– Chunga, Chunguita, la venganza es dulce. ¿Lo oyes? Está que grita y no se atreve a entrar. Lo dejamos medio cadáver.

– A mí no me importan los asuntos de nadie -dijo la Chunga-. Pero ustedes son mi mala suerte. Por tu culpa me multaron la vez pasada. Menos mal que ahora el lío no fue en mi casa. ¿Qué te sirvo? Aquí, el que no consume se larga.

– Qué grosera para contestar, Chunguita -dijo Lituma-. Pero estoy contento, sirve lo que quieras. Para ti también, yo te invito.

Y ahora el gordo quería llevar a la Selvática a la pista de baile y ella se resistía, mostraba los dientes.

– Qué le pasa a ésta, Chunga -dijo el gordo, resoplando.

– Qué te pasa a ti -dijo la Chunga-. Te están invitando a bailar, no seas malcriada, ¿por qué no le aceptas al señor?

Pero la Selvática seguía forcejeando:

– Lituma, dile que me suelte.

– No la suelte, compañero -dijo Lituma-. Y usted haga su trabajo, puta.

TRES

El teniente deja de hacer adiós cuando la embarcación es sólo una lucecita blanca sobre el río. Los guardias se echan las maletas al hombro, suben el embarcadero, en la plaza de Santa María de Nieva se detienen y el sargento señala las colinas: entre las dunas boscosas reverberan unos muros blancos, unas calaminas, ésa era la misión, mi teniente, la cuestecilla pedregosa estaba vacía, a eso le decían la residencia, ahí vivían las monjitas, mi teniente, y a la izquierda la capilla. Siluetas indígenas circulan por el pueblo, los techos de las cabañas son de fibras y parecen capuchones. Unas mujeres de cuerpos fangosos y ojos indolentes muelen algo al pie de dos troncos pelados. Siguen avanzando y el oficial se vuelve hacia el sargento: casi no había podido hablar con el teniente Cipriano, ¿por qué no se quedó siquiera hasta ponerlo al corriente? Pero es que si no aprovechaba la lancha hubiera tenido que esperar un mes, mi teniente, y estaba loco por irse, el teniente Cipriano. Que no se preocupara, el sargento lo pondría al tanto en un dos por tres y el Rubio deposita en el suelo un maletín y muestra la cabaña: ahí la tenía, mi teniente, la comisaría más pobre del Perú, y el Pesado ésa del frente sería su casa, mi teniente, y el Chiquito más tarde le conseguirían un par de sirvientas aguarunas, y el Oscuro las sirvientas era lo único que andaba botado en este pueblo perdido. Al pasar, el teniente toca el escudo que cuelga de una viga y brota un sonido metálico. La escalerilla de la cabaña no tiene baranda, las tablas del suelo y del tabique son bastas, desiguales, y en la primera habitación hay sillas de paja, un escritorio, un banderín descolorido. Una puerta está abierta al fondo: cuatro hamacas, unos fusiles, una hornilla, un basurero, vaya miseria. ¿Se tomaría una cervecita el teniente? Estarían frías, las habían metido en un balde de agua desde la mañana. El oficial asiente y el Chiquito y el Oscuro salen de la cabaña -¿se llamaba Fabio Cuesta el gobernador?; sí, un viejito simpático, pero que fuera a saludarlo más tarde, mi teniente, a estas horas dormía la siesta- y vuelven con vasos y botellas. Beben, el sargento brinda por el teniente, los guardias preguntan por Lima, el oficial quiere saber cómo es la gente en Santa María de Nieva, quién es quién, ¿buenas personas las monjitas de la misión?, y si los chunchos dan dolores de cabeza. Bueno, seguirían conversando a la noche, el teniente quería descansar un rato. Ellos le habían encargado a Paredes una comidita especial, mi teniente, para festejar su llegada y el Rubio era el dueño de la cantina, mi teniente, donde él comían todos, y el Oscuro también carpintero y el Pesado para colmo medio brujo, ya se lo presentarían, buena gente ese Paredes. Los guardias llevan las maletas a la cabaña del frente, el oficial los sigue bostezando, entra y se tumba en el camastro que ocupa el centro de la habitación. Con voz soñolienta despide al sargento. Sin levantarse, se saca el quepí, los zapatos. Huele a polvo y a tabaco negro. No hay muchos muebles: una cómoda, dos banquitos, una mesa, un