– ¿Acaso no era de mentiras? -dijo la Selvática-. ¿O estaban hablando de otro incendio?

– Cosas de los piuranos, muchacha -dijo el arpista-. Nunca les creas cuando te hablen de eso. Puros inventos.

– ¿No está cansado, maestro? -dijo el Joven-. Van a ser las siete, podríamos irnos.

– Todavía no tengo sueño -dijo don Anselmo-. Que haga su digestión el desayuno.

Acodados en el mostrador, los inconquistables trataban de convencer a la Chunga: que lo dejara un ratito, qué le costaba, para conversar un poco, que la Chunga Chunguita no fuera malita.

– Todos lo quieren mucho a usted, don Anselmo -dijo la Selvática-. Yo también, me hace acordar de un viejecito de mi tierra que se llamaba Aquilino.

– Tan generosos, tan simpáticos -dijo el arpista-. Me llevaron a su mesa y me ofrecieron una cervecita.

Estaba transpirando. Josefino le puso un vaso en la mano, él se lo tomó de una vuelta y quedó boqueando. Luego, con su pañuelo de colores, se limpió la frente, las tupidas cejas blancas y se sonó.

– Un favor de amigos, viejo -dijo el Mono-. Cuéntenos lo del incendio.

La mano del arpista buscó el vaso y, en vez del suyo, atrapó el del Mono; lo vació de un trago. De qué hablaban, cuál incendio, y volvió a sonarse.

– Yo estaba churre y vi las llamas desde el Malecón. Y a la gente corriendo con crudos y baldes de agua -dijo Josefino-. ¿Por qué no nos cuenta, arpista? Qué le hace, después de tanto tiempo.

– No hubo ningún incendio, ninguna Casa Verde -afirmaba el arpista-. Invenciones de la gente, muchachos.

– ¿Por qué se hace la burla de nosotros? -dijo el Mono-. Anímese, arpista, cuéntenos siquiera un poquito.

Don Anselmo se llevó dos dedos a la boca y simuló fumar. El joven le alcanzó un cigarrillo y el Bolas se lo encendió. La Chunga había apagado las luces del salón y el sol entraba en el local a chorros, por las ventanas y las rendijas. Había llagas amarillas en las paredes y en el suelo, la calamina del techo reverberaba. Los inconquistables insistían, ¿cierto que se chamuscaron unas habitantas?, ¿de veras fueron las gallinazas las que la incendiaron?, ¿él estaba adentro?, ¿lo hizo el padre García por pura maldad o por cosas de la religión?, ¿cierto que doña Angélica salvó a la Chunguita de morir quemada?

– Pura fábula -aseguraba el arpista-, tonterías de la gente para hacer rabiar al padre García. Deberían dejarlo en paz, al pobre viejo. Y ahora tengo que trabajar, muchachos, con permiso.

Se levantó y, a pasitos cortos, las manos adelante, regresó al rincón de la orquesta.

– ¿Ven? Se hace el cojudo, como siempre -dijo Josefino-. Yo sabía que era por gusto.

– A esa edad se les ablanda el cerebro -dijo el Mono-, a lo mejor se ha olvidado de todo. Habría que preguntarle al padre García. Pero quién se atreve.

Y en eso se abrió la puerta y entró la ronda.

– Esos conchudos -murmuró la Chunga-. Venían a gorrearme trago.

– La ronda, es decir Lituma y dos cachacos más, Selvática -dijo el Bolas-. Caían por acá todas las noches.

