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Simon se movió nervioso en su asiento. Estaba consternado, sí. Se reprochaba haber pensado que el Holocausto sería una especie de gran departamento de tráfico, con nombres, direcciones, números de teléfono y fotografías actuales. Miró a Esther Weiss, que lo contemplaba expectante. No tenía por costumbre proporcionar información. Permaneció callado un instante, hasta que la joven revolvió unos documentos en la mesa.

– La otra vez que vine… -empezó a explicar despacio.

– Después de la muerte de Sophie Millstein -precisó la joven, y él asintió.

– …Recordará que estaba interesado por un hombre que Sophie conocía sólo como Der Scbattenmann.

– Por supuesto. El delator. Estaba hablando de eso con los demás berlineses. Lo recuerdo.

– Me temo que este hombre, la Sombra, vive aquí, en Miami Beach.

La mujer abrió la boca como para decir algo, pero se detuvo. Inspiró hondo antes de preguntar:

– ¿Aquí? -La pregunta pareció tan lánguida como su aspecto.

– Eso creo.

– Pero eso sería… -vaciló y, tras sacudir la cabeza, terminó la frase-: increíble. Horrible. Me parece imposible que…

– Creo que ha asesinado, señorita Weiss. Creo que acecha a supervivientes. Creo que acechó a Sophie. Y a otro hombre, un tal Herman Stein…

– Conocía al señor Stein.

– Y puede que a otro. Irving Silver.

Negó con la cabeza.

– No. Irving Silver estuvo aquí hace dos semanas. Hablando para la cámara, grabando sus recuerdos. -Esther Weiss alargó la mano hacia el teléfono, como si quisiera tenerla ocupada en algo.

– Pues ha desaparecido.

– ¿Ha hablado con la policía?

– Yo no. Otros, sí.

– ¿Y qué han dicho?

Se encogió de hombros al responder:

– Si no hay indicios de ningún crimen…

– Pero ¿ la Sombra? ¿Aquí? Alguien debería…

– ¿Qué, señorita Weiss? ¿Alguien debería investigar? Por supuesto. ¿La policía? ¿El Departamento de Justicia? ¿El maldito Tribunal Supremo?

– Sí, sí. El Departamento de Justicia lleva a cabo investigaciones especiales. Han encontrado nazis…

– ¿Es este hombre un criminal de guerra, señorita Weiss? Sí lo fuera, sería más fácil.

– Claro que lo es -confirmó sin vacilar.

– ¿Está segura?

– Colaboró y ayudó. Sin él… -Miró con dureza a Simon Winter-. Seguro que eso constituye un crimen de guerra.

– Tengo mis dudas.

Ella espiró despacio.

– Creo que entiendo lo que quiere decir. ¿Y dónde estarían esos indicios? ¿Las pruebas?

– Sospecho que las pruebas están, en su mayoría, muertas.

– Ya veo -asintió. Se reclinó en la silla y se frotó la frente con la mano. Se volvió un momento hacia la ventana y luego giró la silla de nuevo para mirarlo de frente.

– ¿Qué está pasando, señor Winter? Por favor, dígame qué está pasando.

Pero ésa era una pregunta que todavía no estaba dispuesto a responder.

Simon Winter salió del Centro del Holocausto con la promesa de que lo ayudarían y con los nombres de unos veinte expertos en el estudio de los supervivientes. Casi todos eran académicos y sociólogos, pertenecientes a universidades. Algunos estaban vinculados a organizaciones judías legítimas y conocidas. Unos cuantos eran autores que trabajaban en diversos libros sobre el Holocausto. El problema era, como pensó Simon al repasar la lista en su casa con una mano sobre el teléfono, que podrían contarle muchas cosas sobre el pasado, mientras que él procuraba investigar el presente y anticipar el futuro. Miró su lista y comprobó los tres que vivían en el sur de Florida.

Una secretaria del departamento de Estudios Europeos de la Universidad de Miami apuntó su nombre y su número, pero parecía dudar que un catedrático devolviera la llamada de un inspector de policía retirado especialmente ambiguo sobre la naturaleza de su investigación. El segundo hombre era escritor, vivía en Plantation y estaba trabajando en un libro sobre la colaboración del gobierno de Vichy en el envío de millares de judíos franceses a la muerte en Alemania.