mechero que pende del techo. Las ventanas tienen rejillas metálicas: las mujeres siguen moliendo en la plaza. El teniente se pone de pie, la otra habitación está vacía y tiene una pequeña puerta. La abre: la tierra está dos metros más abajo, oculta por yerbales y a unos pasos de la cabaña ya hay bosque cerrado. Se desabotona el pantalón, orina y cuando regresa al primer cuarto, el sargento está allí de nuevo: otra vez ese fregado, mi teniente, un aguaruna que se llama Jum. Y el intérprete: diablo diciendo, aguaruna, soldado mintiendo, y silabariolima y limagobierno. Señor. Arévalo Benzas mira hacia arriba protegiéndose los ojos con las manos, no era ningún cojudo, don Julio, el pagano quería hacerles creer que estaba loco, pero Julio Reátegui niega con la cabeza: no era eso, Arévalo, todo el tiempo repetía la misma cantaleta y él se la sabía ya de memoria. Algo se le había metido en la cabeza con eso de los silabarios, pero quién diablos le entendía. El sol rojizo y ardiente abraza Santa María de Nieva y los soldados, indígenas y patrones aglomerados alrededor de las capironas pestañean, sudan y murmuran. Manuel Águila se hace aire con un abanico de paja: ¿estaba muy cansado, don Julio? ¿Les habían dado mucho trabajo en Urakusa? Un poco, ya les contaría con calma, ahora Reátegui tenía que subir a la misión un momento, ya volvía, y ellos asienten: lo esperarían en la Gobernación, el capitán Quiroga y Escabino ya estaban allá. Y el intérprete: yendo y viniendo, práctico escapando, urakusapatria, carajo, banderagobierno. Manuel Águila utiliza el abanico como un escudo contra el sol, pero aun así lagrimea: que no se cansara, era por gusto, el que las hacía las pagaba, intérprete, traduciéndole eso. El teniente se abotona el pantalón calmadamente, y el sargento pasea por la habitación, las manos en los bolsillos: qué iba a ser la primera vez que venía, mi teniente. Un montón de veces ya, hasta que una vez el teniente Cipriano se calentó, le pegó un susto y así el pagano dejó de venir. Pero qué sabido, seguro supo que el teniente Cipriano se iba de Santa María de Nieva, y vino corriendo a ver si con el nuevo teniente le ligaba. El oficial termina de anudarse los zapatos, se pone de pie. ¿Al menos era tratable? El sargento hace un gesto vago: no se ponía maldito pero, eso sí, la terquedad andante, una mula, nadie le sacaba lo que tenía en la tutuma. ¿Cuándo había sido ese lío? Cuando era gobernador el señor Julio Reátegui, antes de que hubiera una comisaría en Nieva, y el teniente cierra la puerta de la cabaña con furia, era el colmo, ni dos horas que había llegado y ya tenía trabajo, el chuncho podía haberse aguantado hasta mañana ¿no? Y el intérprete: ¡cabodelgado diablo! ¡Diablo capitanartemio! Mi cabo. Pero el cabo Roberto Delgado no se enoja, se ríe igual que los soldados y algunos indígenas también ríen: que se las siguiera dando de maldito nomás, insultándonos a él y al capitán, que siguiera, ya vería quién reía el último. Y el intérprete: hambreando, mi cabo, mareado, carajo, barriga bailando, mi cabo, sed diciendo, ¿le daban agua? No, primero se la chupaba al cabo, y alza la voz: si alguien le alcanzaba agua o comida se las entendía con él, que les tradujera eso a todos los paganos de Santa María de Nieva, porque podían hacerse los tontos y los risueños, pero en el fondo estarían rabiando. Y el intérprete: la putesumadre, mi cabo, escabinodiablo, insultando. Ahora los soldados sólo sonríen, miran al cabo a hurtadillas y él muy bien, que le mentara la madre otra vez, que ya vería cuando lo bajaran. Un hombre flaco y bronceado les sale al encuentro, se quita el sombrero de paja y el sargento hace las presentaciones: Adrián Nieves, mi teniente. Sabía aguaruna y a veces les servía de intérprete, era el mejor práctico de la región y desde hacía dos meses trabajaba para la comisaría. El teniente y Nieves se dan la mano y el Oscuro, el Chiquito, el Pesado y el Rubio se apartan del escritorio, ahí estaba, mi teniente, ése era el