¡Maldita bestia! Con todas las cosas que había querido hacer cuando la viese, con todo lo que había planeado decirle y con todas aquellas frases que había compuesto en su mente y que había repetido una y otra vez hasta saberlas de memoria. Dios mío, Jesús, qué diablos había hecho… no podía creer lo que acababa de hacer.
La había tratado como si no existiese. Quizá ella no se había dado cuenta, puede que estuviese haciendo lo mismo con él. Es posible que de alguna manera, en un mundo perfecto, aquel ex forajido de casi dos metros de estatura le hubiese pasado desapercibido y que, al finalizar aquel baile interminable, pudiese ir tras ella, soltarle su discurso y que ella lo entendiera.
Pero al mirarla se le heló el corazón en el pecho, y todas aquellas palabras bonitas se evaporaron.
La música se elevó y llegó a su fin. S.T. ofreció el brazo a la duquesa. Durante un horrible instante, pareció que ella quería dirigirse hacia otro extremo del grupo, pero alguien la llamó desde el salón de las damas. S.T. aprovechó la oportunidad, le apretó el brazo y la condujo en la dirección segura.
Leigh apretó la mejilla contra el trabajado panel de madera de roble que cubría el pasillo donde había ido a esconderse después del baile. Era imposible quedarse rodeada de música y risas, impensable verlo otro vez y que mirase a través de ella, como si no se encontrase allí.
No sabía muy bien qué es lo que había esperado. ¿Una declaración de amor? ¿El Seigneur de rodillas a sus pies? ¿La oportunidad de decirle qué pensaba de él?
¡Embustero! ¡Hipócrita! ¡Traidor! Gallito presumido, elegantemente vestido de verde y oro, con su cabello tan especial atado sobre la nuca, que ni siquiera tenía la decencia de empolvarse y relucía a la luz de las velas.
Después de todas aquellas noches que había pasado tumbada en la cama, temiendo por él, preguntándose dónde se encontraría en ese momento y si estaría a salvo. De todas aquellas mañanas en las que tenía el corazón en un puño mientras trataba de hablar tranquilamente con su prima Clara de las noticias que traían los periódicos. ¿Decían algo importante? ¿Había anuncios de bodas, nacimientos, compromisos rotos? ¿Venía la captura de algún bandolero? Oh, sí, qué aburrimiento. No, gracias, no se sentía con ánimos para ir al teatro aquella noche.
Y después, el mismo día, el anuncio de la captura de S.T., del indulto y de su llegada a Londres.
Y ella había esperado.
¿Por qué? ¿Por qué permitía que le doliese tanto?
No había esperado su amor, claro que no; no había confiado en él ni por un instante. Siempre había sabido qué tipo de hombre era. Y, pese a todo, mientras Silvering y todo lo que quedaba de su vida era pasto de las llamas ante sus propios ojos, ella se había vuelto de espaldas y le había entregado su corazón y su ser.
¿Por qué no había ido a verla?
Lo odiaba con toda su alma. El odio parecía ser el motor de su vida; seguía odiando a Jamie Chilton en su tumba, y a Paloma de la Paz, y a todas aquellas tontas jovencitas que habían acudido a Leigh y le habían dicho que el señor Maitland las había enviado porque ella sabría lo que había que hacer.
Y claro que lo sabía. Fue muy fácil intimidar a Paloma y que confesase su verdadero nombre, muy fácil predecir que el poderoso Clarbourne recibiría de vuelta a una importante heredera como lady Sophia sin que importase adónde había huido. Dulce Armonía tenía también una familia ansiosa por tenerla de vuelta en casa, dispuesta a todo con tal de ocultar el escándalo. Leigh se había ocupado del bienestar de Castidad; se había asegurado de que todas las jóvenes que se habían quedado sin hogar tras vengarse ella de Chilton tuviesen a donde ir, pero no las había perdonado. Las odiaba a todas ellas.
Sobre todo odiaba a S.T. Maitland. Y también a sí misma, por ser tan imbécil y sufrir, sufrir y sufrir.
