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Durante un instante aquello lo fue todo: el consuelo, la unión y el amor que ella deseaba con tanta desesperación, el amor tal como lo había conocido toda su vida, firme e inquebrantable. Leigh hundió el rostro en la chaqueta de él y sintió que el dolor se apoderaba de su garganta.

– Qué habilidad tienes para estas maniobras, ¿verdad? -susurró-. Maldito embaucador.

S.T. no habló ni movió la cabeza. No lo negó. Leigh apoyó las manos en los hombros de él y se enderezó hasta quedarse erguida. El polvo perfumado de sus cabellos salpicaba la seda de color vino de la chaqueta de él y se mezclaba con el olor a lavanda de los tallos que sujetaba entre las manos.

Con cuidado, depositó el aplastado ramillete sobre el banco de mármol al lado de la joven.

– Descubrí la planta junto a los escalones -dijo sin levantar la vista. Palpó una de las aplastadas flores y a continuación preguntó con suavidad-: ¿Vas a mandarme al infierno?

Leigh contempló aquella cabeza inclinada. Él levantó el rostro y la miró con gesto serio, con sus ojos verdes y sus pícaras cejas inmóviles, con una ligera expresión de incertidumbre, como un sátiro al acecho entre las sombras de un frondoso bosque.

– Estoy segura de que a mi prima no le importará que cojas sus flores -respondió, y fingió deliberadamente no haberlo entendido.

Él exhaló el aliento despacio y se levantó. Leigh contempló los botones de acero que adornaban su chaqueta y mantuvo las manos unidas sobre el regazo.

S.T. se volvió ligeramente hacia un lado y rozó con los nudillos la flor abierta de un rosal.

– Leigh, yo… -Y arrancó uno de los pétalos-. Sé que estás ofendida. Siento no haber venido antes. Lo lamento.

– Estás muy equivocado -respondió ella-. Nunca esperé que vinieses a verme.

S.T. arrancó otro de los pétalos. Lo cogió con dos dedos, lo partió por la mitad, lo dobló y volvió a partirlo.

– ¿No?

Leigh lo miró.

– ¿Por qué iba a hacerlo?

Los trocitos de pétalo cayeron suavemente hasta el suelo.

– Claro -dijo con voz baja y apagada-, ¿por qué ibas a hacerlo?

Leigh lo observó mientras cogía otros dos pétalos y los restregaba entre el pulgar y el índice. No dejaba de arrancar pétalos uno a uno.

– He venido porque quería verte -dijo de pronto él al tiempo que miraba con el ceño fruncido la rosa medio destruida-. Quiero hablar contigo. -Y arrancó un nuevo pétalo-. Te necesito.

Leigh se agarró las manos en el regazo.

– No encuentro divertida esta conversación.

– Leigh -dijo él con expresión compungida.

«Déjame en paz -pensó ella-. Vete. No empieces de nuevo con esta farsa. Te ruego que no lo hagas.»

S.T. palpó la estropeada flor.

– Sigues enfadada.

– No estoy enfadada. He hecho lo que me proponía hacer. Lo único que habría deseado es que mi casa no se hubiese quemado.

Él cerró los ojos.

– No tenía que haberte dejado allí sola. No quería hacerlo. -Los pétalos de la rosa cayeron en cascada y dejaron la flor desnuda-. Fui un auténtico estúpido.

– Estabas en peligro, ¿qué razón había para que te quedases?

Él volvió la cabeza y soltó una risa amarga.

– Esto es una especie de pesadilla. Dices las cosas equivocadas.

– No me digas. Pues te ruego que me perdones.

– Leigh… me han indultado -dijo él.

– Lo sé. Te felicito.

– Leigh… -Su voz tenía un extraño énfasis, había en ella casi un ruego.

Ella lo miró. S.T. le sostuvo la mirada y después bajó la vista a la rosa.

– ¿Me concederás el honor… -asió con fuerza el tallo de la rosa desnuda y la rompió en su mano- de… ah… -Retorció el tallo verde hasta convertirlo en un círculo deforme.

Aquellos movimientos inquietos hicieron que una espina quedase a la altura de su pulgar. S.T. se la clavó en la yema del dedo al cerrar la mano con fuerza y lentamente. La espina se hundió en su carne como si no sintiese dolor en absoluto.