pagano -así les decían acá a los chunchos- y el oficial sonríe: él creía que éstos se dejaban crecer la peluca hasta los pies, no se esperaba ver a un calvito. Una menuda pelusa cubre la cabeza de Jum y una cicatriz recta y rosácea secciona su frente minúscula. Es de mediana estatura, grueso, viste una itípak raída que cae desde su cintura hasta sus rodillas. En su pecho lampiño un triángulo morado ensarta tres discos simétricos, tres rayas paralelas cruzan sus pómulos. También tiene tatuajes a ambos lados de la boca: dos aspas negras, pequeñitas. Su expresión es tranquila pero en sus ojos amarillos hay vibraciones indóciles, medio fanáticas. Desde esa vez que lo pelaron, se seguía pelando solito, mi teniente, y era rarísimo porque nada les dolía más a éstos que les tocaran la peluca. El práctico Nieves se lo podía explicar, mi teniente: era una cosa de orgullo, justamente de eso habían estado hablando mientras esperaban que viniera. Y el sargento a ver si con don Adrián se entendían mejor que con el pagano, porque la vez pasada hizo de intérprete el brujo Paredes y nadie comprendía nada, y el Pesado es que el cantinero se hacía el que sabía aguaruna, no era cierto, lo chapurreaba apenitas. Nieves y Jum rugen y accionan, teniente, que no podía regresar a Urakusa hasta que le devolvieran todo lo que le quitaron, pero le venían ganas de volver y por eso se cortaba la peluca, para no poder volver ni queriendo, y el Rubio ¿no era una cosa de loco? Sí, y ahora que explicara de una vez qué quería que le devolvieran. El práctico Nieves se acerca al aguaruna, le gruñe señalando al oficial, gesticula y Jum, que escucha inmóvil, de pronto asiente y escupe: ¡alto ahí!, esto no era un chiquero, que no escupiera. Adrián Nieves se vuelve a colocar el sombrero, era para que el teniente viera que decía la verdad, y el sargento una costumbre de los chunchos, el que no escupía al hablar mentía y el oficial no faltaba más, iba a bañarlos en saliva entonces. Que le creían, Nieves, que no escupiera. Jum cruza los brazos y los aros de su pecho se deforman, el triángulo se arruga. Comienza a hablar reciamente, casi sin pausas, y sigue escupiendo a su alrededor. No aparta los ojos del teniente que taconea y observa disgustado la trayectoria de cada gargajo. Jum agita las manos, su voz es muy enérgica. Y el intérprete: robando carajo, urakusajebe, muchacha, soldadomireátegui, mi cabo. ¡Cabeza caliente! Para protegerse los ojos del sol, el cabo Roberto Delgado se ha sacado la cristina y la sostiene estirada junto a su frente: que siguiera haciéndose el disforzado nomás, que chillara, que se estaba hinchando de risa. Y que le preguntara dónde aprendió tantas lisuras. Y el intérprete: contratoescontrato, listo, patrón Escabino, entiende, listo, bajando, mi cabo. Los soldados están desnudándose y algunos corren ya hacia el río, pero el cabo Delgado sigue al pie de las capironas: ¿bajando? Ni de a vainas, ahí se quedaba y que agradeciera que el capitán Artemio Quiroga era buena gente, que si por él fuera se iba a acordar toda su vida. ¿Por qué no le mentaba la madre de nuevo, a ver? Que se atreviera, que se hiciera el macho delante de sus paisanos que lo estaban mirando y el intérprete: bueno, la putesumadre. Mi cabo. Que otra vez, que se la mentara de nuevo, que para eso se había quedado el cabo aquí y el teniente cruza las piernas y echa la cabeza atrás: historia absurda, sin pies ni cabeza, ¿de qué silabarios hablaba este bendito? Unos libros con figuras, mi teniente, para enseñar el patriotismo a los salvajes; en la Gobernación quedaban algunos todavía, muy apolillados, se los podía enseñar don Fabio. El teniente mira indeciso a los guardias y, mientras tanto, el aguaruna y Adrián Nieves siguen gruñéndose a media voz. El oficial se dirige al sargento, ¿era cierto lo de la muchacha? Y Jum ¡muchacha!, violentísimo, ¡carajo!, y el Pesado chist, que estaba hablando el teniente, y el sargento pst, quién sabía, aquí se robaban muchachas todos los días, podía