– Hacerse un himno para ellos solos -dijo el arpista-. Ah, esos mangaches, son únicos.

– Pero tú ya no eres, primo -dijo el Mono-. Te dejaste conquistar.

– No sé cómo no se te ha caído la cara, primo -dijo José-. Nunca se vio un mangache de cachaco.

– Se estarían contando sus chistes o sus borracheras -dijo la Chunga-. De qué querías que hablaran si no.

– Diez años, coleguita -suspiró Lituma-. Terrible cómo se pasa la vida.

– Salud, por la vida que se pasa -propuso José, el vaso en alto.

– Los mangaches son un poco filósofos cuando están tomados. Se han contagiado del Joven -dijo el arpista-. Estarían hablando de la muerte.

– Diez años, parece mentira -dijo el Mono-. ¿Te acuerdas del velorio de Domitila Yara, primo?

– Al día siguiente de llegar de la selva me encontré con el padre García y no me contestó el saludo -dijo Lituma-. No nos ha perdonado.

– Nada de filósofo, maestro -dijo el joven, ruborizándose-. Sólo un modesto artista.

– Más bien, recordarían cosas -dijo la Selvática-. Siempre que se juntaban, se ponían a contar lo que hacían de churres.

– Ya estás hablando a lo piurano, Selvática -dijo la Chunga.

– ¿Nunca te has arrepentido, primo? -dijo José.

– Cachaco o cualquier cosa, qué más da -se encogió de hombros Lituma-. De inconquistable mucha jarana y mucha timba, pero también mucha hambre, colegas. Ahora, al menos, como bien, mañana y tarde. Ya es algo.

– Si fuera posible, me tomaría otro poquito de leche -dijo el arpista.

La Selvática se levantó, don Anselmo: ella se lo preparaba.

– Lo único que te envidio es que has corrido mundo, Lituma -lijo Josefino-. Nosotros nos moriremos sin salir de Piura.

– Habla por ti solo -dijo el Mono-. A mí no me entierran sin conocer Lima.

– Buena muchacha -dijo Anselmo-. Siempre se anda comidiendo a todo. Qué servicial, qué simpática. ¿Es bonita?

– No mucho, muy retaca -dijo el Bolas-. Y cuando está con tacos, da risa como camina.

– Pero tiene lindos ojos -afirmó el joven-. Verdes, grandazos, misteriosos. Le gustarían, maestro.

– ¿Verdes? -dijo el arpista-. Seguro que me gustarían.

– Quién hubiera creído que ibas a terminar casado y de cachaco -dijo Josefino-. Y prontito de padre de familia, Lituma.

– ¿De veras que en la selva andan botadas las mujeres? -dijo el Mono-. ¿Son tan sensuales como dicen?

– Mucho más de lo que dicen -afirmó Lituma-. Hay que andarse defendiendo. Te descuidas y te exprimen, no sé cómo no salí de ahí con los pulmones puro agujero.

– Entonces uno se comerá a las que le da la gana elijo José.

– Sobre todo si es costeño -dijo Lituma-. Los criollos las vuelven locas.

– Será buena gente, pero hay que ver qué sentimientos -dijo el Bolas-. Putea para el amigo del marido, y el pobre Lituma en la cárcel.

– No hay que juzgar tan rápido, Bolas -dijo el joven, apenado-. Habría que averiguar qué fue lo que pasó. Nunca es fácil saber lo que hay detrás de las cosas. No tires nunca la primera piedra, hermano.

– Y después dice que no es filósofo -dijo el arpista-. Escúchalo, Chunguita.

– ¿En Santa María de Nieva había muchas hembras, primo? -insistía el Mono.

– Se podía cambiar a diario -dijo Lituma-. Muchas, y calientes como las que más. De todo y al por mayor, blancas, morenitas, bastaba estirar la mano.

– Y si eran tan buenas mozas, ¿por qué te casaste con ésa? -rió Josefino-. Porque, no me digas, Lituma, es puro ojos, lo demás no vale nada.

– Pegó un puñetazo en la mesa que se oyó en la catedral -dijo el Bolas-. Se pelearon de algo, parecía que Josefino y Lituma se iban a mechar.

– Son chispitas, fosforitos, se encienden y se apagan, nunca les dura la cólera -dijo el arpista-. Todos los piuranos tienen buen corazón.

– ¿Ya no sabes aguantar las bromas? -decía el Mono-. Cómo has cambiado, primo.

