– Y hasta el sargento saldrá beneficiado -replicó el gobernador, palmoteando feliz-. ¡Claro! ¿No les digo que don Julio y el nuevo ministro son amigos?

Estaba bien, don Fabio, harían lo que se pudiera. Pero que les convidara otra copita, para reaccionar, la noticia los había dejado medio atontados. Acabaron las cervezas y charlaron y bromearon en la fresca y olorosa penumbra, luego el gobernador los acompañó hasta la escalerilla y desde allí les hizo adiós. La bruma lo cubría todo ahora y, entre sus velos y danzas ambiguas, las cabañas y los árboles flotaban suavemente, se oscurecían y aclaraban, y había siluetas huidizas circulando por la plaza. Una voz menuda y tristona canturreaba a lo lejos.

– Primero a corretear tras las churres y ahora esto -dijo el sargento-. A mí no me hace gracia surcar el Santiago en esta época, va a ser una horrible moledera de huesos, mi teniente. ¿A quién va a dejar en el puesto?

– Al Pesado, que se cansa de todo -dijo el teniente-. Te hubiera gustado quedarte ¿no?

– Pero el Pesado tiene muchos años en la montaña -dijo el sargento-; eso da experiencia, mi teniente. ¿Por qué no el Chiquito, que es tan enclenque?

– El Pesado -dijo el teniente-. Y no pongas esa cara. A mí tampoco me gusta esta vaina, pero ya oíste al gobernador, de repente después de este viajecito cambia la suerte y salimos de aquí. Anda a llamar a Nieves y tráete a los otros a mi casa, para hacer el plan de trabajo.

El sargento quedó un momento inmóvil en la bruma, las manos en los bolsillos. Luego, cabizbajo, cruzó la plaza, pasó junto al embarcadero sumergido bajo una densa capa de vapor, se internó en la trocha y avanzó por un paisaje humoso y resbaladizo, cargado de electricidad y de graznidos. Cuando llegó frente a la cabaña del práctico, hablaba solo, sus manos estrujaban el quepí y sus polainas, su pantalón y su camisa tenían salpicaduras de barro.

– Qué milagro a estas horas, sargento -Lalita se escurría los cabellos, inclinada sobre la baranda; su rostro, sus brazos y su vestido chorreaban-. Pero pase, suba, sargento.

Indeciso, pensativo, siempre moviendo los labios, el sargento trepó la escalerilla, en la terraza dio la mano a Lalita y, cuando se volvió, Bonifacia estaba junto a él, también empapada. Su vestido color crudo se adhería a su cuerpo, sus cabellos húmedos ceñían su rostro como una toca, y sus ojos verdes miraban al sargento contentos, sin embarazo. Lalita exprimía el ruedo de su falda, ¿había venido a visitar a su alojada, sargento?, y gotitas transparentes rodaban sobre sus pies: ahí la tenía. Habían estado pescando y se habían metido al río con esta niebla, figúrese, no veían nada pero el agua estaba tibiecita, rica, y Bonifacia se adelantó: ¿traía comida? ¿Anisado? En vez de responder, Lalita lanzó una carcajada y entró a la cabaña.

– Te has hecho ver con el Pesado esta mañana -dijo el sargento-. ¿Por qué te hiciste ver? ¿No te dije que no quería?

– La está usted celando, sargento -dijo Lalita, desde la ventana, entre risas-. Qué le importa que la vean. ¿No querrá que la pobre se pase la vida escondiéndose, no?

Bonifacia escudriñaba el rostro del sargento, muy seria, y en su actitud había algo asustado y confuso. Él dio un paso hacia ella y los ojos de Bonifacia se alarmaron, pero no se movió y el sargento alzó un brazo, la tomó del hombro, chinita, no quería que hablara con el Pesado, y tampoco con ningún cristiano, señora Lalita.

– Yo no puedo prohibirle -dijo Lalita y Aquilino, que había aparecido en la ventana, se rió-. Y usted tampoco, sargento, ¿acaso es su hermano? Sólo siendo su marido podría.

– Yo no lo vi -tartamudeó Bonifacia-. Será mentira, no me habrá visto, diría nomás.

– No te humilles, no seas tonta -dijo Lalita-. Más bien dale celos, Bonifacia.

El sargento pegó a Bonifacia contra él, que nunca la viera con el Pesado mejor, y con dos dedos le levantó la barbilla, que nunca la viera con ningún hombre, señora, y Lalita lanzó otra carcajada y junto al rostro del Aquilino habían surgido otros dos. Los tres chiquillos se comían al sargento con los ojos y con ninguno la habría de ver, Bonifacia cogió la camisa del sargento y los labios le temblaban: se lo prometía.

