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– A mí sí que me importa -dijo S.T., inflexible.

Leigh sintió que una sensación de ahogo se adueñaba de ella y que la impotencia le impedía combatir contra unas fuerzas que escapaban a su control.

– ¿Y vas a dejarme por eso? ¿Hasta tal punto llega tu orgullo?

Él miró hacia la oscuridad que había más allá de la joven, hacia el parque vacío y la frescura de la noche.

– ¿Es que se trata de orgullo? -Su voz se volvió tan suave que Leigh apenas podía oírlo-. Lo que yo quería era entregarte lo mejor de mí. -Seguía sin mirar a la joven-. A mí me parece que eso es amor.

En el aire flotó un minueto, las notas del piano brotaban unas tras otras en una suave cascada melodiosa.

– Monseigneur -dijo ella entre susurros-. Tú desconoces lo mejor de ti mismo.

Él levantó una mano y se rascó la oreja, el encaje de blonda de los puños cayó elegantemente de su muñeca.

– Sí, claro -dijo en tono compungido-. Es que mis virtudes son auténticos diablos escurridizos, completamente imposibles de atrapar.

Leigh abrió la mano sobre la falda y se alejó un paso de él.

– El valor es una virtud, ¿no es cierto?

S.T. volvió la cabeza hacia ella. Su rostro estaba en la sombra; el terciopelo de su chaqueta brillaba con una tonalidad dorada apagada allí donde la luz le rozaba el brazo.

– Una de las principales.

Leigh añadió:

– Qué raro, entonces, que yo a menudo desease que no tuvieses tanto.

– No lo sé -dijo él, desconcertado-. Quizá no tenga tanto como tú crees.

Ella soltó una risa inevitable.

– O puede que tengas más. Que Dios ayude a quien te espere con preocupación.

Detrás de ella, S.T. inició un movimiento; su espada de gala hizo un ruido metálico al chocar contra la columna de mármol. El minueto se alzó en una alegre pirueta antes de llegar a su conclusión. Entre el sonido de los lejanos aplausos de los invitados, Leigh cerró la mano en torno al abanico doblado y aplastó las plumas que lo adornaban.

– ¿Me quieres un poco? -preguntó de repente.

– Sunshine… te amo. Te adoro. Pero no puedo quedarme en este estado. Así no.

Leigh inclinó la cabeza y jugueteó con el abanico.

– Me pregunto, Seigneur, si las virtudes son tan importantes, si ofrecer lo mejor de uno mismo es tan imperativo… ¿Cómo es posible que yo despertase esos sentimientos en ti? -Dirigió la mirada al parque y se mordió el labio-. Porque lo cierto es que lo único que has visto de mí han sido mis horribles cicatrices.

– Tú eres Sunshine.

Leigh lo miró por encima del hombro.

– ¿Es esa la razón por la que me amas? ¿Mi aspecto físico?

– ¡No!

– ¿Entonces por qué? ¿Qué virtudes ves en mí? ¿Qué es lo mejor que yo te he ofrecido?

– Tu propio orgullo -respondió-. Tu perseverancia. Tu corazón orgulloso.

Leigh sonrió con ironía.

– Si lo que despierta tu admiración es el orgullo y el valor incondicional, Seigneur, podrías depositar tu amor en un miembro de la guardia real.

– No es solo eso. -S.T. se acercó y la agarró del hombro-. Ni mucho menos.

– ¿No? ¿Qué más te he dado yo de lo mejor que hay en mí? -Se mordió el labio-. ¿Acaso la amargura, la venganza y el dolor tienen tanto encanto? ¿Qué he hecho yo que esté a la altura de la fama que tienes tú por tu habilidad para la doma de caballos, por tu máscara, tu espada y por todas tus célebres hazañas, Monseigneur de Minuit?

La mano de él la apretó. Sintió su respiración, rápida y profunda, en su piel desnuda. Tenía la cabeza inclinada, el rostro vuelto hacia el cabello de ella sin llegar a rozarlo por completo.

– Orgullo y valor. Belleza. Todo eso, y… -Apretó la boca contra el pelo de ella-. No sé, no sé explicarlo.

Leigh se apartó de él y se volvió. Abrió el maltratado abanico y miró fijamente la escena allí pintada.

Él hizo un gesto como para volver a asirla. Después dejó caer la mano.

– Eres Sunshine -dijo con cuidadoso énfasis-. Sunshine y valiente y… -Hizo una breve pausa-. Pero no se trata de eso. No se trata de nada de eso.

