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El señor Walpole la llevaba directa al baile. Solo tuvo tiempo de vislumbrar la dorada figura del Seigneur con su traje de terciopelo color bronce y su encaje de blonda antes de darse la vuelta y sumarse a una animada gavota. Entre paso y paso lo vio en algún momento; no se había movido del umbral y estaba allí con la mano apoyada en la empuñadura de la espada de gala, recostado con indiferencia en el marco de la puerta.

Algo extraño despertó en el interior de Leigh, algo ligero y vertiginoso. Se descubrió a sí misma sonriendo. Descubrió el placer que había en la danza, en la fiesta, en el atildado señor Walpole y en el colorido de las telas que adornaban las paredes.

Él estaba allí. No se había marchado. Cuando terminó el baile, Leigh siguió al señor Walpole fuera de la pista, lejos del Seigneur. No tuvo otro remedio; no sería capaz de aproximarse a él ni aunque hubiese sido aceptable. Qué extraño era haber llegado a ese punto, a verse separada por la etiqueta y la emoción de un hombre con el que había compartido lecho. Que había palpado su piel desnuda, que la había besado y acariciado, y que le había susurrado que la amaba. Que había compartido con ella vida y muerte, el sabor del humo y el de la sangre. Deseaba preguntarle dónde estaba Nemo, cómo estaba Mistral; si el caballo había aprendido nuevas piruetas. Deseaba decirle que Siroco y el rucio estaban perfectamente y muy bien cuidados en las caballerizas particulares de la señora Patton, y que hacían ejercicio diariamente con un muchacho que ella misma había elegido. Deseaba hablar con él de todas aquellas cosas, asuntos que en el jardín no se le habían ocurrido, cuestiones que parecían haber surgido como burbujas a través del hielo que envolvía su alma resquebrajada por el recuerdo de aquella rosa torturada.

Clara salía en ese momento del comedor en compañía de un grupo de amistades. El señor Walpole de inmediato le expresó su deseo de ser su pareja de baile, y esta vez la encontró completamente dispuesta. Rodeada de retazos de conversación y galanterías, Leigh permaneció en silencio mientras veía cómo su prima se alejaba galería adelante del brazo del señor Walpole. La música comenzó. Los abanicos aletearon y las joyas brillaron a su alrededor mientras las damas asentían y los caballeros sonreían. Alguien le rozó el codo desde atrás.

– Milady -dijo el Seigneur-. Mi baile.

No hubo en su invitación rastro de elegancia, ni de aquella galantería que ella lo sabía capaz de derrochar. Tenía una postura indolente, con la mano apoyada en el respaldo de una silla tapizada en damasco de color verde guisante. Pero tenía la mandíbula en tensión y la miró con intensidad, sin titubeos.

Leigh inclinó la cabeza y le dedicó una leve reverencia de asentimiento. La misma sonrisa tímida, imposible de controlar, se dibujaba en la comisura de sus labios. Él se irguió. Al soltarse de la silla, hizo un movimiento extraño y se tambaleó un instante, y cuando Leigh lo tomó del brazo, sintió un ligero olor a licor.

Se unieron al grupo de bailarines. Cuando ocuparon sus posiciones, él estuvo a punto de perder el equilibrio y se ayudó del brazo de Leigh para ponerse derecho. Leigh lo miró con las pestañas entornadas. Quizá había bebido demasiado para aventurarse en una vigorosa danza folclórica como aquella.

Pero los bailarines ya estaban alineados y se saludaban con inclinaciones y reverencias. El Seigneur se limitó a hacer una leve inclinación. La miraba a la cara fijamente, con el ceño fruncido; sus cejas le conferían un aire de malvada intensidad. Un hilillo de sudor se deslizaba por su sien empolvada. Leigh sintió una oleada de amor y cercanía; le resultaba tan familiar, era una parte tan importante de su pasado y de su presente que los meses de oscuro dolor y de desesperación parecieron ir perdiendo intensidad hasta desvanecerse en la distancia.