No debería haber asistido a aquella fiesta porque, ¿cómo no iba a estar él allí regodeándose de su leyenda? Estaba enterada de lo sucedido en Vauxhall, de que había aparecido con la máscara puesta, el muy arrogante y presumido, y de que incluso se había llevado a Nemo y había aterrorizado a todas las damas. No importa que el lobo estuviera más asustado que cualquiera de las cortesanas que daban gritos. S.T. sabía cómo reaccionaba Nemo en compañía de mujeres. Leigh debería haberse quedado en casa de su prima como lo había hecho durante meses, paciente, esperanzada y llena de odio.
Y además tenía miedo, le asustaba ver en qué se estaba convirtiendo. Sentía que se transformaba en una especie de malvada araña negra que, acurrucada en su grieta, contempla el mundo y desprecia todo y a todos por tener lo que ella no tiene.
Alguien entró en el pasillo; oyó cómo se abría una puerta y subía de volumen la música que sonaba lejana. Durante un momento estuvo a punto de darse la vuelta y huir, incapaz de hacer frente a preguntas cariñosas de si se encontraba bien, pero aquella solución solo serviría para despertar todavía más curiosidad. Así que se quedó donde estaba, rígida y arrogante, de cara a la puerta que conducía al salón.
– ¿Leigh? -dijo él con voz suave. Al oírlo, la joven alzó la barbilla y tensó aún más la espalda mientras apretaba con los dedos el borde de una mesa.
El Seigneur salió de entre las sombras y apareció en los bordes del pálido círculo de luz. Leigh lo miró y sus ojos lo atravesaron como puñales; deseó poder matar con tan solo una mirada. Pero él siguió allí, rebosante de vida, iluminado por el suave resplandor del candelabro que había sobre la cabeza de la joven.
– Quería verte -dijo él en voz baja.
La joven mantuvo la barbilla tiesa.
– ¿Perdón? -Su voz era fría como el hielo.
– Quería verte -repitió él-. No… no sé por qué no fui a tu lado.
Leigh se limitó a mirarlo fijamente, deseosa de que desapareciese aquella mancha que le empañaba la vista. Cuando esta amenazó con convertirse en lágrimas, volvió el rostro con brusquedad.
– ¿Te has enterado de que me han concedido el indulto? -preguntó S.T.
– Creo que lo sabe todo el mundo -respondió Leigh, tensa.
S.T. se quedó en silencio. Leigh clavó la mirada en la esquina de la mesa y observó que las velas en lo alto proyectaban el reflejo suave de su rostro sobre la pulida madera.
– Leigh -dijo él con voz extraña-. Me concederías el honor de…
El resto de las palabras se perdió. Leigh levantó los ojos. S.T. la miraba como si esperase que dijese algo. Cuando sus miradas se cruzaron, él apartó la suya, como si estuviese avergonzado, e inclinó la cabeza con gesto torpe.
– No voy a bailar más esta noche, gracias -respondió con rigidez-. Me ha dado dolor de cabeza.
Él bajó la vista hasta las borlas que adornaban la empuñadura de su espada de gala y palpó los cordones de seda trenzada.
– Ya veo -dijo-, lo siento.
Le dedicó una breve inclinación, se volvió y desapareció entre las sombras del pasillo.
Leigh tragó saliva. Ahora ya no le serviría de nada llorar. Las lágrimas ya no eran suficientes.
S.T. apareció al día siguiente al mediodía en Brook Street. Tenía que hacerlo. No le quedaba más remedio. Esperó en el vestíbulo mientras entregaban su tarjeta de visita a Leigh. Con los labios apretados y los ojos fijos delante de él en el quinto escalón repetía para sí una y otra vez lo que iba a decirle.
Durante la espera descubrió hasta dónde llegaba su valentía; fue humillante.
El mayordomo lo acompañó al piso superior, y mientras el criado anunciaba, «el señor Maitland», S.T. permaneció junto a la puerta de la sala y buscó con la mirada entre los visitantes que estaban sentados en círculo, pero quien se levantó y se acercó hasta él fue una mujer gordezuela, de pequeña estatura, que no había visto en su vida.
– Soy la señora Patton -dijo entre murmullos, mientras la conversación general se reanudaba tras una pausa muy significativa-. Mi prima todavía no ha bajado.