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Capítulo 2

Leigh Strachan no apareció en Col du Noir hasta bien entrada la tarde del día siguiente. S.T. estaba un tanto sorprendido ante su tardanza, ya que la esperaba a media mañana como mucho. Había salido a trabajar al patio, como era su costumbre, para aprovechar la luz de esas despejadas tardes de octubre mientras respiraba el aroma a aceite de linaza, estragón, lavanda y polvo que impregnaba sus trapos de pintar y sus manos. Nemo jadeaba suavemente a la sombra; sus solemnes ojos amarillos seguían los cortos pasos hacia delante y hacia atrás que daba su amo para ver el lienzo desde diversas perspectivas. Pero, cuando el lobo levantó la cabeza y miró hacia la entrada del castillo, S.T. dejó el pincel en un cuenco de terracota lleno de aceite, se limpió las manos y se sentó a esperar sobre una piedra calcinada.

Nemo se puso en pie. Una sola palabra musitada por su dueño bastó para que el lobo no se moviese. Aquel oyó cómo los patos refunfuñaban, sonido que le pareció que provenía de algún lugar a la izquierda, de detrás de la muralla, donde no había más que el precipicio. Volvió la cabeza para percibirlo mejor con su oído bueno, pero al instante se dio cuenta de su error y volvió a mirar hacia las puertas mientras un leve escalofrío de disgusto consigo mismo recorría su cuerpo. Todavía no se había acostumbrado al efecto desorientador que le producía la sordera de un oído. Por más que la mirada alerta de Nemo se dirigiese en la dirección por la que obviamente se aproximaba ella, a S.T. le costó convencer a su cerebro de que su visitante no se estaba acercando por la izquierda cruzando el desfiladero de algún modo inexplicable. Y aún era peor si cerraba los ojos o movía la cabeza con demasiada rapidez, pues entonces todo comenzaba a girar a su alrededor.

Ella había tomado la sabia medida de hacer mucho ruido conforme se acercaba. Era una chica lista. Debía de haber supuesto que sería mejor no aparecer a hurtadillas y de repente ante un desesperado y peligroso bandolero por cuya cabeza se ofrecía un dineral.

Esa idea hizo que S.T. sonriera. Tiempo atrás, él mismo se había considerado un personaje bastante peligroso.

Se inclinó hacia delante, arrancó unos arbustos que tenía a mano y volvió a sentarse armado con un aromático ramillete de lavanda y manzanilla. Al cabo de un instante, le añadió algunos tallos de jara para perfeccionar el efecto del color y la composición. Mientras giraba lentamente el ramillete para comprobar el resultado, ella apareció bajo la ruinosa entrada y se detuvo entre las sombras. Nemo gruñía sin moverse. S.T. esperó y se dio cuenta de que la joven miraba al lobo con recelo. Y es que Nemo impresionaba, enorme como era, con su pelaje negro, pardusco y plateado que una suave brisa agitaba mientras el animal enseñaba los dientes. Se veía a la perfección lo que era; nadie lo confundiría con un perro guardián más grande de lo normal.

Sin mirar a S.T., la joven dio un paso hacia Nemo, al cual se le erizó el lomo. Ella dio otro más, tras lo que comenzó a caminar con paso decidido en dirección al lobo. El gruñido del animal sonó mucho más fuerte. Se agazapó moviendo lentamente su espléndida cola y con la mirada fija en aquella esbelta figura. Ella siguió andando. Entonces Nemo dio un paso adelante con todo el cuerpo rígido por la fiereza de su advertencia; el sonido reverberó por todo el patio.

Pero, aun así, ella siguió andando.

Apenas a cinco metros de Nemo la valentía del animal desapareció por completo. Cesó el gruñido, dejó de agitar la cola y se volvió formando un pequeño círculo; luego agachó su gran cabeza y las orejas y se escabulló con el rabo entre las piernas a refugiarse tras la espalda de S.T.

– Sí, ya lo sé -le dijo su amo para consolarlo-. Las mujeres son unas criaturas terroríficas.

Ella permaneció en silencio con el ceño fruncido.

– Fíjate -siguió diciendo-, voy a ir andando hasta ella. No, no gimas, viejo amigo, no pienso detenerme. Ya sé que corro un terrible peligro y que no tengo muchas posibilidades de salir indemne. -Se levantó mirando al lobo-. Amigo mío, si no regreso, quiero que te comas mi parte del queso -añadió acariciándolo.

