– Sí, don Aquilino -dijo Bonifacia-. Tenga buenas noches.

– Es hora de dormir -dijo el viejo-. Ya se cerró la tienda, regresa mañana.

– Sea bueno -dijo Bonifacia-. ¿Me deja subir un ratito?

– Le has sacado la plata a tu marido a escondidas y por eso vienes a esta hora -dijo el viejo-. ¿Y si él me reclama mañana?

Escupió al agua y se rió. Estaba en cuclillas, sus cabellos caían espumosos y libres en torno a su rostro y Bonifacia veía su frente oscura, limpia de arrugas, sus ojos como dos animalitos ardientes.

– Qué me importa -dijo el viejo-, yo sólo hago mi negocio. Anda, sube.

Alargó una mano, pero Bonifacia había subido ya, elásticamente, y, sobre la cubierta, se escurría el vestido y se restregaba los brazos. ¿Collares? ¿Zapatos? ¿Cuánta plata tenía? Bonifacia comenzó a sonreír con timidez, ¿no necesitaba un trabajito, don Aquilino?, y sus ojos observaban la boca del viejo con ansiedad, ¿que le hicieran la comida mientras se quedaba en Santa María de Nieva?, ¿que le fueran a recoger fruta?, ¿que le limpiaran la balsa no necesitaba? El viejo se acercó a ella, ¿de dónde la conocía?, y la examinó de arriba abajo: ¿la había visto antes, no es cierto?

– Quisiera una telita -dijo Bonifacia y se mordió los labios. Señaló la choza y, un instante, sus ojos se iluminaron-. Esa amarilla que guardó al último. Se la pago con un trabajito, usted me dice cuál y yo se lo hago.

– Nada de trabajitos -dijo el viejo-. ¿No tienes plata?

– Para un vestido -susurró Bonifacia, suave y tenaz-. ¿Le traigo fruta? ¿Prefiere que le sale el pescado? Y rezaré para que no le pase nada en sus viajes, don Aquilino.

– No necesito rezos -dijo el viejo; la miró muy de cerca y, de pronto, chasqueó los dedos-. Ah, ya te reconocí.

– Voy a casarme, no sea malo -dijo Bonifacia-. Con esa telita me haré un vestido, yo sé coser.

– ¿Por qué no estás vestida de monja? -dijo don Aquilino.

Ya no vivo donde las madres -dijo Bonifacia-. Me botaron de la misión y ahora voy a casarme. Déme esta telita y le hago un trabajito y la próxima vez que venga se la pago en soles, don Aquilino.

El viejo puso una mano en el hombro de Bonifacia, la hizo retroceder para que el resplandor de la luna le diera en la cara, calmadamente examinó los ojos verdes anhelantes, el menudo cuerpo que goteaba: ya era mujer. ¿La habían botado las madrecitas porque se enredó con un cristiano? ¿Con ése con el que iba a casarse? No, don Aquilino, se había enredado después y nadie sabía en el pueblo dónde estaba, ¿y dónde estaba?, la habían recogido los Nieves, ¿le hacía ese trabajito, por fin?

– ¿Estás viviendo con Adrián y Lalita? -dijo don Aquilino.

– Ellos me presentaron al que va a ser mi marido -dijo Bonifacia-. Han sido muy buenos conmigo, como mis padres han sido.

– Yo voy ahora donde los Nieves -dijo el viejo-. Ven conmigo.

– ¿Y la telita? -dijo Bonifacia-. No se haga rogar tanto, don Aquilino.

El viejo saltó al agua sin ruido, Bonifacia vio flotar la cabellera hacia el embarcadero, la vio regresar. Don Aquilino trepó con el cordel sobre el hombro, lo enrolló y con la pértiga impulsó la balsa río arriba, pegada a la orilla. Bonifacia levantó la otra pértiga y, de pie en la borda opuesta, imitó al viejo que hundía y sacaba el madero diestramente, sin esfuerzo. A la altura del bosquecillo de juncos, la corriente era más fuerte y don Aquilino tuvo que maniobrar para que la embarcación no se apartara de la orilla.

– Don Adrián salió de pesca temprano, pero ya habrá vuelto -dijo Bonifacia-. Lo invitaré al matrimonio, don Aquilino, pero me dará la telita ¿no? Voy a casarme con el sargento, ¿usted lo conoce?

– ¿Con un cachaco? Entonces no te la doy dijo el viejo.

– No hable así, él es un cristiano de buen corazón -dijo Bonifacia-. Pregúnteles a los Nieves, ellos son amigos del sargento.

Unos mecheros ardían en la cabaña del práctico y se divisaban siluetas junto a la baranda. La balsa atracó frente a la escalerilla, hubo voces de bienvenida, y Adrián Nieves entró al agua para coger el cordel y sujetarlo a un horcón. Trepó luego a la balsa y él y don Aquilino se abrazaron y después el viejo subió a la terraza y Bonifacia lo vio tomar a Lalita de la cintura y ofrecerle el rostro, y vio que ella lo besaba muchas veces en la frente, ¿había hecho buen viaje?, en las mejillas, y los tres chiquillos se habían prendido de las piernas del viejo, chillando, y él les acariciaba las cabezas, algunas lluviecitas, sí, se habían adelantado este año las bandidas.

