– Muy acertado -comentó el rabino.
– Puede intentar acercarse a ustedes como alguien familiar: un repartidor o un cartero. No se fíen de nadie. Aunque haga diez años que van a la misma tienda y que comen la misma carne en conserva, ahora deben hacer otra cosa. No confíen más en el dependiente, aunque sea el mismo que han visto todos los días desde que llegaron a South Beach. Piensen que nada es seguro. Cualquier cosa podría ocultar a la Sombra.
Frieda Kroner entrecerró los ojos al comprenderlo.
– ¿Nos permitirá esto seguir con vida? -quiso saber.
– Tal vez. Pero no hay nada que lo garantice. No lo garantiza una pistola ni un pitbull.
– Ni la policía -replicó la mujer con amargura.
– Tiene razón. La policía resuelve crímenes ya cometidos. Rara vez consigue impedir que se cometan.
– Podríamos irnos -sugirió el rabino-. ¿Tal vez dejar la ciudad?
– ¿Para siempre?
– No. Este es mi hogar ahora.
– Entonces, creo que es más acertado defenderlo.
– Sí. Si hace cincuenta o sesenta años hubiéramos pensado de esta forma, a lo mejor… No, no pensemos estas cosas. Pensemos en seguir con vida ahora. Hoy. Esta noche. Mañana.
Winter dudó antes de seguir al ver cómo la expresión del rabino retrocedía un momento en el tiempo, al observar cómo el recuerdo del mal marcaba cada línea y cada arruga alrededor de sus ojos, en su frente y en las comisuras de sus labios.
– Hay algo más -añadió Winter despacio. Vio cómo los ojos del rabino volvían lentamente de décadas atrás y llegaban al presente, donde recobraban su nerviosismo.
– ¿Qué más, señor Winter?
– Vamos a suponer que sabe quiénes son ustedes -contestó Winter en voz baja-. Y dónde viven. Y que ahora mismo está seguro de sí mismo porque no cree que nadie lo ande buscando. Y que en este momento puede estar planeando su siguiente ataque.
Frieda Kroner soltó un gritito ahogado. El rabino dio un paso atrás.
– ¿Usted cree, señor Winter? -preguntó con una nota de pánico en la voz.
– No lo sé, pero creo que hay que ponerse en lo peor.
– Pero ¿cómo podría saberlo? -quiso saber Frieda.
– Quizás el señor Silver se lo dijera.
– No. Seguro que no. Por muy grande que fuera el dolor. No.
– De acuerdo -asintió Winter-. Pero hay otra cosa que acabo de recordar.
– ¿Qué?
La idea lo hacía sentir indefenso, impotente y estúpido. Si Irving Silver estuviera ahora con ellos, se habría acordado de este detalle unos días antes. De repente, se vio de pie junto al joven inspector negro en medio de la tensión y las voces que había en la escena del crimen mientras los de la policía científica trabajaban en el apartamento de Sophie Millstein. Recordó su propio dedo al señalar el teléfono y las palabras que había dicho al inspector.
– La noche que mataron a la señora Millstein, observé que en su casa faltaba su agenda -explicó.
– ¿Qué?
– Su libreta de teléfonos y direcciones. No estaba en su sitio habitual. Había desaparecido.
– Y cree que Der Scbattenmann…
– Si la vio, podría habérsela llevado. Y ustedes dos estaban en ella, porque vi que la señora la abría para buscar sus números de teléfono.
– Pero no sabemos si… -empezó el rabino, y se detuvo en seco. Se balanceaba adelante y atrás con una ligera sonrisa en los labios-. Esto es como una partida de ajedrez, ¿no es así, detective?
– En cierto sentido, sí.
– Él ha hecho movimientos. Ha controlado el tablero. Es como si nosotros no hubiéramos sido capaces de ver cómo sus piezas se movían de una casilla a otra. Pero ahora tal vez nos toque mover a nosotros. Somos tres y nos quedan algunos trucos, ¿no cree?
– Sí -respondió Winter.
– No tengo miedo -dijo el rabino a la mujer-. Da igual lo que suceda, no puedo tener miedo. No creo que Irving lo tuviera tampoco, cuando fue a por él. Y no creo que tú vayas a tenerlo. ¿Acaso no hemos visto ya lo peor que puede engendrar el mundo? ¿Hay algo más aterrador que Auschwitz?
