Iba a veces al cementerio y allí se le vio rabioso por última vez, un dos de noviembre, cuando los municipales lo atajaron en la puerta. Los insultó, forcejeó con ellos, les lanzó piedras y por fin unos vecinos convencieron a los guardianes que lo dejaran entrar. Y fue en el cementerio, otro dos de noviembre, donde Juana Baura vio a la Chunga, que estaría por cumplir seis años, sucia, en harapos, correteando entre tumbas. La llamó, le hizo cariños. Desde entonces, la lavandera venía de cuando en cuando a la Mangachería, arreando el piajeno cargado de ropa, y preguntaba por el arpista y por la Chunga. A ella le traía comida, un vestido, zapatos, a él cigarrillos y unas monedas que el viejo corría a gastar en la chichería más cercana. Y un día dejó de verse a la Chunga en las callejuelas mangaches y Patrocinio Naya contó que Juana Baura se la había llevado, para siempre, a la Gallinacera. El arpista seguía su vida, sus caminatas. Estaba más viejo cada día, más mugriento y rotoso, pero todos se habían habituado a verlo, nadie volvía el rostro cuando los cruzaba, calmo y rígido, o cuando tenían que desviarse para no pisar su cuerpo tumbado en la arena, bajo el sol.

Sólo años después comenzó a aventurarse el arpista fuera de los límites de la Mangachería. Las calles de la ciudad crecían, se transformaban, se endurecían con adoquines y veredas altas, se engalanaban con casas flamantes y se volvían ruidosas, los chiquillos correteaban tras los automóviles. Había bares, hoteles y rostros forasteros, una nueva carretera a Chiclayo y un ferrocarril de rieles lustrosos unía Piura y Palta pasando por Sullana. Todo cambiaba, también los piuranos. Ya no se los veía por las calles con botas y pantalones de montar, sino con ternos y hasta corbatas y las mujeres, que habían renunciado a las faldas oscuras hasta los tobillos, se vestían de colores claros, ya no iban escoltadas de criadas y ocultas en velos y mantones, sino solas, el rostro al aire, los cabellos sueltos. Cada vez había más calles, casas más altas, la ciudad se dilataba y retrocedía el desierto. La Gallinacera desapareció y en su lugar surgió un barrio de principales. Las chozas apiñadas detrás del camal ardieron una madrugada; llegaron municipales, policías, el alcalde y el prefecto al frente, y con camiones y palos sacaron a todo el mundo y al día siguiente comenzaron a trazar calles rectas, manzanas, a construir casas de dos pisos y al poco tiempo nadie hubiera imaginado que en ese aseado rincón residencial habitado por blancos habían vivido peones. También Castilla creció, se convirtió en una pequeña ciudad. Pavimentaron las calles, llegó el cine, se abrieron colegios, avenidas y los viejos se sentían transportados a otro mundo, protestaban incomodidades, indecencias, atropellos.

Un día, el arpa bajo el brazo, el viejo avanzó por esa ciudad renovada, llegó a la plaza de Armas, se instaló bajo un tamarindo, comenzó a tocar. Volvió la tarde siguiente, y muchas otras, sobre todo los jueves y los sábados, días de retreta. Los piuranos acudían por decenas a la plaza de Armas a escuchar a la banda del Cuartel Grau y él se adelantaba, ofrecía su propia retreta una hora antes, pasaba el sombrero y, apenas reunía unos soles, volvía a la Mangachería. Ésta no había cambiado, tampoco los mangaches. Allí seguían las chozas de barro y caña brava, las velas de sebo, las cabras y, a pesar del progreso, ninguna patrulla de la Guardia Civil se aventuraba de noche por sus calles ásperas. Y, sin duda, el arpista se sentía mangache de corazón, porque el dinero que ganaba dando conciertos en la plaza de Armas venía siempre a gastárselo en el barrio. En las noches seguía tocando donde la Tula, la Gertrudis o donde Angélica Mercedes, su ex cocinera, que ahora tenía chichería propia. Nadie podía ya concebir la Mangachería sin él, ningún mangache imaginar que a la mañana siguiente no lo vería rondando hieráticamente por las callejuelas, apedreando gallinazos, saliendo de las chozas con bandera roja, durmiendo al sol, que no escucharía su arpa, a lo lejos, en la oscuridad. Hasta en su manera de hablar, las pocas veces que hablaba, cualquier piurano reconocía en él a un mangache.