– Eres tonta -dijo Lalita-. Cómo se ve que no conoces a los cristianos, sobre todo a los uniformados.

– Tengo que salir de viaje -dijo el sargento, abrazando a Bonifacia-. No volveremos antes de tres semanas, quizás un mes.

– ¿Conmigo sargento? -Adrián Nieves, en calzoncillos, estaba en la escalerilla, sacudiéndose con la mano el cuerpo bruñido y huesoso-. No me diga que otra vez se escaparon las pupilas.

Y cuando volviera se casarían, chinita, y la voz se le quebró y se puso a reír como un idiota, mientras Lalita gritaba e irrumpía en la terraza, resplandeciente, los brazos abiertos y Bonifacia salía a su encuentro y se abrazaban. El práctico Nieves estrechó la mano del sargento que hablaba soltando gallos, don Adrián, es que se había emocionado un poco: quería que ellos fueran los padrinos, claro. Ya veía, señora Lalita, había caído en su trampa nomás y Lalita sabía desde el principio que el sargento era un cristiano correcto, que la dejara abrazarlo. Harían una gran fiesta, ya vería cómo lo festejarían. Bonifacia, aturdida, abrazaba al sargento, a Lalita, besaba la mano del práctico, cogía a los chiquillos en vilo, y ellos con mucho gusto serían los padrinos, sargento, que se quedara a comer esta noche. Los ojos verdes relampagueaban, y Lalita se harían su casa aquí al ladito, se entristecían, ellos los ayudarían, se alegraban y el sargento tenía que cuidársela mucho, señora, no quería que ella viera a nadie mientras él estuviera de viaje y Lalita por supuesto, ni a la puerta saldría, la amarrarían.

– ¿Y adónde vamos ahora? -dijo el práctico-. ¿Otra vez con las madrecitas?

– Ojalá fuera eso -dijo el sargento-. Nos van a sacar el alma, don Adrián. Figúrese que llegó la orden. Nos vamos al Santiago, a buscar a los fascinerosos esos.

– ¿Al Santiago? -dijo Lalita. Se había demudado, estaba rígida y boquiabierta y el práctico Nieves, apoyado en la baranda, examinaba el río, la bruma, los árboles. Los chiquillos continuaban revoloteando alrededor de Bonifacia.

– Con gente de la guarnición de Borja -dijo el sargento-. ¿Pero por qué se pusieron así? No hay peligro, vamos a ir muchos. Y a lo mejor esos rateros ya se murieron de viejos.

– Pintado vive allá abajo -dijo Adrián Nieves, señalando el río oculto por la niebla-. Conoce bien la región y es un práctico de los buenos. Hay que avisarle ahorita, a veces sale de pesca a estas horas.

– Pero cómo -dijo el sargento-. ¿Usted no quiere venir con nosotros, don Adrián? Son más de tres semanas, se sacará su buena platita.

– Es que estoy enfermo, con las fiebres -dijo el práctico-. Vomito todo y la cabeza me da vueltas.

– Pero, don Adrián -dijo el sargento-. No me diga eso, qué va a estar usted enfermo. ¿Por qué no quiere ir?

– Tiene las fiebres, se va a acostar ahora mismo -dijo Lalita-. Vaya rápido donde Pintado, sargento, antes que salga de pesca.

