Esperaron dos días más, Aquilino no llegaba, los huambisas fueron hasta el Santiago a averiguar y volvieron sin noticias. Entonces buscaron un lugar para la pileta y Pantacha al otro lado del embarcadero, patrón, es más caído el barranco y así el agua de las lupunas le chorreará encima, y las cabezas de los huambisas que sí y Fushía, bueno, hagámosla ahí. Los hombres tumbaron los árboles, las mujeres desherbaban y, cuando quedó un claro, los huambisas hicieron estacas, les sacaron filo y las clavaron en círculo. La tierra era negra en la superficie, adentro roja y las mujeres la recogían en sus itípak, la echaban a la cocha mientras los hombres cavaban el pozo. Luego llovió y en pocos días la pileta estuvo llena, lista para las charapas. Salieron al amanecer, el caño andaba crecido, las raíces y lianas les salían al encuentro para rasguñarlos, y en el Santiago Lalita se puso a temblar, tuvo fiebres. Viajaron dos días, Fushía hasta cuándo y los huambisas señalaban adelante con sus dedos. Por fin un banco de arena y Fushía dicen que ahí, ojalá, y atracaron, se escondieron entre los árboles, y Fushía no te muevas, no respires, si te sienten no vendrán, y Lalita tengo mareos, creo que estoy preñada, Fushía, y él carajo, cállate. Los huambisas se habían convertido en plantas, inmóviles entre las ramas brillaban sus ojos y así oscureció, comenzaron a cantar los grillos, a roncar las ranas y un hualo gordísimo se subió al pie de Lalita, qué ganas de machucarlo, sus lagañas, su panza blancuzca y él no te muevas, ya salió la luna y ella no puedo seguir como muerta, Fushía, tengo ganas de llorar a gritos. La noche estaba clara, tibia, corría una brisa ligera y Fushía nos cojudearon, no se ve ni una, estos perros, y Pantacha cállese, patrón, ¿no las ve?, ya salen. Con las olitas del río llegaban como redondelas, oscuras, grandes, quedaban varadas y, de pronto, se movían, avanzaban despacito y sus conchas se encendían con luces doradas, dos, cuatro, seis, acercándose, arrastrándose sobre la arena, las cabezotas afuera, rugosas, meneándose, ¿nos estarán viendo, oliendo?, y algunas ya escarbaban para hacer sus nidos, otras salían del agua. Y, entonces, silenciosamente, surgieron de entre los árboles rápidas siluetas cobrizas, y Fushía vamos, corre, Lalita, y cuando llegaron a la playa, Pantacha fíjese patrón, muerden, casi me sacan un dedo, las hembras son las más feroces. Los huambisas habían volteado a muchas y se gruñían, contentos. Tumbadas, la cabeza hundida, las charapas movían sus patas y Fushía cuéntalas, ella hay ocho y los hombres les abrían huecos en las conchas, las ensartaban en bejucos y Pantacha comámonos una, patrón, la espera le había dado hambre. Allí durmieron y al día siguiente viajaron de nuevo y en la noche otra playita, cinco charapas, otro collar, y durmieron, viajaron y Fushía menos mal que es época de desove y Pantacha ¿lo que hacemos está prohibido, patrón? y Fushía se pasaba la vida haciendo cosas prohibidas, cholo. El regreso fue muy lento, las canoas iban de surcada remolcando los collares y las charapas resistían, los frenaban y Fushía qué hacen, perros, no las apaleen, las van a matar y Lalita ¿me has oído?, hazme caso, tengo vómitos, Fushía, estoy esperando un hijo y él se te ocurren siempre las peores cosas. En el caño, las charapas se enganchaban a las raíces del fondo y a cada momento debían parar, los huambisas saltaban al agua, las charapas los mordían y ellos trepaban a la canoa rugiendo. Al entrar a la cocha vieron la lancha y a don Aquilino, en el embarcadero, saludándolos con su pañuelo. Traía conservas, ollas, machetes, anisado y Fushía viejo querido, creí que te habías ahogado y él se había topado con una lancha llena de soldados y los acompañó para disimular. Y Fushía ¿soldados?, y Aquilino hubo un lío en Urakusa, los aguarunas le habían pegado a un cabo, parecía, y matado a un práctico, el gobernador de Santa María de Nieva iba con ellos a pedirles cuentas, les sacarían el alma si no se escapaban. Los huambisas subieron las charapas a la pileta, les dieron de comer hojas, cáscaras, hormigas, y Fushía ¿así que el perro de Reátegui anda por aquí?, y Aquilino los soldados querían que les vendiera las conservas, tuve que engañarlos, y Fushía ¿no decían que el perro ese de Reátegui se volvía a Iquitos y dejaba la Gobernación?, y Aquilino sí, dice que después de arreglar este lío se va, y Lalita menos mal que llegó, don Aquilino, no me gustaba eso de comer tortuga todito el invierno.

