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S.T. se inclinó sobre la mano de la dama y el encaje del puño de su camisa se derramó cual pálida espuma.

– Es un honor presentaros mis respetos -dijo. Mantuvo una actitud formal y neutra al no saber cómo sería recibido; quizá su mala reputación podría suponer su rechazo en una casa tan respetable como aquella-. Me temo que sea un desconocido para usted.

Pero la prima de Leigh, la señora Patton, se limitó a examinarlo con curiosidad durante un instante.

– En tal caso, venid y daos a conocer -susurró la dama. En su rostro redondo se dibujó un provocativo hoyuelo-. Pero debéis saber que vuestra interesante reputación ya os ha precedido y estamos todos muertos de curiosidad por conocer al señor Maitland. Estoy segura de que se me había olvidado que lady Leigh lo conociese, señor, de lo contrario habría insistido para que nos lo presentase.

– El único que ha salido perdiendo soy yo -dijo S.T. con elegancia.

La dama sonrió con gratitud.

– Se habrán conocido en Francia, no lo dudo. La pobre criatura apenas nos escribió ni nos contó nada mientras estuvo lejos. -La señora Patton se inclinó hacia él-. Esto ha sido tan difícil para ella… -dijo en voz baja-. Y fue muy de agradecer que la amiga de su madre, la señora Lewis-Hearst, ¿no era así como se llamaba?, se la llevase para que cambiara de aires después de tantas tragedias. Me duele no haberlo hecho yo, pero estaba a punto de tener a mi pequeño Charles. Pero sí, lo que sucedió fue terrible; fue demasiado para que una muchacha que era casi una niña lo soportase. Pobrecita mía, lo que he llorado por ella. ¡Cuánto tiempo estuvo lejos! ¡Más de un año! Recibimos solo una carta desde Aviñón. Supongo que no tenía fuerzas para escribir. Y luego, el incendio… es más de lo que nadie puede soportar. -La señora Patton apoyó la mano en el brazo de S.T.-. Si queréis que os diga la verdad, no creo que esté mejor. Anoche, por fin, la convencí para que saliese por primera vez desde que está con nosotros, y hoy… -Sacudió la cabeza con tristeza-. Me alegra que hayáis venido a visitarla, caballero.

– Es usted muy generosa al recibirme -dijo él-. No me lo esperaba.

– Creo que lo que Leigh necesita es distraerse. -La señora Patton frunció el ceño-. Desde su regreso, se niega a ver a sus amigas de la infancia, y nadie más ha venido a verla. -Tras esas palabras, asió impulsivamente la mano de S.T.-. Señor Maitland, os aseguro que habría recibido hasta al mismísimo deshollinador si él fuese capaz de hacerla sonreír por una vez como hacía antes. Vos no lo sabréis porque la conocisteis después… -Se ruborizó ligeramente y se mordió el labio-. ¡Pero qué cosas se me ocurren! El deshollinador, ¡menuda comparación! Estoy segura de que vos no tenéis el alma tan negra como él. Lo pasado, pasado está, por supuesto, y no seré tan malvada como para echarle en cara lo que hasta ni el mismo rey le tiene en cuenta, ¿verdad que no? -Y lo escudriñó con expresión traviesa-. Además, sois un auténtico trofeo para cualquier salón que se precie, ¿sabéis? Y voy a contarle a todo el mundo que el famoso salteador de caminos vino de repente de visita.

– Gracias. -S.T. trató de encontrar las palabras adecuadas, y tras mirar aquel rostro regordete y tierno añadió-: Por tener un corazón tan bondadoso.

La expresión traviesa desapareció del rostro de la dama, que echó la cabeza hacia atrás y lo miró con renovado interés.

– ¡Qué hombre tan fuera de lo corriente sois! De verdad.

S.T. se movió inquieto y se sintió un tanto incómodo ante aquella mirada femenina tan inteligente.

– ¿Creéis que seguirá el buen tiempo? -preguntó livianamente.

– No tengo ni la más remota idea -respondió ella mientras lo acercaba al círculo-. Venid y tomad un refrigerio. Señora Cholmondelay, ¿me permitís presentaros al señor Maitland, nuestro temible bandolero? Entretenedlo un rato mientras subo a ver qué retiene a lady Leigh.