Y al anochecer ella escapó como él le dijo, bajó el barranco y Fushía por qué te demoraste tanto, rápido, a la lanchita. Se alejaron de Uchamala con el motor apagado, casi a oscuras, y él todo el tiempo ¿no te habrán visto, Lalita?, pobre de ti si te vieron, me estoy jugando el pescuezo, no sé por qué lo hago y ella, que iba de puntero, cuidado, un remolino y a la izquierda rocas. Por fin se refugiaron en una playa, escondieron la lancha, se tumbaron en la arena. Y él estoy celoso, Lalita, no me cuentes del perro de Reátegui, pero necesitaba una lancha y comida, nos esperan días amargos pero ya verás, saldré adelante, y ella, saldrás, yo te ayudaré, Fushía. Y él hablaba de la frontera, todos andarán diciendo se fue al Brasil, se cansarán de buscarme, Lalita, a quién se le va a ocurrir que me vine de este lado, si pasamos al Ecuador no hay problema. Y de repente desnúdate, Lalita, y ella me han de picar las hormigas, Fushía, y él aunque sea. Después llovió toda la noche y el viento arrebató el abrigo que los protegía y ellos se turnaban para espantar los zancudos y los murciélagos. Embarcaron al amanecer y hasta que aparecieron los rápidos el viaje fue bueno: un barquito y se escondían, un pueblo, un cuartel, un avión y se escondían. Pasó una semana sin lluvias; viajaban desde que salía el sol hasta que se iba y, para ahorrar las conservas, pescaban anchovetas, bagres. En las tardes buscaban una isla, un banco de arena, una playa y dormían protegidos por una fogata. Cruzaban los pueblos de noche, sin encender el motor, y él: dale, fuerza Lalita, y ella no me dan los brazos, hay mucha corriente, y él fuerza, carajo, que ya falta poco. Cerca de Barranca se dieron de cara con un pescador y comieron juntos y ellos estamos huyendo y él ¿puedo ayudarlos? y Fushía queremos comprar gasolina, se me está acabando y él déme la plata, voy al pueblo y se la traigo. Tardaron dos semanas en pasar los pongos, luego se internaron por caños, cochas y aguajales, se extraviaron, se volcó la lancha dos veces, se acabó la gasolina y una madrugada Lalita, no llores, ya llegamos, mira, son huambisas. Se acordaban de él, creían que venía como otras veces a comprarles jebe. Les dieron una cabaña, comida, dos barbacoas y así pasaron muchos días. Y él ¿ves lo que te pasa por pegarte a mí?, mejor te hubieras quedado en Iquitos con tu madre y ella ¿si un día te matan, Fushía? Y él serás mujer de huambisa, andarás con las tetas al aire y te pintarás con añil, rupiña y achiote, te tendrán mascando yuca para hacer masato, fíjate lo que te espera. Ella lloraba, los huambisas se reían y él tonta, era broma, quizá seas la primera cristiana que han visto éstos, hace un montón de tiempo llegué hasta aquí con uno de Moyabamba y nos mostraron la cabeza de un cristiano que entró al Santiago buscando oro, ¿te da miedo?, y ella sí Fushía. Los huambisas les traían lonjas de chosca y majaz, bagres, yucas, una vez gusanos verdes y ellos vomitaron, de cuando en cuando un venado, una gamitana o un zúngaro. Él conversaba con ellos de la mañana a la noche y ella cuéntame, qué les preguntas, qué te dicen y él cosas, no te preocupes, la primera vez que vinimos con Aquilino los conquistamos con trago y vivimos seis meses con ellos, les traíamos cuchillos, telas, escopetas, anisado y ellos nos daban jebe, pieles y hasta ahora no puedo quejarme, eran mis clientes, son mis amigos, sin ellos ya estaría muerto, y ella sí pero vámonos, Fushía, ¿no está cerca la frontera? Y él mejores que los caucheros, Lalita, empezando por ese perro de Reátegui y si no fíjate cómo se portó conmigo, le hice ganar tanta plata y no quería ayudarme, es la segunda vez que los huambisas me salvan. Y ella pero cuándo pasamos al Ecuador, Fushía, ahorita comienzan las lluvias y ya no podremos. Y él dejó de hablar de la frontera y pasaba las noches sin dormir, sentado en la barbacoa, caminaba, hablaba solo, y ella qué te pasa, Fushía, déjame aconsejarte, para eso soy tu mujer y él silencio que estaba pensando. Y una mañana él se levantó, bajó a saltos el barranco y ella desde arriba no hagas eso, te lo imploro por el Cristo de Bagazán, santo, santo, y él siguió macheteando la lancha hasta desfondarla y hundirla y cuando subió al barranco traía los ojos contentos. ¿Ir al Ecuador sin ropas, sin plata y sin papeles? Una locura, Lalita, las policías se pasan la voz de un país al otro, sólo nos quedaremos un tiempito más, aquí me puedo hacer rico, todo depende de éstos y de que encuentre al Aquilino, es el hombre que nos hace falta, ven y te explico y ella qué has hecho, Fushía, Dios santo. Y él por aquí no vendrá nadie y cuando salgamos se habrán olvidado de mí y además tendremos plata para taparle la boca a cualquiera. Y ella Fushía, Fushía, y él tengo que encontrar al Aquilino y ella por qué la hundiste, no quiero morirme en el monte, y él so cojuda, había que borrar las huellas. Y un día