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Los ojos saltones bajaron la mirada.

– Soy Clarbourne -anunció con frialdad.

S.T. alzó la mirada y frunció el ceño. Observó aquella figura enorme y orgullosa, la poderosa mandíbula y los fuertes hombros. Después, de improviso, lo comprendió con tal fuerza que exclamó:

– ¡Por Dios! -Echó la cabeza hacia atrás al tiempo que soltaba una sombría carcajada-. ¡Clarbourne! Vive Dios que creí que se trataba de mi abogado; incluso pensé que veníais demasiado elegante para el asunto del que se trata.

El conde de Clarbourne, creador de ministerios, favorito del rey y con gran influencia en la Hacienda Pública, no dio muestra alguna de encontrar divertida la confusión. Su boca mostró un gesto de desprecio.

– Cuidado con las libertades que os tomáis, caballero.

S.T. lo miró con recelo.

– ¿Qué demonios quiere el Departamento del Tesoro de mí? -Lo miró de reojo y dibujó una astuta sonrisa en sus labios-. ¿O es que quizá quieren nombrarme bandolero supremo para así llenar las arcas del Estado? Yo estoy dispuesto a aceptar, pero me cuesta creer que necesiten la ayuda de un aficionado para dicha empresa.

Clarbourne lo miró con desagrado.

– Estoy aquí para informaros de vuestra situación, gallito de mierda. -Cruzó las manos tras la espalda-. La Corona tiene en su poder pruebas irrefutables de las actividades del sujeto conocido como el señor de la medianoche. Suficientes para colgarlo una docena de veces si es que su majestad así lo desea.

Hizo una pausa y dejó que un impresionante silencio se adueñase de la estancia.

– Os lo agradezco -dijo S.T.-. Es muy amable de vuestra parte haber recorrido tan largo camino para transmitirme la opinión que su majestad tiene del asunto.

Clarbourne sacó una cajita de rapé del chaleco, cogió una pizca y dio un fuerte estornudo.

– Vuestro nombre es Maitland -dijo. Se acercó a la ventana y apartó un poco una de las cortinas hacia un lado con el dedo índice-. Sófocles Trafalgar Maitland, como reza la Biblia de vuestro padre, que sus abogados consultaron a petición mía. Lord Luton ha confirmado vuestra identidad.

S.T. se mantuvo a la espera con el rostro impasible.

Clarbourne se frotó la nariz y resopló.

– Esa persona… llamada Chilton, que hizo el flaco favor de permitir que le disparasen… hay dudas acerca de quién cometió un acto tan atroz. Según tengo entendido, vos acusáis a Luton. Y él es tan amable que os acusa a vos. Todo esto es muy aburrido y muy incómodo. Si se celebra el juicio -entrecerró los ojos y miró a través del estrecho hueco-, habrá que llamar a testigos. Se les someterá a preguntas y ciertas… circunstancias saldrán inevitablemente a la luz pública.

– ¿Circunstancias?

– Tengo una hija -soltó Clarbourne de repente.

S.T. se quedó inmóvil y contempló la enorme silueta junto a la oscura ventana.

Clarbourne soltó la cortina.

– Lady Sophia. -Torció el labio-. Es una joven muy inconsciente a la que últimamente le ha dado por llamarse Paloma de la Paz.

Un carruaje pasó por la calle, y el ruido de las herraduras y el crujido de las ruedas fueron los únicos sonidos que se oyeron en la silenciosa estancia. Clarbourne se restregó las manos tras la espalda y después se volvió despacio para mirar a S.T. con sus ojos de pesados párpados.

– Ah -dijo S.T. en voz baja-. Ahora viene lo importante.

– Y tan importante. Lady Sophia está prometida. Los acuerdos entre las familias son de gran importancia. Puede que vos no lo sepáis, pero ha pasado el último año en el extranjero. Quizá durante su juicio haya alguna confusión, y algunas jóvenes en las que ella imprudentemente ha confiado cometan el error de declarar que ha estado en… en otra parte. -Se encogió de hombros-. O puede que no sea así. Pero soy un hombre al que no le gusta la incertidumbre. -El conde tomó otra pizca de rapé-. Prefiero que no se celebre juicio alguno.

