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S.T. dudó unos instantes. Aquellos ojos azules se mantenían imperturbables, sin cambio alguno de expresión, tan solo un poco más relajados al igual que el tono de voz, que se había vuelto ligeramente más suave. Miró al joven y de pronto vio a alguien de mil años de edad contemplándolo desde ese rostro imberbe.

Eso lo asustó. Parecía que hubiera un diablo dentro del chico que supiera perfectamente quién era él; no obstante, había decidido seguir el juego que S.T. había iniciado.

Aun así, este continuó con la pantomima. La única alternativa posible era abalanzarse sobre el pobre cachorrillo y clavarle un estilete en la garganta. S.T. necesitaba averiguar cómo lo había encontrado y por qué.

Tras darse una palmada en la frente, dijo con aire de haber caído en la cuenta:

– Sí, cejas, je comprends. Vos ver mi ceja y pensar que yo ser él, el Seigneur. ¿Sí?

– Sí -contestó el joven con una leve sonrisa-, pero estaba equivocado. Lo siento.

Aquella sonrisa borró todo rastro de subterfugio. Era una sonrisa dulce, nostálgica y femenina; S.T. tuvo que sentarse para intentar disimular la intensa y repentina impresión que sintió.

Por el amor de… ¡era una chica!

Estaba totalmente seguro. Esa voz ronca y baja que no modulaba en los tonos habituales sino que siempre permanecía obstinadamente áspera; esa piel, esos labios, esa complexión grácil… Era una mujer, ¡la muy taimada! Su rostro, limpio, deslumbrante y espléndido, la ayudaba a mantener la impostura gracias a su recta mandíbula y serio ceño, a lo que se añadía su estatura y pose, que le permitían pasar por un joven de dieciséis años. S.T. apostaría una guinea de oro a que se había cortado las pestañas para hacerlas menos afiladas; por ese motivo tenían ese aspecto tan oscuro y grueso.

Y apostaría cien para saber qué hacía allí. No sintió la amenaza de estar a punto de ser capturado. No se veía víctima de una encarnizada persecución que lo arrastraría de vuelta a Inglaterra a cambio de la recompensa que había puesto el rey por su cabeza. Tan solo se trataba de otra dama en apuros que, como tantas otras, buscaba ayuda y había hecho un largo viaje con el único fin de molestarlo. Pero era muy hermosa, mucho.

– Sentar -dijo S. T. de repente señalando la tosca mesa-, sentar, sentar, mon petit monsieur. Yo ayudar. Yo pensar. ¡Marc! -exclamó para llamar al tabernero por encima del bullicio de la hora del almuerzo-. Vin… hé! Vin pour deux. -Dejó el manojo de pinceles sobre la mesa y se sentó en el taburete-. ¿Cómo llamar, monsieur?

– Leigh Strachan -contestó ella con una inclinación de cabeza-. A vuestro servicio.

– Sra-hon. Srah-hen -pronunció S.T. con una sonrisa-. Difficile. Leigh, ¿eh? -Se golpeó el pecho-. Yo Este. -No valía la pena intentar ocultarlo, ya que todo el mundo lo conocía por ese nombre en el pueblo, y pensaban que era muy italiano por su parte llamarse como un punto cardinal del mapa-. Sentar, sentar. Très bien. ¿No comer? Queso.

Se incorporó y se sirvió un trozo de la longaniza que, junto con el queso, colgaba de una viga sobre la mesa. Tras cortar una generosa porción de ambos, empujó el plato hacia ella junto con una vasija que contenía mostaza. Marc les llevó pan caliente y lanzó a S.T. una mirada muy expresiva mientras dejaba con un golpe otra botella de vino sobre la mesa. Con una mueca de derrota, S.T. le prometió en francés que haría un retrato de su fea hija antes de que terminara el invierno, lo cual era una considerable capitulación que bastó para que el aubergiste se marchara con expresión petulante y sin pedir cobrar, lo cual de todos modos habría sido inútil.

Monsieur Leigh Strachan observó el pan, que olía muy bien, mientras S.T. lo partía en humeantes pedazos. Parecía hambrienta, pero negó con la cabeza.

– Ya he comido, merci.