partieron en una canoa, con dos remeros huambisas, en dirección al Santiago. Los escoltaban jejenes, lluvias de zancudos, el canto ronco de los trompeteros y en las noches, a pesar del fuego y de las mantas, los murciélagos planeaban sobre sus cuerpos y mordían en lugares blandos: los dedos del pie, la nariz, la base del cráneo. Y él nada de acercarse al río, por aquí hay soldados. Surcaban caños angostos, oscuros, bajo bóvedas de follaje hirsuto, lodazales pútridos, a veces lagunas erizadas de renacos, y también trochas que abrían los huambisas a machetazos, llevando la canoa al hombro. Comían lo que encontraban, raíces, tallos de jugo ácido, cocimientos de yerbas y un día cazaron una sachavaca, carne para una semana. Y ella no llego Fushía, ya no tengo piernas, me arañé la cara, y él falta poco. Hasta que apareció el Santiago y allí comieron chitaris que capturaban bajo las piedras del río y cocinaban al humo, y un armadillo cazado por los huambisas, y él ¿viste que llegamos, Lalita?, ésta es buena tierra, hay comida y todo está saliendo y ella me arde la cara, Fushía, te juro que ya no puedo. Hicieron campamento un día y después siguieron, Santiago arriba, deteniéndose a dormir y a comer en poblados huambisas de dos, tres familias. Y, una semana más tarde, abandonaron el río y durante horas navegaron por un caño estrecho donde no entraba el sol y tan bajo que sus cabezas tocaban el bosque. Salieron y él Lalita, la isla, mírala, el mejor sitio que existe, entre el monte y los pantanos, y antes de desembarcar hizo que los huambisas dieran vueltas por todo el contorno y ella ¿vamos a vivir aquí? Y él está oculta, en todas las orillas hay bosque alto, esa punta está bien para el embarcadero. Desembarcaron y los huambisas revolvían los ojos, mostraban los puños, gruñían y Lalita qué les pasa, Fushía, de qué están rabiosos y él miedosos de porquería, quieren regresar, se han asustado de las lupunas. Porque en lo alto del barranco y a lo largo de toda la isla, como una compacta y altísima valla, había lupunas de troncos ásperos, hinchados de jorobas y grandes aletas rugosas que les servían de asiento. Y ella no los grites tanto, Fushía, van a enojarse. Estuvieron discutiendo, gruñéndose y gesticulando y por fin los convenció y entraron tras ellos a la maleza que cubría la isla. Y él ¿oyes Lalita?, está llena de pájaros, hay guacamayos, ¿no sientes?, y cuando hallaron un huacanhuí comiéndose una culebrita negra los huambisas chillaron y él perros miedosos y ella estás loco, si todo es bosque, Fushía, cómo vamos a vivir aquí, y él ¿crees que no pienso en todo?, aquí viví con Aquilino y aquí viviré de nuevo y aquí me haré rico, verás cómo cumplo. Regresaron al barranco, ella bajó a la canoa y él y los huambisas se internaron nuevamente y de repente por encima de las lupunas su bió una columna de humo plomizo y comenzó a oler a quemado. Él y los huambisas volvieron corriendo, saltaron a la canoa, cruzaron la cocha y acamparon en la otra orilla, junto a la boca del caño. Y él cuando termine la quema habrá un claro grande, Lalita, que no llueva, y ella que no haya viento Fushía, que no se venga el fuego hasta aquí y se prenda el bosque. No llovió y el fuego duró casi dos días y ellos permanecieron en el mismo sitio, recibiendo el humo espeso, hediondo, de las lupunas y catahuas, las cenizas que iban y venían por el aire, mirando las llamas azules, filudas, las chispas que se estrellaban chasqueando en la cocha, oyendo cómo crujía la isla. Y él ya está, se quemaron los diablos, y ella no los provoques, son sus creencias, y él no me entienden y además se están riendo, los curé para siempre del miedo a las lupunas. El fuego iba limpiando la isla y despoblándola: de entre la humareda salían bandadas de pájaros y en las orillas aparecían maquisapas, frailecillos, shimbillos, pelejos que chillando saltaban a los troncos y ramas flotantes; los huambisas entraban al agua, los cogían a montones, les abrían la cabeza a machetazos y él qué banquete se están dando, Lalita, ya se les pasó la furia y ella yo también quiero comer, aunque sea carne de mono, tengo hambre. Y cuando volvieron a la isla había varios claros, pero el barranco seguía intacto y en muchos lugares sobrevivían reductos de bosque cerrado. Comenzaron el desmonte, todo el día lanzaban a la cocha troncos muertos, aves carbonizadas, culebras, y él dime que estás contenta y ella estoy, Fushía, y él ¿crees en mí? Y ella sí. Y luego quedó un sector de tierra plana y los huambisas cortaron árboles y unieron las rajas de madera con bejucos y él fíjate, Lalita, es como una casa y ella no tanto pero mejor que dormir en el monte. Y a la mañana siguiente, cuando despertaron, un páucar hacía su nido delante de la cabaña, sus plumas negras y amarillas relucían entre la hojarasca y él buena suerte, Lalita, ese pájaro es sociable, si vino es porque sabe que aquí nos quedamos.