S.T. dirigió la mirada a su regazo. Tomó aire una vez, y después otra, y mantuvo la respiración sin alteraciones.

– ¿Podéis guardar un secreto? -preguntó Clarbourne.

S.T. alzó la cabeza y su mirada tropezó con la del hombre.

– Si me dais razones suficientes…

Clarbourne se pasó el dedo índice por el labio superior. Miró a S.T. como un enorme sapo que contempla una mosca. A continuación hurgó en el interior de su chaqueta y sacó un pergamino doblado del que pendían unos sellos. Se dirigió hacia la puerta con pasos decididos, se detuvo y depositó el grueso rollo de vitela sobre una mesita de marfil-. Es el indulto absoluto de su majestad -anunció-. Vos no mancillaréis la reputación de mi hija al no tener que arriesgaros a hablar de ella.

Abrió la puerta, salió con sus pesados pasos, y la cerró tras de sí.

S.T. contempló el documento doblado. Echó la cabeza hacia atrás y se recostó sobre el respaldo de la silla mientras una sonrisa de incredulidad aparecía en su rostro.

Capítulo 26

S.T. llevaba un mes entero en Londres. Un mes durante el que había sabido que podía encontrarla en casa de su prima en Brook Street, pero no había ido. Se levantaba cada mañana, se vestía y llamaba a una silla para que lo llevase hasta allí, y cada mañana encontraba alguna distracción, algún recado sin importancia, algún encuentro casual, alguna razón por la que era mejor esperar.

Quizá se la encontrase en el nuevo Pantheon o en un musicale en un jardín, en un lugar que fuese más romántico que un salón abarrotado de visitantes mañaneros. Puede que se la encontrase en la calle; entonces le tomaría la mano y vería cómo su rostro se iluminaba de placer. Tal vez ella se enterase de su indulto y reconociese su éxito; puede que le escribiese una carta, que le enviase un mensaje, que hiciese algo… oh, Dios.

Durante un mes, S.T. había sido la estrella de la temporada de festejos de Londres, el invitado por el que peleaban las anfitrionas y una auténtica sensación cuando apareció en un baile de máscaras en Vauxhall con su máscara de Arlequín y las manoplas con adornos de plata. El apellido de su familia siempre le había facilitado la entrada a los acontecimientos sociales, y en el pasado lo habían recibido como uno de esos huéspedes que no son del todo respetables pero añaden un toque picante a la lista. Sin embargo ahora, una vez revelado que era el señor de la medianoche, descubrió que causaba furor.

Se pasaba el tiempo libre ensayando las palabras que le diría a Leigh cuando la viese. En todos los actos sociales se movía inquieto entre la multitud, nervioso y melancólico, hasta que se aseguraba de que ella no estaba presente y podía relajarse. Tras la primera quincena empezó a darse cuenta de que no iba a encontrársela, de que nunca se había movido en sociedad. Nadie la conocía, nadie hablaba de ella, y las damas empezaron a meterse con él y a decirle que, después de todo, y para su pesar se había domesticado y se había vuelto accesible.

Incluso aceptó la invitación a un baile en la mansión de los Northumberland.

La última vez que S.T. fue invitado de Hugh y Elizabeth Percy en Syon, se pasó los días apostando a las cartas y durmiendo hasta tarde, y las noches haciendo el amor bajo un andamio. Percy en aquel entonces no era más que conde; ahora disfrutaba de un ducado. Aquella noche el andamio y el amante ilícito hacía tiempo que eran cosa del pasado, y los interiores de la mansión, restaurados por Robert Adam, brillaban con todo su colorido y esplendor: mármoles veteados en rojo, verde y oro, suelos decorados, estatuas doradas y alfombras tejidas por encargo que reproducían cada detalle de las pinturas y escayolas de los techos en toda su complejidad. Rodeados de todo aquello, circulaban los invitados de los duques, brillantes como pájaros exóticos en una jungla en flor, entre el movimiento de los abanicos y el elegante jugueteo de los puños de encaje, entre los vapores de los perfumes y el vino, y un poco agobiados en aquella cálida noche de junio.