Más allá del pórtico, al otro lado del invisible césped, el lago reflejaba levemente la luz de las estrellas y de las lejanas farolas.

S.T. fijó la mirada en aquella oscuridad. Sacudió la cabeza y soltó una risa vacilante y ahogada.

– Eres la única mujer que ha pronunciado la palabra «juntos».

Leigh levantó el rostro y lo miró.

La lejana luz iluminó la expresión del rostro de él cuando sus miradas se cruzaron, parecía que acabase de oír por primera vez sus propias palabras. En su rostro se reflejaba el descubrimiento, la sorpresa tranquila, la comprensión.

– Sí, juntos -susurró Leigh, tensa y sacudida por los temblores-. Codo con codo. Como una familia.

– Leigh. -Su voz sonaba desesperada-. No sé cómo. Nunca… jamás he… a nadie… ¡no sé cómo hacerlo!

– ¿Cómo hacer qué? -preguntó ella, atónita.

– ¡Cómo quedarme! ¡Cómo formar parte de una maldita familia! Por Dios bendito. Lo único que sé es lo que he sido hasta ahora. Lo he intentado y tú… tú te has burlado de todo lo que he intentado; te digo que te amo, y tú me contestas que no sé nada del amor. Te he mostrado lo mejor de mí. He peleado, he cabalgado, lo he hecho todo lo mejor que he sabido, y no ha sido suficiente. Y ahora, ahora que he vuelto a perderlo todo, ahora que no soy más que… -hizo un gesto lleno de furia- más que una sombra. Que no soy más de lo que era cuando llegaste a mí… ahora dices que me quieres. Si eso es lo que «juntos» significa, si eso es el amor, entregarme a ti por debilidad…, Leigh… no puedo. No puedo hacerlo.

Ella lo miró. Una alegre música llegaba a través del aire.

– Seigneur -dijo-. Me encanta la allemande, baila conmigo.

– No puedo… mi equilibrio.

– Yo soy tu equilibrio. -Y cerró los dedos con fuerza en torno a los de él.

Él intentó apartarse, pero después apretó con fuerza sus manos y se las acercó a los labios.

– Dios, eres… eres… ¿qué puedo darte yo a cambio?

– Dame tu alegría, Seigneur. -Apoyó la frente sobre las entrelazadas manos de ambos-. Sí, dame tu alegría. Puedo continuar sola si no me queda otro remedio. Y lo soportaré, claro que sí, soy demasiado fuerte para venirme abajo. Me haré vieja y me convertiré en una roca si rae dejas ahora. Nunca levantaré la mirada para verte jugar con el lobo; nunca te oiré llamarme esas cosas tan dulces en francés; jamás aprenderé a ganarte al ajedrez. -Sacudió la cabeza con vehemencia-. Por favor… baila conmigo. Llévame a Italia. Píntame entre las ruinas a medianoche. Deléitame con tus locas ideas, tus heroicidades irresponsables y tus locuras románticas e imposibles. Yo seré tu ancla. Seré tu equilibrio. Seré tu familia. No permitiré que te caigas.

S.T. abrió las manos. Deslizó los dedos por las mejillas de Leigh y le cogió el rostro con las palmas de las manos.

Ella sintió que sus ojos se llenaban de lágrimas ardientes.

– Estoy tan cansada del dolor y del odio… -Inclinó la cabeza y se echó unos pasos hacia atrás para mirarlo a los ojos-. Yo también quiero tener la oportunidad de darte lo mejor de mí.

A lo lejos, más allá del lago, una grulla soltó un graznido que sonó de lo más exótico con el clavicémbalo de fondo. S.T. levantó la mano y secó una solitaria lágrima que se deslizaba por la mejilla de Leigh.

La joven se mordió el labio. Las lágrimas, imposibles de detener, anegaron sus ojos.

– Lo cierto es, monseigneur… que yo te necesito más de lo que tú me necesitas a mí.

Él guardó silencio y su mano, cálida en el aire de la noche, no se apartó del rostro de Leigh.

– No dejes que eso me suceda. -Las palabras de Leigh temblaron en el aire-. No permitas que me convierta en lo que me convertiré si no estás conmigo.

– Sunshine -dijo él con voz ronca.

– Así me llamaba mi padre, Sunshine, su rayo de sol. -Mantuvo el cuerpo inmóvil y no apartó la mirada del rostro de él-. Si te alejas de mí, Seigneur… -Abrió las manos con un gesto de impotencia-. Dime, ¿cuándo seré de nuevo ese rayo de sol?