ser cierto, ¿no decían que esos bandidos del Santiago se habían hecho su harén? Pero el pagano lo mezclaba todo, y uno no sabía qué tenían que ver los silabarios con el jebe que reclamaba y con lo de esa muchacha, mi compadre tenía un enredo de los mil diablos en la tutuma. Y el Chiquito si habían sido los soldados ellos no tenían nada que ver, ¿por qué no iba a quejarse a la guarnición de Borja?, rugen y accionan y el práctico Nieves: ya había ido dos veces y nadie le había hecho caso, teniente. Y el Rubio, había que ser rencoroso para seguir con ese asunto después de tanto tiempo, mi teniente, ya podía haberse olvidado. Rugen y accionan y Nieves: que en su pueblo le echan la culpa y no quería regresar a Urakusa sin el jebe, los cueros, los silabarios y la muchacha, para que vieran que Jum tenía razón. Jum habla de nuevo, despacio ahora, sin alzar las manos. Las dos aspas minúsculas se mueven con sus labios, como dos hélices que no pueden arrancar del todo comienzan a girar y retroceden y otra vez y retroceden. ¿De qué hablaba ahora, don Adrián? Y el práctico: se estaba acordando, y además insultando a esos que lo colgaron y el teniente deja de taconear: ¿lo habían colgado? El Chiquito señala vagamente la plaza de Santa María de Nieva: de esas capironas, mi teniente. Paredes se lo podía contar, él estaba, parecía un paiche dice, así colgaban a los paiches para que se secaran. Jum lanza un chorro de gruñidos, esta vez no escupe pero hace ademanes frenéticos: porque les decía las verdades lo colgaron de las capironas, teniente, y el sargento dale que dale con la misma historia, y el oficial ¿las verdades? Y el intérprete: ¡piruanos!, ¡piruanos, carajo! Mi cabo. Pero el cabo Delgado ya sabía, no necesitaba que le tradujeran eso, no hablaría pagano pero sí tenía oídos, ¿lo creía un pobre cojudo? Ah, Señor, el teniente golpea el escritorio, ah, qué vaina, no acabarían nunca a este paso, ¿piruanos quería decir peruanos, no?, ¿ésas eran las verdades? Y el intérprete: pior que sangrando, pior que muriendo, mi cabo. Y boninopérez y teofilocañas, no entiende. Mi cabo. Pero el cabo Delgado sí entendía: así se llamaban esos subversivos. Que era por gusto que los llamara que estaban muy lejos, y que si vinieran también a ellos los colgaban. El Oscuro está sentado en una orilla del escritorio, los otros guardias siguen de pie, mi teniente, había sido un escarmiento, decían. Y que todos los patrones y los soldados estaban furiosos, que querían cargárselos pero que los atajó el gobernador de entonces, el señor Julio Reátegui. ¿Y quiénes eran esos tipos? ¿No habían vuelto por aquí? Unos agitadores, parecía, que se hicieron pasar por maestros, mi teniente, y en Urakusa les habían hecho caso, los paganos se pusieron bravos y estafaron al patrón que les compraba el jebe, y el Pesado un tal Escabino, y Jum ¡Escabino! Ruge ¡carajo! Y el oficial chitón, Nieves, que lo callara. ¿Dónde estaba ese sujeto? ¿Se podía hablar con él? Bastante difícil, mi teniente, Escabino ya se había muerto, pero don Fabio lo conoció y lo mejor es que hablara con él: le contaría los detalles y además el gobernador era amigo de don Julio Reátegui. ¿Tampoco Nieves estaba aquí cuando esos incidentes? Tampoco, teniente, él sólo llevaba un par de meses en Santa María de Nieva, vivía lejos antes, por el Ucayali y el Oscuro: no sólo estafaron a su patrón, había también el asunto del cabo ese de Borja, se juntaron las dos cosas. Y el intérprete: ¡cabodelgado diablo! ¡Carajo! El cabo Delgado suelta todos los dedos de sus manos y los muestra: diez mentadas de madre, las tenía contaditas. Que podía seguir dándose gusto si quería, aquí se quedaba él para que siguiera mentándosela. Sí, un cabo que iba a Bagua con licencia, y con él iban un práctico y un sirviente y en Urakusa los aguarunas los asaltaron, apalearon al cabo y al sirviente, el práctico desapareció y unos decían que lo mataron y otros que desertó, mi teniente, aprovechando la ocasión. Y por eso se había organizado una