– Ahí estabas tú -dijo Lalita-. Te buscamos por todas partes, Bonifacia. Le diré al sargento que fuiste al pueblo y viste hombres.

– Nadie me ha visto -dijo Bonifacia-. Sólo don Aquilino.

– No importa, se lo diremos para darle celos -rió Lalita.

– Vino a ver los géneros -dijo el viejo; había cargado al menor de los chiquillos y los dos se revolvían los cabellos-. Estoy cansado, me tuvieron trabajando todo el día.

– Voy a servirle una copita, mientras está lista la comida -dijo el práctico.

Lalita trajo una silla a la terraza para don Aquilino, volvió al interior, se oyó el chisporroteo del brasero y comenzó a oler a fritura. Los chiquillos se subían a las rodillas del viejo y éste les hacía gracias mientras brindaba con Adrián Nieves. Se habían acabado la botella cuando vino Lalita, secándose las manos en la falda.

– Tan linda su cabeza -dijo, acariciando los cabellos de don Aquilino-. Cada vez más blanca, más suavecita.

– ¿Quieres darle celos a tu marido también? -dijo el viejo.

Ya iba a estar lista la comida, don Aquilino, le había preparado cosas que le gustarían y el viejo agitaba la cabeza tratando de librarse de las manos de Lalita: si no lo dejaba en paz se cortaría los pelos. Los chiquillos estaban formados ante él, lo observaban mudos ahora y con los ojos inquietos.

– Ya sé qué esperan -lijo el viejo-. No me olvido, hay regalos para todos. Para ti, un terno de hombre, Aquilino.

Los ojos rasgados del mayorcito se encendieron y Bonifacia se había apoyado en la baranda. Desde allí vio al viejo pararse, bajar la escalerilla, retornar a la terraza con paquetes que los chiquillos le arrebataron de las manos, y lo vio luego aproximarse a Adrián Nieves. Se pusieron a conversar en voz baja y, de rato en rato, don Aquilino la miraba de soslayo.

– Tenías razón -dijo el viejo-. Adrián dice que el sargento es un buen cristiano. Anda y coge la telita, es regalo de matrimonio.

Bonifacia quiso besarle la mano, pero don Aquilino la retiró con un gesto de fastidio. Y mientras ella volvía a la balsa, hurgaba entre los cajones y sacaba la tela, oía al viejo y al práctico susurrando misteriosamente, y los divisaba, las dos caras juntas, hablando y hablando. Subió a la terraza y ellos callaron. Ahora la noche olía a pescado frito y una brisa rápida estremecía el monte.

– Mañana lloverá -dijo el viejo, husmeando el aire-. Malo para el negocio.

– Ya deben estar en la isla -dijo Lalita más tarde, mientras comían-. Partieron hace más de diez días. ¿Le ha contado Adrián?

– Don Aquilino los encontró por el camino -dijo el práctico Nieves-. Además de los guardias, iban algunos soldados de Borja. Era cierto lo que dijo el sargento.

Bonifacia vio que el viejo la miraba a ella de reojo, sin dejar de masticar, como intranquilo. Pero, un momento después, sonreía de nuevo y contaba anécdotas de sus viajes.