Curiosamente, Frieda también sonrió entonces.
– Sobrevivimos a aquello…
– Podemos afrontar esto.
Simon vio cómo Rubinstein alargaba la mano para sujetar la mano de su amiga y darle un pequeño apretón de aliento. Pensó que debería decir algo, pero no se le ocurrió nada. Pasado un momento, Frieda se volvió hacia él. No habló, pero por su expresión supo que los tres estaban preparándose para el movimiento siguiente, fuera cual fuese.
Esther Weiss se reclinó en la silla de su pequeña oficina en el Centro del Holocausto. No parecía sorprendida de verlo.
– ¿Tiene más preguntas, señor Winter?
– Sí -respondió.
– Era de esperar. Cuando se destapa la caja de Pandora, salen muchas preguntas. ¿Qué quiere saber?
– ¿Tienen algún registro o lista de los supervivientes del Holocausto, ya sabe, una especie de directorio?
La joven arqueó las cejas un momento y luego sacudió la cabeza.
– ¿Una lista de supervivientes? -repitió.
– Exacto.
– ¿Como la lista de miembros de un club o una agrupación?
– Sí, aunque me doy cuenta de que suena extraño.
– Sería abominable, señor Winter.
– Perdone, no entiendo por…
– Señor Winter -lo interrumpió ella-, esta gente fue víctima del Holocausto precisamente porque figuraba en listas. Registros, guías, directorios. Existe toda clase de palabras inocentes que adquieren significados horrendos cuando los relacionas con las redadas y los transportes a los campos. No, señor Winter. Se acabaron las listas, gracias a Dios.
– Pero aquí, en el Centro del Holocausto, y en los demás organismos dedicados a conservar la memoria histórica…
– Conservamos los nombres de las personas que han hablado y hablan con nosotros, pero confidencialmente. La privacidad es una cuestión importante para esta gente, señor Winter. Es difícil entender que estas personas pueden ser únicas y especiales al mismo tiempo que terriblemente corrientes. Muchas han llevado una vida sencilla, nada excepcional, salvo por esos años en los campos. Por consiguiente, estos recuerdos, aunque los comparten, tienen para ellos un carácter íntimo que nosotros protegemos. Los centros de Washington y Los Ángeles actúan del mismo modo. La Universidad de Yale guarda bajo llave su colección de recuerdos grabados en vídeo. Tienen más de dos mil.
– ¿Cuántos supervivientes del Holocausto están aquí, en South Beach?
– ¿En South Beach? No sabría decirle. Hace unos años, se calculó que en el sur de Florida vivían quince mil supervivientes. Desde Boca Ratón y Fort Lauderdale hasta South Beach. Pero se están haciendo mayores. Cada mes la cantidad se reduce. Por eso sus recuerdos son tan cruciales. -Lo observó con cierta aprensión-. No tenemos ninguna lista, señor Winter. Estas personas acuden a nosotros.
Winter reflexionó un momento y probó otra táctica.
– Supongamos que retrocedo en el tiempo. Que voy a Inmigración y Nacionalización. ¿Sabe si encontraría algún registro de los años cuarenta o principios de los cincuenta…? -Su pregunta quedó sin acabar al ver que Esther Weiss sacudía la cabeza.
– Lo dudo. Por supuesto que tienen registros de las personas que entraron en Estados Unidos y sobre cómo se gestionó su llegada. Pero ¿una compilación general? ¿De los supervivientes del Holocausto? No. Además, había rutas distintas, una vez que habían llegado aquí. Desde Lower East Side hasta Skokie, Illinois, o Detroit, o Los Ángeles, y finalmente hasta Miami Beach. No eran viajes oficiales, señor Winter. Sólo están registrados en los recuerdos de las personas que recorrieron el trayecto.
– Pero seguro que debe…
– ¿Seguro que qué? En Israel han intentado documentar los nombres de las personas fallecidas en el Holocausto. Han llegado a tres millones, algo menos de la mitad. No, señor Winter, no existen listas. Sólo caos y recuerdos de pesadilla. -Se detuvo para examinar la consternación que reflejaba el rostro de Simon-. Tiene una pregunta, pero no la hace. Sabe algo, pero no lo dice. Quiere que lo ayude, pero no me cuenta por qué.