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S.T. se inclinó hacia ella y rozó apenas con su boca las comisuras de los labios de Leigh.

– Siempre -susurró-. Siempre. Sonríe para mí.

Temblorosa, Leigh tomó aire, sus labios se estremecieron al apretarlos con fuerza.

– Me temo que ha sido un intento muy pobre. -Apoyó las manos en los hombros de ella y le dio una pequeña sacudida-. Inténtalo de nuevo, Sunshine. Me has pedido que baile contigo, así que será mejor que cultives tu sentido del humor.

Epílogo

Fuera del silencioso interior de la escuela de equitación, las campanas de Florencia llenaron el aire de la mañana con toques agudos y rápidos, y bajo ellos, notas profundas y lentas que marcaban el ritmo del paso del caballo. Leigh miró desde el balcón con arcos hacia la escuela, con las manos apoyadas en la ancha balaustrada de piedra. Contempló al jinete y su montura, que se movían sin prisas a un trote lento alrededor de la enorme pista de forma ovalada cubierta de cortezas de árbol. Sus movimientos eran tan metódicos y suaves como los de un caballo de juguete, y atravesaban los rayos de sol que se proyectaban desde las ventanas en lo alto entre el brillo de las motas de polvo en suspensión.

Mistral no llevaba bridas. S.T. montaba a pelo, con tan solo las botas y los pantalones de montar puestos, y llevaba el cabello de reflejos dorados y oscuros recogido en una coleta que caía descuidadamente entre los hombros. El caballo frenó, dio tres pasos hacia atrás y realizó un demi-tour perfecto entre dos pistas; para ello dibujó una media circunferencia con las patas delanteras sobre otra descrita con las patas traseras, antes de recuperar el trote suave y salir en otra dirección. El hombre que llevaba a lomos daba la impresión de no hacer el menor movimiento.

Leigh sonrió y apoyó la barbilla en una mano. En el balcón para los espectadores solo estaban ella y Nemo, que yacía dormido en un fresco rincón. Nadie aparecía por allí ahora; en una muestra de hospitalidad italiana, S.T. había recibido la invitación de uno de sus íntimos amigos florentinos para utilizar aquel palazzo a su conveniencia. Los oscuros aposentos y la escuela de equitación estaban a su completa disposición. El marqués le había dicho que S.T. podía disponer a su voluntad del palacio vacío, ya que su familia y los animales de su cuadra pasaban el verano en la casa de campo de las colinas.

Era el lugar y la hora del día en que ella sabía que encontraría a S.T. sin compañía. Él estaba convencido de que era gracias a la equitación que mantenía el equilibrio, que haber pasado un mes en Londres sin montar era lo que había desencadenado de nuevo aquel padecimiento suyo. Leigh no estaba tan segura como él, pero veía la lógica de aquel convencimiento. La idea había surgido de ella en un momento de reflexión, cuando se le ocurrió decir que si el mar bravío tenía efectos curativos sobre él, quizá un movimiento más suave pero constante también los tendría. S.T. se había aferrado a aquella idea como un marinero a punto de ahogarse se aferra a un tronco que flota en el agua. A la joven le habría resultado imposible después de aquello mantenerlo alejado de un caballo, aunque estuviese preocupada por su salud. Tan pronto como le comunicó la idea, S.T. había mandado ensillar una de las tranquilas jacas del señor Child. Tras una larga discusión, y gracias a la insistencia de Leigh de que no saliese a cabalgar al aire libre, se pasó horas trazando círculos al trote, con la mano agarrada al asa de la silla mientras un anciano lacayo sostenía la larga brida.

Por supuesto, hirió su orgullo que le sujetasen la brida igual que a un niño que toma lecciones. En esa ocasión no hubo milagro alguno; cuando desmontó no tenía estabilidad sobre sus pies. El progreso llegó poco a poco, y cuando ya habían pasado dos meses y estaban listos para subir a bordo de un paquebote con destino a Calais, aseguraba que solo se mareaba si cerraba los ojos y giraba rápidamente.

