Nemo se mostró un tanto renuente a unirse al escaso tráfico que había en la carretera, pero tras mostrarse firme, el lobo accedió a caminar al lado de Mistral sobre las cuatro patas, en lugar de ser arrastrado sobre los cuartos traseros. Cuando habían recorrido media milla sin que apareciese la amenaza de una mujer, Nemo empezó a relajarse y a adelantarse al trote todo lo que la correa le permitía; se cruzaba en el camino de Mistral una y otra vez, y obligaba a S.T. a cambiar la brida de un lado a otro sobre la cabeza del caballo constantemente.
Nadie entre los escasos peatones ni entre aquellos que pasaban en carromatos de anchas ruedas pareció prestar atención a S.T. ni a su acompañante, pero al aproximarse a las afueras del pueblo, vieron una diligencia que avanzaba renqueante hacia ellos por la carretera. Cuando S.T. apartó a Mistral a un lado para dejarle paso, alguien que iba sobre el techo le gritó. Todos los pasajeros que iban en la parte superior se volvieron a mirarlo a la luz del crepúsculo, inclinados sobre el cartel que en la parte trasera del coche anunciaba el recorrido Lancaster-Kendal-Carlisle.
A Nemo no le hizo gracia tanta atención y saltó con un aullido hacia las ruedas del vehículo cuando este ya se alejaba. S.T. le habló con brusquedad y lo obligó a retroceder de un tirón, pero el lobo no dio señales de arrepentimiento; se limitó a darse la vuelta y volver a ocupar su sitio delante de Mistral con aire satisfecho.
El cuidado pueblo de Kendal todavía mostraba señales de actividad, pese a que la oscuridad ya estaba próxima. Las ventanas en las casas de caliza y escayola brillaban con luces que se reflejaban en el río. Allá arriba, dominándolo todo, se alzaban las negras ruinas de un castillo sobre una empinada colina al otro lado del pueblo. S.T. cabalgó bajo el cartel que anunciaba el servicio de correos, bajo el que tenía escrito el nombre de King's Arms. Desmontó en el patio de los establos y se sumó al grupo que había en torno a la oficina para preguntar por los paquetes que había traído la diligencia que acababa de partir.
Un diligente joven recorría la sala de espera y repartía un volante, a la vez que anunciaba a voz en grito:
– ¡Proclama! ¡Proclama! Aquí tenéis, señor. ¡Proclama!
Depositó una de las hojas en la mano de S.T., al tiempo que se apartaba del gruñido de advertencia de Nemo y mostraba su buen humor con una sonrisa. S.T. bajó la vista a la hoja de papel.
Por los delitos de robo, asesinato y lesiones
Sófocles Trafalgar Maitland
Mil libras esterlinas.
El salteador de caminos que se nombra más arriba
es dueño de un caballo rucio castrado
y de un perro de gran tamaño de ojos amarillos
y de piel a manchas negras y castañas,
que en realidad es un lobo…
S.T. no siguió leyendo. Reprimió la maldición que luchaba por salir de sus labios y estrujó el papel con la mano. Durante un instante una sensación de auténtico pánico se adueñó de él. Se quedó quieto en medio de aquel grupo en el que uno de cada tres hombres leía con detenimiento una detallada descripción de su persona, que iba desde el cabello hasta las manoplas con adornos de plata. Mil libras, por Dios bendito, ¡mil libras!
Respiró hondo, se encasquetó bien el sombrero y volvió a montar a Mistral.
Justo en el momento en que con las riendas le indicaba al caballo que fuese a la izquierda, Nemo descubrió algo a la derecha que despertó su interés. El lobo se metió bajo el hocico de Mistral y, al hacerlo, la rienda se atravesó sobre el pecho del caballo. Mistral arqueó el cuello y caracoleó como protesta ante aquellas señales contradictorias. S.T. lo forzó a ir hacia la derecha, y Mistral se tomó la improvisada indicación al pie de la letra: apoyó todo su peso sobre los cuartos traseros tal como le habían enseñado y empezó a hacer piruetas en el aire con las patas de delante.
En el campo de batalla habría sido una maniobra grandiosa, pero en el patio de la hostería hizo que una mujer se pusiese a chillar y que los mozos de cuadra apareciesen de golpe. De repente, todos se agruparon a su alrededor, los miraron fijamente, se pusiesen a dar gritos y los señalaron con los volantes que tenían en la mano.