S.T. se tomó un té, que fue todo lo que le ofrecieron, y se esforzó por mantener una agradable conversación y mostrarse de lo más inofensivo ante aquellas respetables damas. El recelo inicial con el que lo recibieron empezó a evaporarse y, cuando regresó la señora Patton, ya se las habían arreglado para sacarle la información de que residía con la familia Child en Osterley Park, y se dedicaban a interrogarlo sobre la nueva sillería de la señora Child, cuyos respaldos estaban inspirados en las formas de las antiguas liras.

La señora Patton se acercó a él.

– Debo presentaros mis disculpas, señor Maitland. Lady Leigh se encuentra indispuesta y hoy no se reunirá con nosotros.

S.T. bajó los ojos ante la mirada inquisitiva de la dama. Claro que Leigh se negaba a verlo, maldita sea, ¿qué otra cosa esperaba? Sintió que el rubor se extendía por su rostro. Todas las damas lo miraban.

– Lamento mucho oírlo -dijo sin dejar que su voz reflejase ninguna emoción.

La señora Patton le tomó la mano cuando él se inclinó para despedirse.

– Tal vez otro día -dijo.

S.T. sintió que depositaba en su mano un trocito de papel doblado y cerró los dedos a su alrededor.

«Está paseando por el jardín -decía de manera sucinta-. Jason os indicará el camino.»

Al pie de la escalera estaba el mayordomo con rostro expectante. S.T. respiró hondo, apretó el papel en su mano y descendió.

Leigh se había acostumbrado a aceptar aquel modo que tenía su mente de jugarle malas pasadas. La forma en que un ruido la hacía volverse y esperar encontrarse a su padre tras ella, o cómo al ver una gasa bonita pensaba: «A Anna le gustará». Al principio esos momentos habían sido frecuentes, al igual que los sueños, pero poco a poco se habían desvanecido y se habían vuelto más raros. Sin embargo, cuando le alcanzó el sonido de los pasos y el olor -el fuerte e inconfundible aroma a lavanda recién cortada-, alzó el rostro del libro sin pensar. Después se dio cuenta de que aquella premonición no era sino una fragancia y un recuerdo, y no una persona real ni un lugar donde ella había estado, donde el polvo y la luz del sol se mezclaban en un patio en ruinas.

Por mucho que se volviese, no iba a encontrarse en aquel lugar ni iba a ver al Seigneur entre la maleza y la lavanda silvestre.

Cerró el pequeño volumen, el octavo de El sueño de una noche de verano, y apoyó la cabeza en la mano, a la espera de la cariñosa insistencia de su prima. Clara quería ayudarla, Leigh lo sabía, pero, aun así, las presiones para que retomase su vida, para que saliese al mundo, solo hacían que se sintiera más triste y más enfadada. Ella no tenía nada; no contaba con nadie ni con nada. Todo se había vuelto en su contra; hasta su venganza, que le había hecho perder Silvering y que lo único que le había procurado era amargura.

Y lo que era peor… que continuase el sufrimiento. No solo añoraba a la familia que había perdido sino también a un hombre que lo único que conocía del amor era el flirteo y la lujuria. Que podía mirar a través de ella como si no existiese y, a continuación, con toda crueldad, invitarla a bailar.

Había tratado de endurecer su corazón, pero el fracaso había sido estrepitoso.

Oyó que los pasos se detenían sobre el sendero de gravilla frente a ella, pero no quiso ni levantar la cabeza ni abrir los ojos. Quería sentir el vacío. No quería pensar ni sufrir, ni siquiera quería existir.

– Por favor -susurró-, por favor, Clara, déjame.

Se oyó el crujido de la seda. Unas manos cálidas le cogieron el rostro, pero no de la forma delicada en que lo haría una mujer, sino con unos dedos firmes y suaves. Aquellas manos trajeron con ellas el intenso perfume de la flor de la lavanda deshecha con los dedos, la suave caricia de sus aromáticas hojas sobre la piel. Abrió los ojos y allí estaba él, de rodillas, real y concreto, delante de ella.

– Sunshine -dijo con dulzura, y la atrajo hacia sí mientras apoyaba la cabeza de ella sobre su hombro.