«Di lo que en realidad quieres decir», se insistió, como si fuese un maestro de colegio frustrado con las redacciones de sus estudiantes. Entonces garabateó rápidamente:
Me siento como un huésped que se ha quedado más de la cuenta.
«Eso está mejor -pensó y sonrió-. Ahora los negocios.»
Tengo algo más de 5.000 dólares en una cuenta de ahorros en el banco First Federal, parte de los cuales deberían usarse para freír estos viejos huesos. Si alguien fuese tan amable de recoger mis cenizas y lanzarlas a las aguas del Government Cut cuando la marea las expulse por el canal, se lo agradecería mucho.
Hizo una pausa y pensó: «Estaría bien si lo hicieran cuando los grandes bancos de tarpones que viven en el canal empiezan a saltar por la superficie, resoplando, tragando aire y alcanzando velocidad mientras se preparan para alimentarse de besugos y caballas pequeñas. Son animales bellos, con enormes escamas plateadas como una armadura sobre sus flancos que las hacen parecer caballeros medievales errantes del mar, con unas colas grandes, poderosas como guadañas, que las impulsan por el agua. Pertenecen a una antigua tribu que ha permanecido intacta, inalterada por ningún cambio evolutivo durante siglos, y algunos de ellos probablemente son tan ancianos como yo.» Se preguntó si un tarpón alguna vez se cansa de nadar y, en caso afirmativo, entonces qué hace. «Tal vez simplemente nada más despacio y no huye tan rápido cuando un gran pez martillo acecha el banco. No estaría del todo mal regresar como un tarpón.» Continuó escribiendo:
El dinero sobrante deberá entregarse al fondo de viudas del Departamento de Policía de Miami Beach o comoquiera que se llame actualmente. No tengo parientes a quien llamar. Tenía un hermano, pero murió y no sé nada de sus hijos desde hace años.
He disfrutado de la vida y he logrado hacer algunas cosas buenas. Si alguien está interesado, en el dormitorio hay un álbum con algunos recortes de prensa sobre mis antiguos casos.
Decidió permitirse un pequeño punto de engreimiento y una disculpa:
Hubo un tiempo en que fui de los mejores.
Siento causar tantas molestias.
Hizo una pausa, examinó la nota y luego la firmó con una floritura: «Simon Winter. Detective retirado.»
Respiró hondo y alzó la mano delante de sus ojos. Estaba firme. Miró de reojo la nota manuscrita. «Ni un temblor en la letra tampoco -pensó-. Muy bien. Te has enfrentado a cosas mucho peores. No hay razón para esperar más.»
Sujetó el arma y colocó el dedo en el gatillo. Podía sentir todas y cada una de las acciones que realizaba, como si de pronto cada movimiento cobrara un significado especial por sí mismo. La presión del dedo alrededor del gatillo tensaba el tendón del reverso de la mano. Sentía el músculo del brazo trabajando mientras alzaba el revólver, reforzando su muñeca para que pudiera sostener el arma inmóvil. Su corazón se aceleró y su mente se llenó de recuerdos. Ordenó a sus ojos que se cerrasen, intentando eliminar cualquier duda residual.
– Muy bien -dijo-. Muy bien. Ya es hora.
Simon Winter introdujo el cañón en su boca, contra el paladar, y se preguntó si sentiría el disparo que le mataría. Y durante aquel breve instante de duda, aquella única y momentánea demora, el silencio a su alrededor fue bruscamente alterado por una fuerte e insistente llamada a la puerta de su apartamento.
El sonido estalló a través de su determinación suicida, sobresaltándole.
Al mismo tiempo, fue consciente de docenas de pequeñas sensaciones, como si el mundo hubiese requerido bruscamente su presencia. La presión sobre el gatillo parecía lastimarle el dedo; allí donde había esperado una rápida mortaja de abrasadora inconsciencia, ahora notaba el sabor de la dureza metálica del revólver y se atragantó con el intenso olor aceitoso de los líquidos con que limpiaba el arma. Su lengua se deslizó por el suave acero helado del seguro del gatillo y oyó el vaho de su aliento.
A lo lejos, el motor diesel de un autobús pasó zumbando. Se preguntó si sería el A-30 que se dirigía a Ocean Drive o el A-42 de camino a Collins Avenue. Una mosca atrapada aleteaba frenéticamente en la ventana y recordó que había una persiana que tenía un listón suelto. Abrió los ojos y bajó la pistola.