Bajo la sombra curva de los plátanos, Bonifacia se enderezó y miró hacia el pueblo: hombres y mujeres cruzaban la plaza de Santa María de Nieva a la carrera, agitando las manos muy excitadas en dirección al embarcadero. Se inclinó de nuevo sobre los surcos rectilíneos pero, un momento después, volvió a empinarse: la gente fluía sin tregua, alborotada. Espió la cabaña de los Nieves; Lalita seguía canturreando en el interior, una serpentina de humo gris escapaba por entre las cañas del tabique, aún no aparecía en el horizonte la lancha del práctico. Bonifacia contorneó la cabaña, invadió los matorrales de la orilla y, el agua en los tobillos, avanzó hacia el pueblo. Las copas de los árboles se confundían con las nubes, los troncos con las lenguas ocres de las riberas. Había comenzado la creciente; el río arrastraba corrientes parásitas, de aguas más rubias o más morenas, y también arbustos, flores degolladas, líquenes y formas que podían ser pedruzcos, caca o roedores muertos. Mirando a todos lados, despacio, cautelosamente como un rastreador recorrió un bosquecillo de juncos y, al vencer un recodo, divisó el embarcadero: la gente estaba inmóvil entre las estacas y las canoas y había una balsa detenida a unos metros del muelle flotante. El crepúsculo azulaba las itípak y los rostros de las aguarunas y había también hombres, los pantalones remangados hasta las rodillas, el torso desnudo. Podía ver el cordel que cedía o se estiraba con el vaivén de la balsa del recién llegado, el pilote de la proa y, muy nítida, la choza armada en la popa. Una bandada de garzas sobrevoló el bosquecillo y Bonifacia oyó, muy próximo, el batir de las alas, alzó la cabeza y vio los cuellos finos, albos, los cuerpos rosados alejándose. Entonces siguió avanzando, pero muy inclinada y ya no por la orilla sino internada en la maleza, arañándose los brazos, la cara y las piernas con los filos de las hojas, las espinas y las lianas ásperas, entre zumbidos, sintiendo viscosas caricias en los pies. Casi donde cesaba el bosque, a poca distancia de la gente aglomerada, se detuvo y se puso en cuclillas: la vegetación se cerró sobre ella y ahora podía verlo a través de una complicada geometría verde de rombos, cubos y ángulos inverosímiles. El viejo no se daba ninguna prisa; muy calmado iba y venía por la balsa, acomodando con minuciosa exactitud los cajones y la mercadería ante los espectadores que cuchicheaban y hacían gestos de impaciencia. El viejo entraba a la choza y volvía con un género, unos zapatos, una sarta de collares de chaquira y, serio, cuidadoso, maniático, los ordenaba sobre los cajones. Era muy delgado, cuando el viento hinchaba su camisa parecía un jorobado pero, de pronto, la pechera y la espalda se hundían casi hasta tocarse y revelaban su verdadera silueta, fina, angostísima. Llevaba un pantalón corto y Bonifacia veía sus piernas, flacas como sus brazos, su rostro de piel quemada y casi tinta, y la fantástica, sedosa cabellera blanca que ondulaba sobre sus hombros. El viejo estuvo un buen rato todavía trayendo utensilios domésticos y adornos multicolores, apilando ceremoniosamente telas estampadas. El cuchicheo crecía cada vez que el viejo sacaba algo de la choza y Bonifacia podía ver el arrobo de las paganas y de las cristianas, sus fascinadas, codiciosas ojeadas a las mostacillas, peinetas, espejitos, pulseras y talcos, y los ojos de los hombres fijos en las botellas alineadas en el canto de la balsa, junto a latas de conservas, cinturones y machetes. El viejo consideró su obra un momento, se volvió hacia la gente y ésta corrió en tumulto, chapoteó en torno a la embarcación. Pero el viejo agitó su melena blanca y los contuvo a manazos. Blandiendo su pértiga como una lanza, los obligó a retroceder, a subir en orden. La primera fue la mujer de Paredes. Gorda, torpe, no conseguía trepar a bordo, el viejo tuvo que ayudarla y ella estuvo tocándolo todo, olfateando los frascos, manoseando nerviosamente las telas y jabones, y la gente murmuró y protestó hasta que ella regresó al embarcadero, el agua a la cintura, sosteniendo en alto un vestido floreado, un collar, unos zapatos blancos. Así fueron subiendo a la balsa, una tras otra, las mujeres. Algunas eran lentas y desconfiadas para elegir, otras porfiaban interminablemente por el precio y había quienes lloriqueaban o amenazaban pidiendo rebajas. Pero todas venían de la balsa con algo en las manos, algunos cristianos con costales repletos de provisiones y algunas paganas con apenas una bolsita de mostacillas para ensartar. Cuando el embarcadero quedó desierto, anochecía: Bonifacia se incorporó. El Nieva estaba en plena llena, olitas crespas y canosas corrían bajo el ramaje y morían junto a sus rodillas. Tenía el cuerpo manchado de tierra, yerbas prendidas a los cabellos y al vestido. El viejo guardaba la mercadería, metódico y preciso disponía los cajones en la proa y, sobre Santa María de Nieva, el cielo era una constelación de alquitrán y ojos de búho, pero al otro lado del Marañón, sobre la ciudadela sombría del horizonte, una franja azul resistía aún a la noche y la luna despuntaba tras los locales de la misión. El cuerpo del viejo era una escuálida mancha, en la penumbra su cabellera destellaba plateada como un pez. Bonifacia miró hacia el pueblo: había luces en la Gobernación, donde Paredes, y unos mecheros titilaban sobre las colinas, en las ventanas de la residencia. La oscuridad se iba tragando a bocados lentos las cabañas de la plaza, las capironas, el sendero escarpado. Bonifacia abandonó su refugio y corrió agazapada hacia el embarcadero. El fango de la orilla estaba blando y caliente, el agua del remanso parecía inmóvil y ella la sintió subir por su cuerpo y sólo a unos metros de la ribera comenzaba la corriente, una templada fuerza obstinada que la obligó a bracear para no desviarse. El agua le llegaba a la barbilla cuando se cogió a la balsa y vio el pantalón blanco del viejo, el ruedo de su cabellera: era tarde, que volviera mañana. Bonifacia se izó un poco sobre la borda, apoyó en ella los codos y el viejo, inclinado hacia el río, la escudriñó: ¿hablaba cristiano?, ¿entendía?