expedición, soldados de Borja y el gobernador de aquí, y por eso se lo habían traído a éste y lo habían escarmentado en las capironas. ¿No había sido así, más o menos, don Adrián? El práctico asiente, sargento, era lo que había oído, pero como él no estaba acá quién sabía. Ajá, ajá, el teniente mira a Jum y Jum mira a Nieves, entonces no era tan santito como parecía. El práctico gruñe y el urakusa replica, áspero y gesticulante, escupiendo y pataleando: lo que él contaba era muy distinto, teniente, y el teniente lógico ¿cuál era la versión de mi compadre? Que el cabo se estaba robando cosas y que lo obligaron a devolverlas, el práctico se escapó nadando y que el patrón era tramposo con el jebe y que por eso no habían querido venderle. Pero el teniente no parece escuchar y sus ojos examinan al aguaruna de pies a cabeza, con curiosidad y cierto asombro: ¿cuánto tiempo lo habían tenido colgado, sargento? Un día lo tuvieron, y después le habían dado unos azotes, decía el brujo Paredes, y el Oscuro ese mismo cabo de Borja se los había dado, y el Rubio en venganza de los que le darían a él los paganos de Urakusa, mi teniente. Jum da un paso, se coloca ante el oficial, escupe. La expresión de su rostro es casi risueña ahora y sus ojos amarillos revolotean maliciosamente, una mueca juguetona rasga sus labios. Se toca la cicatriz de la frente y lento, ceremonioso como un ilusionista, gira sobre los talones, exhibe su espalda: desde los hombros bajan hasta su cintura unos surcos pintados de achiote, rectilíneos, paralelos y brillantes. Ésa era otra de sus locuras, mi teniente, siempre que venía se pintarrajeaba así, y el Chiquito cosa de él, porque los aguarunas no acostumbran pintarse la espalda, y el Rubio los boras sí, mi teniente, la espalda, la barriga, los pies, el poto, todito el cuerpo se pintaban, y el práctico Nieves para no olvidarse de los azotes que le dieron, ésa era la explicación que daba, y Arévalo Benzas se seca los ojos: se le habían asado los sesos ahí arriba, ¿qué gritaba? Piruanos, Arévalo, Julio Reátegui está apoyado de espaldas en la capirona, todo el viaje se la había pasado gritando piruanos. Y el cabo Roberto Delgado asiente, señor, no paraba de insultar a todo el mundo, al capitán, al gobernador, a él mismo, no se le bajaban los humos por nada. Julio Reátegui lanza una mirada rápida hacia arriba, ya se le bajarían, y cuando inclina la cabeza tiene los ojos mojados, un poco de paciencia, cabo, qué sol había, lo cegaba a uno. Y el intérprete: su pelo diciendo, silabario, muchacha. Señor. Cojudeando dice, y Manuel Águila: parecía borracho, así deliraban cuando estaban masateados, pero mejor iban de una vez que los estaban esperando, ¿quería que él lo acompañara donde las madres? No, a la madres no les tocaba meterse, mi teniente, ¿no veía que eran extranjeras? Pero el brujo Paredes decía que la madre Angélica -la más viejita de la misión, mi teniente, ahora que se había muerto la madre Asunción- había venido de noche a la plaza a pedir que lo bajaran, y que incluso se peleó con los soldados. Se compadecería la viejita, era la más renegona de todas, pura arruga ya, y el Oscuro: por último le quemaron las axilas con huevos calientes, el cabo ese, lo harían saltar hasta el cielo y Jum ¡carajo! ¡Piruanos! El teniente taconea de nuevo, no era la manera, caramba, y con los nudillos golpea el escritorio, se habían cometido excesos, sólo que qué iban a hacer ellos ahora, todo eso ya había pasado. ¿Qué decía ahora? Que le devolvieran nomás eso que le quitaron, teniente, y que se iría a Urakusa, y el sargento ¿no le había dicho que era terco? Ese jebe ya sería suela de zapatos, y las pieles ya serían carteras, maletas, y quién sabe dónde andaba la muchacha: se lo habían explicado cien veces, mi teniente. El oficial reflexiona, el mentón sobre el puño: siempre podía dirigirse a Lima, reclamar al Ministerio, a lo mejor la Dirección de Asuntos Indígenas lo indemnizaba, a ver, que Nieves le sugiriera eso. Se gruñen y, de pronto, Jum