Lo habían reconocido. Un momento antes, solo era un viajero más en la abarrotada explanada, y al siguiente se había convertido en el salteador de caminos.
S.T. se llevó la mano a la espada, pero no la desenvainó; no podía hacerlo en medio de aquella multitud. La correa se tensó en su mano cuando Nemo reaccionó ante el peligro y la expectación lanzando gruñidos y pegando saltos hasta donde la correa se lo permitía. S.T. tuvo que soportar en el brazo todo el peso del animal. De un fuerte tirón, hizo retroceder al furioso lobo y condujo a Mistral hacia la cancela de entrada.
Los espectadores que se habían interpuesto en su camino para impedirle la huida perdieron de repente todo el interés cuando Mistral se lanzó hacia delante. Pero los repetidos saltos de Nemo ejercían una fuerza contraria sobre el cuerpo de S.T. Todo aquel peso en movimiento solo sirvió para hacerle perder el control.
Mistral retrocedió alarmado. S.T. sintió cómo el caballo se tambaleaba y se inclinaba bajo aquel peso desequilibrado. Una marea de gente pareció rodearlos. En las milésimas de segundos que transcurrieron entre dejar que Mistral cayese al suelo y controlar a Nemo, S.T. se abalanzó sobre el cuello del caballo y le quitó las riendas.
Mistral cayó sobre las patas delanteras. S.T. volvió sobre la silla para llamar desesperadamente a Nemo, pero la oportunidad de escapar se evaporó al aproximarse los mozos de cuadra y los postillones para arrebatarle las bridas. El lobo describió un amplio círculo entre gruñidos y amenazas. Los espectadores se apartaron dando alaridos. En ese instante, S.T. levantó a Mistral del suelo, miró hacia delante y vio que unos muchachos empujaban un faetón vacío para bloquear la cancela. No lo pensó. Hundió las espuelas en el enorme caballo y se lanzó hacia la entrada con la mente, el cuerpo y el corazón concentrados en el espacio oscuro que quedaba sobre el vehículo y que significaba la libertad.
Mistral dio dos zancadas a todo galope, lo único que el reducido espacio le permitía hacer, y saltó. La luz se hizo sombra. Con el impulso, S.T. se inclinó hacia atrás mientras volaba. Lentamente y de forma extraña, vio los asientos del faetón bajo el lomo de Mistral; la negra silueta del arco de entrada parecía una mano que quisiera atraparlos en lo alto. A continuación, con una fuerte sacudida y entre las salpicaduras del charco que había bajo la cancela, pisaron tierra.
Con un nuevo salto salieron a la calle y S.T. tiró de las riendas exigiendo a Mistral un último esfuerzo; con tres zancadas pasó de un alocado galope a un paso más controlado. Vio que Nemo salía a toda velocidad por debajo del faetón y, por un instante, creyó que iban a lograrlo. Gritó al lobo y se inclinó sobre el cuello de Mistral, pero en ese momento el cuello de Nemo sufrió una sacudida que tiró de él hacia atrás; el lobo cayó al suelo tras enredarse la correa en la rueda trasera del faetón.
Nemo cayó de espaldas en el charco de barro. S.T. reaccionó frenético, consciente apenas de la muchedumbre que se agolpaba en la calle. Clavó las espuelas en Mistral para obligarlo a retroceder cuando el lobo se levantó y se lanzó hacia delante. Pero uno de los postillones saltó sobre el faetón y agarró la correa. Mientras Nemo tiraba de ella para ir detrás de S.T., el muchacho anudó el extremo a uno de los rayos de la rueda.
S.T. cabalgó hasta el arco de entrada e hizo retroceder al postillón con un alocado golpe de su espada. Se inclinó hacia el animal y trató de cortar la correa con el filo, pero las vueltas que daba Nemo, desorientado, hicieron vano su intento por liberar al lobo. Pese a que la multitud le cerraba ya el camino hacia la libertad, lo intentó una y otra vez mientras los cascos de Mistral reverberaban junto a los gritos bajo el arco. Siguió intentándolo incluso cuando la trampa se cerró, cuando Nemo abandonó su actitud beligerante e intentó dar un salto para lamer la mano de S.T., cuando alguien se hizo con las riendas de Mistral, cuando las pistolas y una escopeta de caza apuntaron hacia él en medio de la muchedumbre. Se quedó inclinado, con el brazo caído, la espada colgando de él y el rostro hundido entre las crines de Mistral.