Al ritmo de la música, las parejas unieron las manos y se aproximaron entre sí. S.T. se movió al tiempo que el resto, avanzó un paso y apretó de súbito la mano sobre la de ella. Durante un instante, ella soportó todo el peso del movimiento de él sobre su brazo levantado, después él se apartó de golpe. Al ir hacia atrás se tambaleó un poco, y no apartó los ojos del rostro de Leigh. La pareja que encabezaba el grupo bajó hacia el centro y se situó entre ellos, las filas se abrieron y le agarró las manos con fuerza al iniciarse el círculo.

Leigh lo mantenía recto con su fuerza; trazaron la circunferencia juntos, pero cuando las parejas se separaron y empezaron a girar en dos círculos enfrentados y tuvieron que coger la mano del que aparecía ante ellos e ir cambiando, S.T. perdió el control. Hizo que la primera dama que le tocó perdiese el equilibrio al balancearse demasiado y chocó contra su acompañante, al que dio un buen golpe en el hombro.

El grupo del que formaban parte se deshizo presa de la confusión. El Seigneur se quedó quieto con las piernas separadas; en su rostro había un gesto de auténtica desesperación mientras a sus espaldas el resto del baile seguía adelante.

Leigh vio la angustia en su rostro, y de repente lo entendió.

Se soltó de quienquiera que fuese que le cogía la mano y se dirigió a él con paso rápido mientras dirigía una sonrisa contrita a las otras parejas de su grupo.

– Se ha perdido sin remedio -dijo sacudiendo la cabeza.

S.T. tenía la vista clavada en ella y respiraba entrecortadamente. Cuando lo asió del brazo, se resistió a girar y Leigh vio el pánico en sus ojos.

– Señor Maitland -dijo con voz tranquilizadora-, vamos a tomar un poco de aire fresco y a dejar que sigan con el baile.

Los dedos de él se asieron a la parte superior de su brazo como a una tabla de salvación.

– Despacio -susurró por debajo de la música-. Por lo que más quieras, no dejes que me caiga, aquí no.

– No, no te preocupes. Solo piensan que estás borracho como una cuba.

Tras ellos, el grupo se rehízo tras algunas bromas y la rápida incorporación de una nueva pareja. La gente que se agrupaba en torno a la pista de baile les abrió paso amablemente. La presión de la mano del Seigneur se aflojó un poco; pareció recobrar algo de estabilidad cuando se dirigieron en línea recta hacia la puerta que comunicaba con el gran vestíbulo de entrada.

En la súbita penumbra se encontraron casi solos. Solo unas pocas parejas atravesaban la estancia en dirección a la sala donde se ofrecía la cena. Las pilastras de pálido estuco, las urnas romanas y las estatuas resplandecían suavemente sobre un fondo gris ceniza, lo que contrastaba con el color que marcaba la decoración de los demás aposentos. Leigh se detuvo allí, pero el Seigneur siguió adelante.

– Fuera -la urgió-. Quiero ir ahí fuera.

Un lacayo les abrió la puerta principal. El aire nocturno la envolvió. El patio porticado no estaba iluminado, lo rodeaban el vestíbulo en penumbra y dos alas del edificio con las cortinas cerradas tras las ventanas. En el lado más distante se alzaban entre las sombras las columnas griegas del pórtico exterior. S.T. continuó adelante.

Alcanzaron la primera hilera de columnas, pero él no se detuvo; llegaron a la segunda fila y allí se paró. Leigh notó que daba unos pasos convulsos para enderezarse. Justo enfrente tenían la gran escalinata que subía desde la explanada de entrada al patio porticado. Leigh apenas era capaz de distinguir la pálida silueta del mármol, pero sabía que estaba allí. La había visto a la luz del día. Si la invitación hubiese sido a una mansión de Londres, no habrían llegado hasta las once, pero todo el mundo había llegado a la campiña de Middlesex, en las proximidades de Hounslow Heath, bastante antes de que oscureciera. Más tarde habría todo un convoy de carruajes de regreso a Londres, al que acompañaría una escolta armada que el generoso anfitrión les proporcionaba. Nadie volvía a casa temprano ni por su cuenta.