asiente muchas veces, ¡limagobierno!, los guardias sonríen, sólo el práctico y el teniente permanecen serios: ¡silabariolima! El sargento descruza los brazos: ¿no veía que era un salvaje, mi teniente? Cómo le iban a meter en la cabeza semejantes cosas, qué querría decir para él Lima, o Ministerio, y, sin embargo, Adrián Nieves y Jum se gruñen con vivacidad, cambian escupitajos y ademanes, el aguaruna calla a ratos y cierra los ojos, como meditando, luego, cautelosamente, pronuncia unas frases, señalando al oficial: ¿que lo acompañara? Hombre, vaya si le gustaría darse un paseíto a Lima, que no era posible y ahora Jum señala al sargento. No, no, ni el teniente, ni el sargento, ni los guardias, Nieves, no podían hacer nada, que buscara al Reátegui ese, volviera a Borja o lo que fuera, la comisaría no iba a estar desenterrando a los muertos ¿no?, resolviendo los líos de antaño ¿no? Él se moría de cansancio, no había dormido, sargento, que acabaran de una vez. Además, si los que lo habían fajado eran soldados de la guarnición, y autoridades de aquí, ¿quién le iba a dar la razón? Adrián Nieves interroga con los ojos al sargento, ¿qué le decía, por fin?, y al teniente: ¿todo eso? El oficial bosteza, entreabre perezosamente una boca desalentada y el sargento se inclina hacia él: lo mejor decirle que bueno, mi teniente. Le iban a devolver el jebe, las pieles, los silabarios, la muchacha, todo lo que quisiera y el Pesado qué le pasaba, mi sargento, quién le iba a devolver si Escabino ya era difunto, y el Chiquito ¿no sería de sus sueldos, no? Y el sargento para más seguridad le darían un papelito firmado. Ya lo habían hecho alguna vez con el teniente Cipriano, mi teniente, daba resultados. Le pondrían una estampilla de a medio en el papel y listo: ahora anda a buscar con eso al señor Reátegui y al Escabinodiablo para que te devuelvan todo. Y el Oscuro ¿una cojudeada en regla, mi sargento? Pero al teniente no lo convencían esas cosas, él no podía firmar ningún papel sobre este asunto tan viejo, y, además, pero el sargento papel periódico nomás, una firmita de a mentiras y así se iría tranquilo. Éstos eran tercos pero creían lo que se les decía, se pasaría meses y años buscando al Escabino y al señor Reátegui. Bueno, y que ahora le dieran algo de comer y se fuera sin que nadie más le pusiera un dedo encima, capitán, por favor que se lo repitiera él mismo. Y el capitán con mucho gusto, don Julio, llama al cabo: ¿entendido? Se había acabado el escarmiento, ni un dedo encima, y Julio Reátegui: lo importante era que volviera a Urakusa. Nunca más pegando a soldados, nunca engañando patrón, que si los urakusas se portan bien los cristianos se portan bien, que si los urakusas se portan mal los cristianos mal: que le tradujera eso, y el sargento lanza una carcajada que alegra todo su rostro redondo: ¿qué le había dicho, mi teniente? Sí, se habían librado de él, pero al oficial no le gustaba, no estaba acostumbrado a estos procedimientos, y el Pesado: la montaña no era Lima, mi teniente, aquí había que lidiar con chunchos. El teniente se pone de pie, sargento, la cabeza le daba vueltas con este lío, que no lo despertaran aunque se cayera el mundo. ¿No quería otra cervecita antes de irse a dormir?, no, ¿que le llevaran una tinaja con agua?, más tarde. El teniente hace un saludo con la mano a los guardias y sale. La plaza de Santa María de Nieva está llena de indígenas, las mujeres que muelen sentadas en el suelo forman una gran ronda, algunas llevan criaturas prendidas a las mamas. El teniente se para en medio de la trocha y, atajando el sol con la mano, contempla un momento las capironas: robustas, altas, masculinas. Un perro flaco pasa junto a él y el oficial lo sigue con la vista y entonces ve al práctico Adrián Nieves. Viene hacia él y le muestra en su mano los pedacitos blanquinegros de papel periódico, teniente: no era tan cojudo como se creía el sargento, había hecho trizas el papel y lo había tirado en la plaza, él acababa de encontrarlo.