S.T. la miró, se encogió de hombros y le sirvió vino. Estaba seguro de que estaba muerta de hambre, pero esas jovencitas siempre eran muy orgullosas. Se reclinó contra la pared y untó mostaza en un gran trozo de queso. Nunca venía mal reponer fuerzas, ya que le esperaba un largo paseo colina arriba hasta llegar a su castillo.

Sus miradas se encontraron y S.T., que estaba mordiendo el pan, sonrió. Ella estaba muy pálida pero le devolvió la sonrisa con arrojo. Él se sorprendió de haber creído en un principio que era un hombre.

Tenía unos ojos magníficos, pero ¿cómo demonios podía cortejarla mientras llevase ese atuendo?

– Ese seigneur -dijo S.T. terminándose el pan-. Pelo bronce. Ojos esmeralda. Alto.

– Apuesto -añadió ella con su voz ronca y plana.

La muy picarona. S.T. se sirvió más vino.

– ¿Qué significar «apuesto»?

Ella tomó un gran trago de vino, imitándolo a él bastante bien. Durante un instante S. T. pensó en eructar para ver si también lo hacía.

– Un bel homme -explicó-. Apuesto.

– ¿Él francés?

– Es de padres ingleses -dijo la joven, tras lo que volvió a beber-. Pero habla francés muy bien. Por eso lo llamaban seigneur en Inglaterra.

– Quelle stupidité -dijo S.T. al tiempo que hacía un barrido con el brazo para señalar la abarrotada taberna-. Todos hablar francés. ¿Todos lores aquí?

Ella no se inmutó.

– No es muy frecuente en Inglaterra. Dicen que tiene… cierto aire. Un periódico le puso ese mote y con él se quedó.

«El Seigneur de Minuit», pensó él negando con la cabeza. Había confiado en que ese sobrenombre hubiese muerto junto con su reputación.

– Absurdo -dijo-. Medianoche. Pourquoi?

Ella levantó su vino y dio un largo trago. La jarra de porcelana desportillada hizo un ruido contundente cuando volvió a dejarla sobre la mesa. Miró a S.T. fijamente.

– Creo que vos sabéis por qué lo de medianoche, monsieur Este.

Él esbozó una ligera sonrisa.

– ¿Yo?

La joven observó en silencio a S.T. mientras este le servía más vino y volvía a apoyarse en la pared. Él no quería oír su triste historia. No quería oír sus súplicas. Solo quería mirarla y fantasear sobre lo que era la gran carencia de su vida en esos momentos.

Ella tomó aliento y otro trago. Por su expresión, en la que había empezado a dibujarse una ligera nota de desesperación, se notaba que estaba pensando e intentando decidir algo. Tras otra generosa ingestión de vino, lo abordó directamente.

– Monsieur Este -dijo-, comprendo que el Seigneur no quiera aparecer ante extraños. Conozco el peligro que eso entraña.

S.T. abrió los ojos de par en par.

– ¿Peligro? ¿Qué? A mí no gustar peligro.

– No hay ninguno para él.

S.T. soltó un bufido.

– Él no importar -replicó indignado-. Importar yo. Creo que yo no conocer a ese seigneur malo. Creo que yo no poder ayudar a buscar.

La joven pareció algo desconcertada. El vino estaba empezando a hacerle efecto, ya que el fuego de sus encantadores ojos se había vuelto algo más turbio.

– Mon cher ami -dijo S.T. con gentileza-, volver a casa. Vos no buscar peligro. Ese seigneur absurdo.

Una llamarada de un intenso y gélido fuego volvió a surgir en los ojos de ella.

– No tengo casa.

– Por eso… -dijo él mientras se examinaba la uña del pulgar-, vos buscar. Creo que yo conocer a ese «señor». Oír «medianoche» y «seigneur» y saber clase de hombre ser. Mal hombre. Mal peligro. Él bandolero, ¿no? Huir de Inglaterra como chien, con rabo entre patas, ¿no? Nosotros no querer aquí. Solo hombres buenos. Buenos súbditos. No peligro. No problemas. Ir a casa, mon petit.

– No puedo.

Por supuesto que no. Estaba claro que no iba a deshacerse de ella tan fácilmente, aunque tampoco estaba seguro de querer hacerlo. Observó cómo tomaba de un trago el resto del vino. Al no ofrecerle más, ella misma se sirvió de la nueva botella que había llevado Marc.