Y así terminó de mangache don Anselmo. Pero no de la noche a la mañana, como un hombre que elige un lugar, hace su casa y se instala; fue lento, imperceptible. Al principio aparecía por las chicherías, el arpa bajo el brazo y los músicos (casi todos habían tocado para él alguna vez), lo aceptaban como acompañante. A la gente le gustaba oírlo, lo aplaudían. Y las chicheras, que le tenían estimación, le ofrecían comida y bebida y, cuando estaba borracho, una estera, una manta y un rincón para dormir. Nunca se lo veía por Castilla, ni cruzaba el Viejo Puente, como decidido a vivir lejos de los recuerdos y del arenal. Ni siquiera frecuentaba los barrios próximos al río, la Gallinacera, el camal, sólo la Mangachería: entre su pasado y él se interponía la ciudad. Y los mangaches lo adoptaron, a él, y a la hermética Chunga que, encogida en una esquina, el mentón en las rodillas, miraba hurañamente el vacío mientras don Anselmo tocaba o dormía. Los mangaches hablaban de don Anselmo, pero a él le decían arpista, viejo. Porque desde el incendio había envejecido: sus hombros se desmoronaron, se hundió su pecho, brotaron grietas en su piel, se hinchó su vientre, sus piernas se curvaron y se volvió sucio, descuidado. Todavía arrastraba las botas de sus buenas épocas, polvorientas, muy gastadas, su pantalón iba en hilachas, la camisa no conservaba ni un botón, tenía el sombrero agujereado y las uñas largas, negras, los ojos llenos de estrías y de legañas. Su voz se enronqueció, sus maneras se ablandaron. En un comienzo, algunos principales lo contrataban para tocar en sus cumpleaños, bautizos y matrimonios; con el dinero que ganó así, convenció a Patrocinio Naya que los alojara en su casa y les diera de comer una vez al día a él y a la Chunga, que ya comenzaba a hablar. Pero andaba siempre tan desastrado y tan bebido que los blancos dejaron de llamarlo y entonces se ganó la vida de cualquier manera, ayudando en una mudanza, cargando bultos o limpiando puertas. Se presentaba en las chicherías al oscurecer, de improviso, arrastrando a la Chunga con una mano, en la otra el arpa. Era un personaje popular en la Mangachería, amigo de todos y de ninguno, un solitario que se quitaba el sombrero para saludar a medio mundo, pero apenas cambiaba palabra con la gente, y su arpa, su hija y el alcohol parecían ocupar su vida. De sus antiguas costumbres, sólo el odio a los gallinazos perduró: veía uno y buscaba piedras y lo bombardeaba e insultaba. Bebía mucho, pero era un borracho discreto, nunca pendenciero, nada bullicioso. Se lo reconocía ebrio por su andar, no zigzagueante ni torpe, sino ceremonioso: las piernas abiertas, los brazos tiesos, el rostro grave, los ojos fijos en el horizonte.

Su sistema de vida era sencillo. Al mediodía abandonaba la choza de Patrocinio Naya y, a veces llevando a la Chunga de la mano, a veces solo, se lanzaba a la calle con una especie de urgencia. Recorría el dédalo mangache a paso vivo, iba y venía por los tortuosos, oblicuos senderos, y así subía hasta la frontera sur, el arenal que se prolonga hacia Sullana, o bajaba hasta los umbrales de la ciudad, esa hilera de algarrobos con una acequia que discurre al pie. Iba, regresaba, volvía, con breves escalas en las chicherías. Sin el menor embarazo entraba y, quieto, mudo, serio, esperaba que alguien le invitara un clarito, una copa de pisco: agradecía con la cabeza y luego salía y proseguía su marcha o paseo o penitencia, siempre al mismo ritmo febril hasta que los mangaches lo veían detenerse en cualquier parte, dejarse caer a la sombra de un alero, acomodarse en la arena, taparse la cara con el sombrero, y permanecer así horas, impávido ante las gallinas y las cabras que olisqueaban su cuerpo, lo rozaban con sus plumas y barbas, lo cagaban. No tenía reparo en detener a los transeúntes para pedirles un cigarrillo, y, cuando se lo negaban, no se enfurecía: continuaba su camino, altivo, solemne. En la noche, regresaba donde Patrocinio Naya en busca del arpa, y volvía a las chicherías, pero esta vez a tocar. Demoraba horas afinando las cuerdas, repasándolas con delicadeza y, cuando estaba muy ebrio, las manos no le obedecían y el arpa desentonaba, se ponía murmurador, los ojos se le entristecían.