– Si es mi hermana, Lituma -exclamaba Josefino-. ¿Crees que lo decía de veras? Siéntate, colega, brinda conmigo.

– Lo que pasa es que la quiero -dijo Lituma-. No es pecado.

– Bien hecho que la quieras -dijo el Mono-. Baja más cerveza, Chunga.

– La pobre no se acostumbra, anda asustada entre tanta gente -decía Lituma-. Esto es muy distinto de su tierra, tienen que comprenderla.

– Claro que la comprendemos -dijo el Mono-. A ver, un brindis por nuestra prima.

– Es buenisisísima, cómo nos atiende, qué comilonas nos prepara -dijo José-. Si los tres la queremos mucho, primo.

– ¿Está bien así, don Anselmo? -dijo la Selvática-. ¿No quedó muy caliente?

– Muy bien, muy rica -dijo el arpista, paladeando-. ¿De veras tienes los ojos verdes, muchacha?

Seminario había girado hacia ellos con silla y todo, qué era esa bulla, ¿ya no se podía conversar tranquilo?, y el sargento, con todo respeto, que se estaba propasando, nadie se metía con él, que no se metiera con ellos, señor. Seminario levantó la voz, quiénes eran para responderle, y claro que se metía con ellos, con los cuatro y también con la puta que los había parido, ¿lo oyeron?

– ¿Les mentó la madre? -dijo la Selvática, pestañeando.

– Varias veces en la noche, ésa fue la primera -dijo el Bolas-. Esos ricos porque tienen tierras creen que pueden mentarle la madre a cualquiera.

La Hortensia y la Amapola salieron volando y, desde el mostrador, Sandra, Rita y Maribel alargaban las cabezas. El sargento tenía la voz rajada de la cólera, la familia no tenía nada que ver con esto, señor.

– Si no te gustó, ven y conversamos, cholito -dijo Seminario.

– Pero Lituma no fue -dijo la Chunga-. Lo contuvimos con la Sandra.

– ¿Por qué mentar a la madre cuando el pleito es entre hombres? -dijo el joven-. La madre es lo más santo que hay.

Y la Hortensia y la Amapola habían vuelto a la mesa de Seminario.

– Ya no los oí reír ni volvieron a cantar su himno -dijo el arpista-. Se quedaron desmoralizados con esa mentada de madre, los muchachos.

– Se consolaron tomando -dijo la Chunga-. No cabían más botellas en su mesa.

– Por eso yo creo que las penas que uno lleva adentro lo explican todo -dijo el joven-. Por eso terminan unos de borrachos, otros de curas, otros de asesinos.

– Voy a mojarme la cabeza -dijo Lituma-. Este tipo me amargó la noche. Tuvo razón de enojarse, Josefino -dijo el Mono-. A nadie le gustaría que le dijeran tu mujer es fea.

– Me carga con tantas ínfulas -dijo Josefino-. Me he comido cien hembras, conozco medio Perú, me he dado la gran vida. Se pasa el día sacándonos pica con sus viajes.

– En el fondo le tienes tanta cólera porque su mujer no te hace caso -dijo José.

– Si supiera que la persigues, te mata -dijo el Mono-. Está enamorado de su hembra como un becerro.

– Es su culpa -dijo Josefino-. ¿Por qué presume tanto? En la cama es puro fuego, se mueve así, asá. Que se friegue, quiero ver si son ciertas esas maravillas.

– ¿Apostamos un par de libras que no te liga, hermano? -dijo el Mono.

– Ya veremos -dijo Josefino-. La primera vez quiso cachetearme, la segunda sólo me insultó y la tercera ni siquiera se hizo la resentida y hasta pude manosearla un poco. Ya está aflojando, yo conozco a mi gente.

– Si cae, ya sabes -dijo José-. Donde pasa un inconquistable, pasan los tres, Josefino.

– No sé por qué le tengo tantas ganas -dijo Josefino-. La verdad es que no vale nada.

– Porque es de afuera -dijo el Mono-. A uno siempre le gusta descubrir qué secretos, qué costumbres se traen de sus tierras.

– Parece un animalito -dijo José-. No entiende nada, se pasa la vida preguntando por qué esto, por qué lo otro. Yo no me hubiera atrevido a probar primero. ¿Y si le contaba a Lituma, Josefino?

– Es de las asustadizas -dijo Josefino-. La calé ahí mismo. No tiene personalidad, se moriría de vergüenza antes que contarle. Lástima nomás que la preñara. Ahora hay que esperar que dé a luz para hacerle el trabajito.