Llamaron de nuevo a la puerta, esta vez con más insistencia.
El apremio de aquel ruido acabó con su determinación. Dejó el revólver en la mesilla auxiliar, encima de su nota de suicidio, y se levantó del sofá.
Escuchó una voz:
– Por favor, señor Winter…
Era una voz aguda y asustada, y le pareció familiar.
«Ya ha anochecido -se dijo-. Nadie ha llamado a mi puerta después de la puesta de sol en veinte años.» Moviéndose rápidamente y olvidando por un momento la lentitud que la edad imponía a sus extremidades, corrió hacia el sonido.
– ¡Ya voy, ya voy! -gritó, y llegó a la puerta sin saber exactamente con qué se encontraría, pero tuvo la vaga esperanza de que fuese algo de importancia para su vida.
El miedo iluminaba como un halo de luz a la anciana que había delante de la puerta. Su rostro estaba rígido, pálido, tenso como un nudo, y miró a Simon Winter con tal desesperación que éste retrocedió como si le hubiese golpeado una repentina y fuerte ráfaga de viento. Le costó un momento reconocer a su vecina de al menos diez años.
– Señora Millstein, ¿qué sucede?
La mujer alargó la mano y sujetó a Simon por el brazo sacudiendo la cabeza, como dando a entender que no podía hablar sin sentirse aterrada.
– ¿Se encuentra usted bien?
– Señor Winter -dijo la anciana lentamente, las palabras rechinando entre sus labios apretados-. ¡Gracias a Dios que está en casa! Estoy sola y no sé qué hacer…
– Pase, pase, por favor. Pero ¿qué ocurre?
Sophie Millstein entró temblorosa. Sus uñas se hincaron en el brazo de Simon Winter, su presa como la de un escalador a punto de caerse por un profundo precipicio.
– No puedo creerlo, señor Winter… -empezó vacilante, pero de pronto sus palabras cobraron velocidad y habló en un torrente de ansiedad-: Pienso que ninguno de nosotros lo creía de verdad. Parecía algo tan lejano… Tan imposible… ¿Cómo es posible que él esté aquí? ¿Aquí? No, simplemente parecía una locura, ninguno de nosotros lo creía. Ni el rabino ni el señor Silver ni Frieda Kroner. Pero estábamos equivocados, señor Winter. Él está aquí. Yo lo he visto hoy. Esta noche. Justo delante de la tienda de helados del Lincoln Road Mall. Salí y allí estaba él. Él simplemente me miró y, créame, le reconocí al instante. Sus ojos son como cuchillas, señor Winter. No sé qué hacer. Leo sí lo habría sabido, habría dicho: «Sophie, tenemos que llamar a alguien», y entonces habría encontrado el número enseguida, lo tendría a mano. Pero Leo se ha ido y yo estoy sola y él está aquí.
Miró desesperada a su vecino.
– Él también me matará a mí -añadió entrecortadamente.
Simon la acompañó hasta la salita del pequeño apartamento e hizo que se sentase en el vencido sofá.
– Nadie va a matar a nadie, señora Millstein. Ahora le serviré una bebida fría y luego me explicará por qué está tan asustada.
La mujer le miró como una posesa:
– ¡Tengo que avisar a los demás!
– Está bien, está bien. La ayudaré, pero por favor, beba algo y luego cuénteme qué sucede.
Abrió la boca para responder, pero pareció quedarse sin habla y no salió ningún sonido. Se puso la mano en la frente, como si se tomase la temperatura, y por fin dijo:
– Sí, sí, gracias, té helado, si tiene. Hace tanto calor… Algunas veces en verano parece que el aire vaya a arder.
Simon apartó la nota de suicidio y el arma de la mesilla auxiliar que había delante de la anciana y corrió a la cocina. Cogió un vaso y lo llenó de agua, cubitos y una mezcla de té instantáneo. Dejó la nota en la encimera, pero antes de llevar el vaso se detuvo y cargó de nuevo el revólver con las cinco balas que llevaba en el bolsillo. Alzó la vista y vio a la anciana mirando al frente con la mirada perdida, como si contemplase algún recuerdo. Sintió una extraña excitación, unida a un sentido de urgencia. El miedo de Sophie Millstein parecía algo físico, espeso y asfixiante, llenaba la habitación como si fuera humo. Respiró hondo y se apresuró a ir junto a ella.