Leigh lo pasó peor que él en la tranquila travesía. Cuando llegaron, él estaba muy animado; después, tomaron otro barco rumbo a Italia, en el que pasaron cuarenta días luchando contra los vientos. Pero al llegar a Nápoles, S.T. bailó con Leigh en el baile del embajador aquella misma noche.

La joven pensaba que S.T. no sabía que ella lo observaba en el transcurso de aquellos tranquilos amaneceres de Florencia. Jamás levantaba la vista ni abandonaba la concentración en los interminables pasos, las piruetas y los cambios de pata, en aquella danza esplendorosa de jinete y caballo al ritmo de las campanas matinales. Leigh tenía el cuaderno de dibujo consigo, pero ya hacía tiempo que había renunciado a reproducir aquellas columnas formadas por la luz del sol, aquellas espesas sombras y el bello y ágil movimiento de Mistral. No era capaz de reproducirlo sobre el papel, así que lo grababa en el corazón.

Bajo los arcos de mármol rojo y negro que recorrían el balcón en toda su longitud, apareció un criado que se quedó inmóvil, esperando. Leigh avanzó en silencio por la galería y aceptó el grueso montón de cartas de manos del muchacho. El sirviente se retiró con una reverencia, sin levantar la mirada en ningún momento del dobladillo de la bata de Leigh. Los empleados del marqués tenían siempre mucho cuidado de no interrumpir aquellas sesiones matinales con ningún ofrecimiento de sus servicios. Ella había dado instrucciones concretas para que le llevasen aquellas cartas nada más llegar, pero jamás antes había aparecido un criado en la entrada del balcón.

En el transcurso de los tres meses que llevaban en Italia, Leigh había aprendido algunas cosas sobre el carácter de sus gentes. Aquella diplomacia debía de tener su razón de ser, tenía que haber una lógica tras aquella intimidad tan excepcional y curiosa que disfrutaban. Recorrió el balcón con paso lento. S.T. no levantó los ojos ni perdió la concentración. Leigh apoyó el montón de papeles en los labios, y lo contempló pensativa desde lo alto.

Puede que, después de todo, él supiese que iba a verlo. Sí, algo así no se le pasaría por alto.

Se retiró a las sombras del balcón y rompió el sello de lacre que traían las cartas. Dentro del paquete estaban todos los documentos que había estado esperando. Miró a Nemo, que se levantó de su rincón, avanzó hacia ella, la siguió hasta el final del balcón y bajó con ella la escalera que llevaba por un lado a los vacíos establos, y por otro a la escuela de equitación.

Mistral los vio primero; sus orejas se alzaron hacia delante y después hacia atrás, y S.T. alzó los ojos. Sonrió al verlos. El caballo describió un círculo, con la blanca cola flotando en el aire, y se detuvo ante Leigh, con la cabeza y el lomo en medio de un círculo de luz que resplandeció sobre el cabello de S.T. y proyectó sombras sobre su torso desnudo.

Al estar frente a él, Leigh fue presa de un súbito ataque de inseguridad. Había dado los pasos necesarios para obtener aquellas cartas por cuenta propia, y era posible que a él no le agradase. La duda hizo que se refugiase tras una actitud grave. En lugar de responder a la sonrisa de él, hizo una inclinación con gesto serio.

– Buenos días, monseigneur.

La expresión alegre del rostro de S.T. desapareció y ladeó la cabeza.

– ¿Qué ocurre?

Leigh miraba los cascos de Mistral.

– No pasa nada. Quería hablar contigo. He recibido estas… cartas.

– Ah -dijo él-. Unas cartas. Cuánto misterio.

– Son las escrituras de propiedad de la herencia de tu padre -soltó ella atropelladamente.

S.T. la miró.

– ¿De qué?

– De la mansión de Cold Tor. La casa de tu padre. -Vio el súbito cambio en el rostro de él y se apresuró a añadir-: Necesitamos un hogar, monseigneur. He levantado las hipotecas que tenía… había en ella un inquilino pero se irá de inmediato. El marido de mi prima Clara asegura que está en muy buen estado, que solo hay que cambiar la plomería de los canalones. Fue al campo a echarle una ojeada a la casa… hay veintiséis dormitorios abiertos, y cuenta con una buena casa de campo adyacente y caballerizas para unos sesenta caballos.