El Joven Alejandro bebía su café con aire lánguido: eran los inconquistables, no sabían trabajar, sólo chupar, sólo timbear, eran los inconquistables y ahora iban a culear.

– Les ganamos limpiamente, Sandra, te juro. Nos ayudaba la suerte.

– Escalera real tres veces seguidas, ¿alguien ha visto cosa igual?

– Les enseñaban la letra a las muchachas -dijo el arpista, con voz risueña y benévola-. Y después se vinieron donde nosotros, para que les tocáramos su himno. Por mí lo haría, pero pídanle permiso primero a la Chunga.

– Y tú nos hiciste señas que sí, Chunga -dijo el Bolas.

– Estaban consumiendo como nunca -explicó la Chunga a la Selvática-. Por qué no les iba a dar gusto.

– Así comienzan a veces las desgracias -dijo el joven, con un gesto melancólico-. Por una canción.

– Canten, para pescar la música -dijo el arpista-. A ver, Joven, Bolas, abran bien las orejas.

Mientras los inconquistables coreaban el himno, la Chunga se balanceaba en su mecedora como una apacible ama de casa, y los músicos seguían el compás con el pie y repetían la letra entre dientes. Después, todos cantaron a voz en cuello, con acompañamiento de guitarra, arpa y platillos.

– Se acabó -dijo Seminario-. Basta de cantitos y de groserías.

– Hasta entonces no había hecho caso de la bulla y estuvo muy pacífico, conversando con su amigo -dijo el Bolas.

– Yo lo vi pararse -dijo el Joven-. Como una furia, creí que se nos echaba encima.

– No tenía voz de borracho -dijo el arpista-. Le hicimos caso, nos callamos, pero él no se calmaba. ¿Desde qué hora estaba aquí, Chunga?

– Desde temprano. Se vino de frente de su hacienda, con botas, pantalón de montar y pistola.

– Un toro de hombre ese Seminario -dijo el joven-. Y una mirada maligna. Más fuerte eres, más malo eres.

– Gracias, hermano -dijo el Bolas.

– Tú eres la excepción, Bolas -dijo el joven-. Cuerpo de boxeador y almita de oveja, como dice el maestro.

– No se ponga así, señor Seminario -dijo el Mono-. Sólo cantábamos nuestro himno. Permítanos invitarle una cerveza.

– Pero él estaba de malas -dijo el Bolas-. Se había picado por algo y buscaba pelea.

– ¿Así que ustedes son los gallitos que arman líos por calles y plazas? -dijo Seminario-. ¿A que no se meten conmigo?

Rita, Sandra y Maribel se alejaban de puntillas hacia el bar y el Joven y el Bolas escudaban con sus cuerpos al arpista que, sentado en su banquito, la expresión tranquila, se había puesto a ajustar las clavijas del arpa. Y Seminario seguía, él también era un pendejo, contoneándose, y sabía divertirse, golpeándose el pecho, pero trabajaba, se rompía los lomos en su tierra, no le gustaban los vagabundos, corpulento y locuaz bajo la bombilla violeta, los muertos de hambre, esos que se dan de locos.

– Somos jóvenes, señor. No estamos haciendo nada malo.

– Ya sabemos que usted es muy fuerte, pero no es una razón para insultarnos.

– ¿De veras que una vez levantó en peso a un catacaos y lo tiró a un techo? ¿De veras, señor Seminario?

– ¿Se le rebajaban tanto? -dijo la Selvática-. No me lo creía de ellos.

– Qué miedo me tienen -reía Seminario, aplacado-. Cómo me soban.

– A la hora de la hora, los hombres siempre se despintan -dijo la Chunga.

– No todos, Chunga -protestó el Bolas-. Si se metía conmigo, yo le respondía.

– Estaba armado y los inconquistables tenían razón de asustarse -sentenció el joven, suavemente-: El miedo es como el amor, Chunga, cosa humana.

– Te crees un sabio -dijo la Chunga-. Pero a mí me resbalan tus filosofías, por si no lo sabes.

– Lástima que los muchachos no se fueran en ese momento -dijo el arpista.

Seminario había vuelto a su mesa, y también los inconquistables, sin rastros de la alegría de un momento atrás: que se emborrachara y vería, pero no, andaba con pistola, mejor aguantarse las ganas para otro día, ¿y por qué no quemarle la camioneta?, estaba ahí afuerita, junto al Club Grau.

– Más bien salgamos y lo dejamos encerrado aquí y metemos fuego a la Casa Verde -dijo Josefino-. Un par de latas de kerosene y un fosforito bastarían. Como hizo el padre García.

– Ardería como paja seca -dijo José-. También la barriada y hasta el Estadio.

– Mejor quememos todo Piura -dijo el Mono-. Una fogata grandisisísima, que se vea desde Chiclayo. Todo el arenal se pondría retinto.

– Y caerían cenizas hasta en Lima -dijo José-. Pero, eso sí, habría que salvar la Mangachería.

– Claro, no faltaba más -dijo el Mono-. Buscaríamos la forma.

– Yo tenía unos cinco años cuando el incendio -dijo Josefino-. ¿Ustedes se acuerdan de algo?

– No del comienzo -dijo el Mono-. Fuimos al día siguiente, con unos churres del barrio, pero nos corrieron los cachacos. Parece que los que llegaron primero se robaron muchas cosas.

– Me acuerdo sólo del olor a quemado -dijo Josefino-. Y que se veía humo, y que muchos algarrobos se habían vuelto carbones.

– Vamos a decirle al viejo que nos cuente -dijo el Mono-. Le invitaremos unas cervezas.