– ¿Me concederás el honor de…? -dijo de nuevo.

Leigh alzó la cabeza, observó la espina y la brillante mancha de sangre, y lentamente una idea hasta entonces nueva se formó en su mente.

Buscó la mirada de él. Tenía el rostro tenso, casi blanco. Dio un paso hacia atrás y dijo:

– ¿Me concedes el honor de un baile en el ridotto que organiza la señora Child el próximo martes?

Capítulo 27

El señor Horacio Walpole se encontraba en compañía de Leigh y la señora Patton en el comedor de Osterley Park, donde la anfitriona había organizado una cena bufet tras el concierto de arpa.

– Todos los Percy y los Seymour de Syon deben de estar a punto de morir de envidia, ¿no os parece? -El señor Walpole movió el pañuelo con remilgo y levantó la vista para contemplar la filigrana de escayola pintada de blanco que adornaba techos y paredes sobre un fondo de color rosa y verde-. ¡Otra obra maestra más de Adam! ¡Qué gusto! ¡Cuánta profusión! -Se inclinó un poco hacia Clara-. ¡Cuánto gasto! ¡Es una auténtica bacanal!

– Pero ¿dónde están las sillas? -preguntó la señora Patton al tiempo que se volvía-. Quiero ver esas sillas con forma de lira de Apolo.

– Están junto a la pared, prima Clara -dijo Leigh e indicó con un gesto uno de los rincones de la abarrotada estancia.

– ¡Qué detalle tan actual! Vamos, señor Walpole, quiero tomar asiento en una de esas maravillas.

– Y así lo haréis, señora. Pero empieza el baile. Esta fiesta es muy moderna, ¿sabéis?, la señora Child no quiere que nadie se porte como un anticuado y se siente para cenar en compañía como se hace normalmente. ¿Puedo persuadiros para que os ejercitéis al tiempo que recorremos la galería? Mide más de doscientos metros de largo, ¿sabéis?

– Es una longitud considerable -convino la dama- pero no siento deseos de agotarme, lo que haré será estirar el cuello para ver el Rubens del techo de la escalinata. Llevaos a lady Leigh en mi lugar.

– Con infinito placer. -Walpole se inclinó ante Leigh e hizo una de sus habituales remilgadas piruetas con la punta del pie-. Si es que ella accede.

Leigh aceptó el brazo que le ofrecía. No había planeado asistir a aquel acontecimiento. Le había dicho a S.T. que no iría. Pero en los días transcurridos desde entonces, no había dejado de pensar en los momentos vividos en el jardín de su prima, en la forma en que él había agarrado la rosa rota hasta sangrar. Esa misma mañana a la hora del desayuno había sorprendido a Clara, e incluso se había sorprendido a sí misma, al acceder a la propuesta que como todos los días su prima hacía mecánicamente de asistir a cualquiera que fuera el acontecimiento programado para la jornada. Había consentido en ir en coche hasta las afueras de la ciudad, a Windmill Lane al ridotto privado de los Child.

Clara había respondido con entusiasmo y había insistido en que Leigh apareciese en la fiesta con uno de los nuevos trajes que le habían hecho a ella por encargo. La costurera de la señora Patton hizo los ajustes y arreglos pertinentes al vestido de seda de color violeta en tan solo una hora, y estiró y alargó los pliegues de encaje plateado de las mangas para que cubriese adecuadamente los codos de Leigh. Con sus propias manos, Clara eligió un abanico y un collar de amatistas que combinaban con el bordado de flores del corpiño y atraían la atención deseada hacia el marcado escote. Leigh empleó el resto del día en bañarse, perfumarse y en que le peinasen el cabello; se lo ahuecaron, lo rizaron y lo adornaron con plumas mientras el peluquero no cesaba de quejarse por la escasa longitud de sus mechones.

Todavía no había visto a S.T. No lo vio durante el concierto, cuando el salón decorado con damasco color verde de los Child estaba a rebosar de invitados sentados ante el arpista, que ocupaba el frente de la estancia. Tampoco lo vio al lado de los anfitriones cuando estos saludaban a los invitados, ni era uno de los jugadores de cartas en la biblioteca. Ya empezaba a pensar que debía de haber abandonado Osterley cuando lo vio entrar en la galería por la puerta que había en mitad de la larga estancia.