– Puedo hablarle sobre el sur de Francia -indicó el hombre con pesar-, pero no de Berlín. -Dudó un instante, y añadió-: Bueno, como todo el mundo que estudia el Holocausto, puedo hablarle sobre la muerte, claro. Murieron centenares de miles de personas. El asesinato era tan corriente como la salida del sol por la mañana y su puesta por la tarde. El asesinato era rutinario, regular, como el horario de un tren. ¿Es esto lo que le interesa, señor Winter?

Simon colgó. Necesitaba otra cosa, algo único: una observación o una conexión, algo que lo sacara de la oscuridad de los recuerdos y le proporcionara los detalles para encontrar a la Sombra. Tenía que haber alguna relación que pudiera detectar entre el pasado y el presente. Algo físico, palpable.

No veía ninguna. Golpeó la mesa con el puño.

La impaciencia lo dominaba.

Inspiró hondo y marcó el tercer número. Iba a colgar cuando una voz mecánica de un operador automático le informó de que el número había cambiado. Anotó el nuevo y llamó. Casi colgó al quinto tono sin contestar, pero en el séptimo oyó un «Diga» ronco.

– ¿El señor Rosen? ¿L. Rosen?

Hubo un momento de duda y a continuación dijo:

– Louis Rosen. ¿Con quién hablo? Si vende suscripciones o seguros, o pide donaciones, olvídelo.

– No -lo tranquilizó Winter, que se presentó rápidamente y le explicó-: Me dieron su número en el Centro del Holocausto.

– Se supone que esos números son confidenciales -comentó el hombre tras otra pequeña pausa.

– Creo que lo son, pero se trata de circunstancias excepcionales.

– ¿Excepcionales? ¿Qué podría ser tan excepcional como para incumplir un deber de confidencialidad? -La voz no se suavizó, pero adquirió una nota de curiosidad.

– Tengo razones para creer que un hombre que ejercía de delator en Berlín vive ahora en el sur de Florida.

Rosen vaciló y hubo un silencio antes de que contestara en un tono monocorde y frío:

– Muy interesante. ¿Un delator? Sólo sobrevivieron unos cuantos. Como los kapos de los campos. Si encontrara a ese hombre, sería realmente interesante. Hay muchas preguntas por contestar.

– ¿Qué clase de preguntas?

– Todas las que empiezan por «por qué», señor Winter.

– ¿Cuál supone que podría ser la respuesta, señor Rosen?

– Estaría especulando. Mi especialidad es Polonia, el gueto de Varsovia.

– ¿Tenía familia allí?

– Por supuesto. Y yo también estuve.

– Comprendo.

– Pero eso es otra historia, ¿no cree, señor Winter?

– Sí. Pero ¿podría hacer conjeturas sobre qué clase de personalidad estoy buscando?

Rosen pareció reflexionar antes de hablar.

– Es una pregunta interesante. ¿Qué clase de personalidad? ¿De veras quiere abrir esa puerta concreta, señor Winter?

– Necesito saberlo. Necesito algo a lo que agarrarme.

– Se trata, por supuesto, del gran «cómo» subyacente en todas las preguntas sobre el Holocausto -dijo Rosen, bajando un poco de tono-. Está sólo un paso más cerca de la superficie que el gran «por qué».

– Sólo estoy empezando a comprenderlo -dijo Winter.

– Nadie llega a comprenderlo nunca de verdad -aseguró Rosen con frialdad-. Y menos si no estuvo allí. Las cifras eran enormes. La crueldad, habitual. La maldad, absoluta.

Simon guardó silencio. Notó que el hombre al otro lado de la línea pensaba.

– ¿Y usted quiere saber algo sobre un delator? No sobre un fanático ni sobre un nazi, sino sobre alguien similar a lo que los periódicos suelen llamar criminal psicópata. Despiadado. Implacable. ¿No le parece que su primer pretexto sería argumentar que hicieron lo que hicieron para salvar sus vidas y las de sus familias?

– Sería razonable.

– Pero, naturalmente, es falso. La mayoría no salvó a nadie, ni siquiera a sí mismos. Supongo que sólo se salvaron los realmente inteligentes. Y es muy probable que fueran de una raza especial. Para sobrevivir, me refiero.