– Los inconquistables lo llamaron a su mesa -dijo la Chunga-. Pero el sargento se hacía el que no los veía.

– Tan educado siempre -dijo el arpista-. Vino a saludarme y a abrazarme.

– Con sus bromas, estos fregados van a hacer que mis subordinados me pierdan el respeto, viejo -dijo Lituma. Los dos guardias se habían quedado en el bar, mientras el sargento conversaba con don Anselmo; la Chunga les sirvió cerveza y los León y Josefino dale que dale. -Mejor no sigan que la Selvática se está poniendo triste -dijo el joven-. Además es tarde, maestro.

– No te pongas triste, muchacha -la mano de don Anselmo revoloteó sobre la mesa, derribó una taza, palmeó el hombro de la Selvática-. La vida es así y no es culpa de nadie. Esos traidores, se uniformaban y ya no se sentían mangaches, ni saludaban, ni querían mirar.

– Los guardias no sabían que era por el sargento -dijo la Chunga-. Tomaban su cerveza de lo más tranquilos, conversando conmigo. Pero él sí sabía, los fusilaba con los ojos, y con la mano esperen, cállense.

– ¿Quién invitó a esos uniformados? -dijo Seminario-. A ver, ya se están despidiendo. Chunga, hazme el favor de botarlos.

– Es el señor Seminario, el hacendado -dijo la Chunga-. No le hagan caso.

– Ya lo reconocí -dijo el sargento-. No lo miren, muchachos, estará borracho.

– Ahora se mete con los cachacos -dijo el Mono-.

Se las trae el puta.

– Nuestro primo podría responderle, que le sirva para algo el uniforme -dijo José.

El Joven Alejandro tomó un traguito de café:

– Llegaba aquí tranquilo, pero a las dos copas se enfurecía Debía tener alguna pena terrible en el corazón, y la desfogaba así, con lisuras y trompadas.

– No se ponga así, señor -dijo el sargento-. Estamos haciendo nuestro trabajo, para eso nos pagan.

– Ya vigilaron bastante, ya vieron que todo está pacífico -dijo Seminario-. Ahora váyanse y dejen a la gente decente disfrutar en paz.

– No se moleste por nosotros -dijo el sargento-. Siga disfrutando nomás, señor.

El rostro de la Selvática estaba cada vez más afligido y, en su mesa, Seminario se retorcía de cólera, también el cachaco lo sobaba, ya no había machos en Piura, qué le habían hecho a esta tierra, maldita sea, no era justo. Y entonces se le acercaron la Hortensia y la Amapola y con zalamerías y bromas lo calmaron un poco.

– La Hortensia, la Amapola -dijo don Anselmo-. Qué nombres les pones, Chunguita.

– ¿Y ellos qué hacían? -dijo la Selvática-. Les daría furia eso que dijo de Piura.

– Echaban bilis por los ojos -dijo el Bolas-. Pero qué iban a hacer, se morían de miedo.

Ellos no lo creían a Lituma tan rosquete, estaba armado y debió emparársele, el Seminario se pasaba de vivo, no hay que buscarle tres pies al gato sabiendo que tiene cuatro, y la Rita más despacio que ahorita los iba a oír, y la Maribel va a haber lío, y la Sandra con sus carcajadas. Y, al poco rato, la ronda se fue, el sargento acompañó hasta la puerta a los dos guardias y regresó solo. Fue a sentarse a la mesa de los inconquistables.

– Mejor se hubiera ido también -dijo el Bolas-. El pobre.

– ¿Por qué pobre? -protestó la Selvática, con vehemencia-. Es un hombre, no necesita que lo compadezcan.

– Pero tú dices siempre pobrecito, Selvática -dijo el Bolas.

– Yo soy su mujer -explicó la Selvática y el Joven esbozó una vaga sonrisa.

Lituma los sermoneaba, ¿por qué le hacían burlas delante de su gente? Y ellos tienes dos caras, te haces el serio en su delante y después los despides para gozar a tu gusto. De uniforme les daba pena, era otra persona, y a él ellos le daban más pena y al ratito se amistaron y cantaron: eran los inconquistables, no sabían trabajar, sólo chupar, sólo timbear, eran los inconquistables y ahora iban a culear.