La primera vez que salieron en expedición, regresaron a los quince días. Ella estaba en el barranco, el sol enrojecía la cocha y, de repente, aparecieron a la salida del caño: una, dos, tres canoas. Lalita se paró de un salto, hay que esconderse, pero los reconoció: en la primera Fushía, en la segunda Pantacha, en la tercera huambisas. ¿Por qué volvieron tan pronto si él dijo un mes? Bajó corriendo al embarcadero y Fushía ¿llegó Aquilino, Lalita?, ella no todavía y él la puta que lo parió al viejo. Sólo traían unas cuantas pieles de lagarto, Fushía estaba furioso, vamos a morirnos de hambre, Lalita. Los huambisas reían mientras descargaban, sus mujeres revoloteaban entre ellos, locuaces, gruñonas, y Fushía míralos qué contentos, esos perros, llegamos al pueblo y los shapras no estaban, éstos lo quemaron todo, le cortaron la cabeza a un perro, nada, pura pérdida, viaje de balde, ni una bola de jebe, sólo esos cueros que no valen nada y éstos felices. Pantacha estaba en calzoncillos, rascándose las axilas, hay que ir más adentro, patrón, la selva es grande y está llena de riquezas y Fushía bruto, para ir más lejos necesitamos un práctico. Fueron hacia la cabaña, comieron plátanos y yucas fritas. Fushía hablaba todo el tiempo de don Aquilino, qué le habrá pasado al viejo, nunca me falló hasta ahora, y Lalita ha llovido mucho estos días, se habrá guarecido en algún sitio para que no se moje lo que le encargamos. Pantacha, tumbado en la hamaca, se rascaba la cabeza, las piernas, el pecho, ¿y si se le hundió la lancha en los pongos, patrón?, y Fushía entonces estamos fregados, no sé qué haremos. Y Lalita no te asustes tanto, los huambisas han sembrado por toda la isla, hasta hicieron corralitos y Fushía pura mierda, eso no dará hasta cuándo y los chunchos pueden vivir de yuca pero no un cristiano, esperaremos dos días y si no llega Aquilino tendré que hacer algo. Y un rato después Pantacha cerró los ojos, comenzó a roncar y Fushía lo sacudió, que los huambisas tendieran las pieles antes de que se emborrachen, y Pantacha primero una siestecita, patrón, ando molido de tanto remar y Fushía bruto, ¿no entiendes?, déjame solo con mi hembra. Pantacha, la boca abierta, quién como usted que tiene una mujer de veras, patrón, los ojos desconsolados, hace años que no sé lo que es una blanca y Fushía largo, anda vete. Pantacha se fue lloriqueando y Fushía ya está, se va a soñar, desnúdate pronto Lalita, qué esperas, ella estoy sangrando y él qué importa. Y al atardecer, cuando Fushía despertó, fueron al pueblo que olía a masato, los huambisas se caían de borrachos y Pantacha no estaba por ninguna parte. Lo encontraron al otro extremo de la isla, se había llevado su barbacoa a la orilla de la cocha y Fushía qué te dije, está soñando a su gusto. Hablaba entre dientes, la cara oculta en las manos, el fogón seguía ardiendo bajo la ollita repleta de yerbas. Unos escarabajos caminaban por sus piernas y Lalita ni los siente. Fushía apagó el fuego, de un patadón tiró al agua la ollita, a ver si lo despertamos, y entre los dos lo remecieron, lo pellizcaron, lo cachetearon y él, entre dientes, era cusqueño de casualidad, su alma nació en el Ucayali, patrón, y Fushía ¿lo oyes?, ella lo oigo, parece loco, y Pantacha su corazón era triste. Fushía lo sacudía, lo pateaba, serrano de porquería, no es hora de sueños, hay que estar despierto, vamos a morirnos de hambre y Lalita no te oye, está en otro mundo, Fushía. Y él, entre dientes, veinte años en el Ucayali, patrón, se contagió de los paiches, tenía el cuerpo duro como la chonta, los jejenes no entran. Él esperaba los globitos, ya salen los paiches a tomar aire, pásame el arpón, Andrés, duro, fuerza, ensártalo, yo lo amarro, patrón, él dormía a los paiches al primer palazo y la canoa se les volcó en el Tamaya, él salió y el Andrés no salió, te ahogaste hermano, las sirenas te arrastraron al fondo, ahora serás su marido, por qué te moriste, charapita Andrés. Se sentaron a esperar que despertara del todo y Fushía tiene para rato, no me conviene perder a este cholo, soñador pero me sirve, y Lalita por qué siempre con los cociditos y Fushía para no sentirse solo. Cucarachas y escarabajos se paseaban por la barbacoa y por su cuerpo y él por qué se habría hecho matero, patrón, mala vida la del monte, preferible el agua y los paiches, yo sé lo que son las tercianas, Pantacha, esa tembladera, te vienes conmigo, yo te pago más, ten cigarrillos, te invito un trago, eres mi hombre, llévame donde haya cedros, palo de rosa, consígueme habilitados, madera balsa, y él se iba con ellos, patrón, cuánto me adelantas, y quería tener una casa, una mujer, hijos, vivir en Iquitos como los cristianos. Y, de repente, Fushía, Pantachita, ¿qué pasó en el Aguaytía?, cuéntame que soy tu amigo. Y Pantacha abrió los ojos y los cerró, los tenía colorados como trasero de mono y, entre dientes, ese río llevaba sangre, patrón, y Fushía ¿sangre de quién, cholo?, y él caliente, espesa como jebecito chorreando de la shiringa, y también los caños, cochas de por ahí, una pura herida, patrón, créame si quiere, y Fushía claro que te creo, cholo, pero ¿de qué tanta sangre caliente?, y Lalita déjalo Fushía, no le preguntes, está sufriendo, y Fushía calla puta, anda Pantachita, quién sangraba, y él, entre dientes, el tramposo Bákovic, ese yugoslavo que los engañó, peor que diablo, patrón, y Fushía, ¿por qué lo mataste, Pantacha?, y cómo, cholo, con qué, y él no quería pagarles, no hay bastante cedro, vamos más adentro y sacaba el winchester y también le pegó a un cargador que le robó una botella. Y Fushía ¿le pegaste un tiro, cholo? y él con mi machete, patrón, se le había dormido el brazo de darle y comenzó a patalear y a llorar y Lalita fíjate cómo se ha puesto, Fushía, se ha enfurecido y Fushía le saqué un secreto, ahora ya sé de qué andaba escapando cuando lo encontró Aquilino. Volvieron a sentarse junto a la barbacoa, esperaron, él se calmó y acabó por despertar. Se levantó trastabilleando, rascándose con furia, patrón, no te enojes, y Fushía los cociditos te volverán loco y un día lo echaba a patadas y Pantacha no tenía a nadie, su vida era triste, patrón, usted tiene su mujer, y los huambisas también y hasta los animales pero él estaba solo, que no se enojara, patrón, usted tampoco, patrona.