Nemo se postró en señal de abyecta humildad al tiempo que emitía un leve aullido e intentaba lamer la mano de S.T. Este lo empujó hacia un lado y le rascó la tripa, tras lo cual lo dejó boca arriba revolcándose en su ignominia.

La joven observó a S.T. mientras se aproximaba a ella; sus cejas oscuras e inclinadas estaban más fruncidas por la duda que cuando miraba al lobo. S.T. le ofreció las flores sin decir nada. Durante un largo instante, ella miró fijamente el ramillete que él sostenía y, a continuación, lo miró a los ojos. Él sonrió.

– Bienvenue, mon enfant -dijo en voz baja.

El labio inferior de la joven se contrajo y, de pronto, aquellos soberbios ojos azules se llenaron de lágrimas y apartó la mano de S.T. de un manotazo. Las flores salieron volando desprendiendo un aroma a lavanda aplastada.

– No hagáis eso -gruñó ella con la misma ferocidad que Nemo-. No me miréis de ese modo.

S.T., sorprendido, dio un paso atrás mientras se tocaba la mano dolorida. Desde luego la joven tenía un buen derechazo.

– Como gustéis -dijo con ironía, tras lo que añadió con toda intención-: monsieur.

El brillo de los ojos de ella desapareció con la misma rapidez con que había surgido. Su rostro adoptó una actitud más rígida y beligerante. Echó la cabeza un poco hacia atrás y miró a S.T. con frialdad.

– ¿Cuándo os habéis dado cuenta?

– ¿De qué sois una chica? -dijo él encogiéndose de hombros-. Ayer. -Cogió un tallo roto de jara y lo examinó compungido-. Cuando sonreísteis.

Ella frunció el ceño.

– Tendré que intentar poner siempre mala cara.

S.T. tiró la rosa al suelo.

– Sí, supongo que eso servirá. Desde luego a Nemo y a mí nos habéis turbado.

La joven volvió un poco la cabeza y miró al lobo. S.T. se imaginó pasando el dedo por su suave mejilla, atraído por su ardiente color.

– ¿Se llama Nemo? -preguntó ella señalando al animal con una ligera y decidida sacudida de cabeza-. Lo habéis adiestrado muy bien. No he visto que lo llamarais en ningún momento.

S.T. se volvió hacia el lobo.

– ¿Has oído? Dice que estás bien adiestrado, así que ven aquí y demuéstralo -dijo con un silbido.

Nemo se acercó a ellos, pero se detuvo a un metro de distancia.

– Vamos -volvió a silbar S.T. al tiempo que se señalaba los pies.

El lobo dio unos pasos a un lado; luego giró y avanzó hacia el otro formando un arco alrededor de ellos. Cuando su amo lo llamó por tercera vez, se agachó y comenzó a gemir.

– No me extrañaría nada que temblarais de terror ante semejante espectáculo -dijo S.T.

Ella pareció entenderlo poco a poco mientras, con la espalda rígida y la boca cerrada en un ligero rictus de sorpresa, observaba a Nemo.

– ¿Tiene miedo de verdad?

– Son las mujeres. Lo dejan petrificado -dijo S.T. mientras empujaba una de las flores del suelo con la bota-. Seguro que tiene sus razones.

Una leve curva se dibujó en la comisura de la boca de la joven. Miró a Nemo con esa débil sonrisa aún en el rostro, pero no dijo nada. Por su parte, S.T. no podía dejar de contemplarla. Sus labios, su piel, el contorno de su garganta. Sintió que le faltaba el aire.

– Creía que era una prueba -explicó ella.

S.T. cambió rápidamente su foco de atención y la miró a la cara.

– ¿Qué?

– Creía que me estabais poniendo a prueba, para ver cómo le hacía frente.

– Ah, sí, claro. Y la habéis pasado. Vuestro comportamiento ha sido de lo más heroico y estúpido. Bien sabe Dios que yo no tendría valor para acercarme a una bestia feroz. -Inclinó la cabeza, perdido en la asombrosa profundidad de sus ojos-. Por supuesto, Nemo le desgarraría la garganta a cualquier hombre que cometiera semejante error.