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Había demasiados salteadores de caminos.

S.T. la soltó y apoyó todo el peso en uno de los pilares.

– ¡Maldita sea! -susurró con rabia-. Maldita, maldita sea.

– ¿Cuándo empezó? -le preguntó Leigh, que no necesitó explicación alguna para saber qué le ocurría.

– Esta mañana. -Su voz sonó lúgubre-. Desperté y, al mover la cabeza, la habitación empezó a dar vueltas. -Emitió un sonido de enfado-. No podía creerlo. Creí que desaparecería. Pensé que si volvía, sería capaz de controlarlo. Pero había olvidado cómo era esto. Dios, qué poco cuesta olvidar. Pensé que podría bailar. -Resopló con burla-. ¡Bailar!

Leigh estaba callada. Lo observó sin apartar los ojos de su oscura silueta sobre la pálida columna.

– ¿Crees que alguien se ha dado cuenta? -preguntó.

– No -respondió ella.

– Borracho -murmuró S.T.-, ¡qué encantador y qué vulgar! El celebrado señor de la medianoche se convierte en un borracho y desaparece del mapa.

– ¿Has estado bebiendo? -preguntó Leigh-. Quizá…

– ¡Ojala fuese así! Sí, he bebido un poco de brandy. Ojalá estuviese como una auténtica cuba -añadió con rabia-, puede que así me importase todo un comino.

Leigh bajó unos escalones y tomó asiento en la losa de mármol inclinada que flanqueaba la escalera. Bajo sus manos, la ancha pieza estaba dura y fría.

– No podré volver a montar -dijo S.T. con un deje de asombro en la voz.

– Buscaremos un médico. -Leigh mantuvo la voz firme y tranquila-. Te curaremos.

Si tenía algo que decir a aquello, se lo guardó para sí. La ligera brisa 'es trajo música. Allá en la distancia, un corderillo balaba por su madre, en ansioso contrapunto a la alegre música.

– ¿Dónde está Nemo? -preguntó la joven.

– Lleva encerrado en el establo todo el día. Child ha sido muy comprensivo con él, pero no me atrevo a permitirle que corra solo por el parque.

– ¿Quieres que vayamos y lo saquemos un rato?

– ¿Ahora? -Y soltó una risa burlona-. No, a no ser que te sientas capaz de seguir el paso de un lobo con ese vestido de baile que tan bien te sienta. Te aseguro que yo soy incapaz, mi amor.

Cuando sus ojos se acostumbraron a la oscuridad, Leigh pudo distinguir las siluetas de unos árboles en el horizonte, y el refulgir de las estrellas que se reflejaban en el pequeño lago que había al otro lado del parque.

– ¿Soy tu amor? -preguntó.

Un tenue haz de luz procedente de la entrada cayó sobre él, iluminó su rostro, su ropa y el pilar tras él en una especie de claroscuro: unos trazos de color sobre marfil, como si él formase parte de uno de aquellos cuadros tan intensos que pintaba.

– Te ruego que no te burles de mí -dijo él-. En este momento no, por favor.

– No me burlo -dijo Leigh con timidez-. ¿No has intentado últimamente solicitarme un favor especial? ¿Algún «honor» que yo podría concederte?

Él volvió el rostro.

– Una locura pasajera -murmuró-. Olvídalo.

La titubeante sonrisa de la joven se desvaneció.

– ¿Que lo olvide? -preguntó insegura.

S.T. permaneció callado.

Una mano gélida rodeó el frágil resplandor de felicidad que había brotado en su corazón al descubrir la presencia de él en el otro extremo de la galería.

– ¿Que lo olvide? -repitió con la garganta reseca.

S.T. apartó el rostro de ella.

A Leigh le dio la impresión de que resultaba difícil que el aire le llegase a los pulmones.

– No… no te vas a quedar -dijo sin apenas fuerzas.

Él hizo un movimiento convulsivo, fuera del alcance de ella, una sombra entre las sombras.

– No puedo -dijo de pronto con un rugido-. No puedo quedarme.

Leigh tomó aliento y se puso en pie.

– Entonces, yo he estado siempre en lo cierto. Tu idea del compromiso, del amor, no es más que galantería y pasión. Te has apoderado de mi corazón sin propósito alguno. Me has arrastrado al mundo de nuevo para nada, únicamente para tu placer.

– No -susurró él-. Eso no es cierto.

La voz de la joven comenzó a temblar.

– Entonces, dime por qué lo has hecho. Explícame por qué me conquistaste, para después abandonarme. Dime por qué tienes que hacerme sufrir de nuevo. Ahora ya no tienes la disculpa de ser un proscrito por la ley. Lo único que tienes es una indiferencia despiadada.

– ¡Mira cómo estoy! ¿Para qué me ibas a querer así?

– ¿Qué sabrás tú de lo que yo quiero? ¡Estás demasiado ocupado siendo el señor de la medianoche! Ese mítico salteador de caminos tan famoso por sus fechorías. -Abrió el abanico de golpe y le dedicó una elaborada reverencia desde el escalón superior-. ¿Cuándo vais a salir de nuevo a los caminos, monsieur? ¿Qué vais a hacer a continuación para conseguir de nuevo renombre? ¿O acaso viviréis para siempre de glorias pasadas?

– No, para siempre no -dijo S.T. con voz suave.

– Por supuesto que no. Se olvidarán de ti antes de lo que piensas.

– Sí. Claro que lo harán. -En su voz había un deje sardónico.

Leigh se dio la vuelta en dirección al parque y se llevó los dedos a los labios. Su cuerpo temblaba. Allá a lo lejos, en el horizonte, más allá de los árboles, la suma de los miles de farolas de cristal que había en las calles de Londres proyectaba un tenue resplandor sobre el cielo.

– Pero yo no te olvidaré -dijo Leigh.

Él se acercó y posó la mano sobre la curva del cuello de la joven mientras jugueteaba con los mechones empolvados que le caían sobre la nuca.

– No. Y yo te recordaré todos los días de mi vida, Sunshine.

Leigh se mordió el labio y se volvió hacia él.

– Eso poco te va a costar. ¡Menuda promesa más miserable!

Él dejó caer la mano.

– ¿Y qué más quieres? -preguntó con amargura-. ¡El Seigneur de Minuit! Un espectáculo que durará solo diez días, ahora que está enjaulado, mimado y convertido en un cero a la izquierda. Claro que se cansarán de mí. ¿Crees que no lo he pensado? ¿Qué otra cosa puedo ofrecerte?

– Tu persona.

– ¡Mi persona! -dijo con unos gritos que reverberaron por todo el patio-. ¿Y qué soy yo? -Se soltó del pilar y se volvió, a continuación volvió a apoyarse en la columna de mármol con la mano abierta y la mejilla apoyada en la piedra-. ¡Yo soy un invento! ¡Me hice una máscara y me inventé a mí mismo! Y todo el mundo lo cree, menos tú.

Leigh permaneció en silencio.

– Tú me has convertido en un absoluto cobarde, ¿sabes? -Y soltó una risotada que sonó a hueco en el vacío patio-. Nunca había sentido miedo a nada, hasta que descubrí que me habían indultado.

– No entiendo -dijo Leigh con dificultad.

– ¿No? Pues yo creo que lo entendiste desde el primer momento. Tú te burlaste de todo, Sunshine, de todas las ilusiones. Tú siempre habías vivido con la verdad, mientras que yo no era sino un fraude, un invento. Y cuando llegó el momento de ofrecerme de verdad, lo descubrí. Que el diablo me lleve, pero lo descubrí. -Apretó la frente contra el pilar-. Maldita seas, Leigh, ¿por qué no has creído en mí? Eres la única. La única que se ha negado a creer en mí. Y ahora es demasiado tarde.

Leigh dobló los brazos y los apretó contra sus costados. Temblaba por dentro.

– ¿Demasiado tarde para qué?

– Mírame -dijo él y se apartó de la columna todo lo que la longitud del brazo le permitía-. ¡Por todos los diablos del infierno, mírame! -gritó en dirección al cielo-. ¡Soy incapaz de mantenerme en pie sin que la cabeza me dé vueltas! No puedes creer en una farsa.

– No, no puedo -gritó ella a su vez-. Jamás pude.

S.T. frunció el ceño.

– Me subiré a un barco. Funcionó una vez. -Emitió un sonido de frustración-. Pero ¿después qué? Me curo de nuevo, ¿hasta cuándo? ¿Cuándo será la próxima vez que me despierte convertido en un bufón? -Con una risa amarga llena de ira, dejó que su hombro golpease el pilar y, a continuación, apoyó en él todo su peso.

– No importa -dijo ella con voz emocionada-. Nada de eso importa.