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Y entonces, de pronto captó algo diferente. Un crujido como el que provocaría alguien al pisar una rama seca, un ruido que llegó directamente hasta ella, como el susurro de un amante.

– ¡Para el coche! -chilló.

– ¿Qué? ¿Qué pasa? ¿Has visto algo?

– ¿Has oído eso?

– ¿El qué? -respondió Robinson-. ¿Qué tenía que oír?

Pero Espy ya estaba apeándose sin esperar a que se detuviera el coche. Cuando sus pies aterrizaron sobre el firme arenoso, gritó por encima del hombro:

– ¡Un disparo, he oído un disparo!

Robinson se apresuró a echar el freno de mano y saltó en pos de ella.

Simon Winter se mecía en la cresta de las olas igual que un niño en su cuna. Sentía que se le escapaba la sangre por la herida del costado y tenía la sensación de estar envuelto en una inmensa tibieza.

Pensó en Frieda Kroner y el rabino, y les dijo en voz alta:

– Ya estáis a salvo. He hecho lo que me pedisteis.

En aquel mismo instante visualizó el rostro de su vecina y pensó: «Sophie Millstein, ya he pagado mi deuda.»

No sentía dolor alguno, y eso lo asombraba. Todas las muertes que había visto a lo largo de tantos años siempre iban acompañadas de heridas y desgarros, y siempre había dado por sentado que la violencia era la novia del dolor. El hecho de que lo único que experimentaba fuera un leve mareo lo tenía intrigado.

El peso de su mano le recordó que todavía sostenía el revólver, ya vacío. Se reclinó hacia atrás, como si pretendiera recostarse en las olas, y durante unos momentos estudió la posibilidad de simplemente dejar que el arma resbalara de sus dedos y se hundiera en las aguas negras que había bajo sus pies, pero no se atrevió a hacer algo así. Interiormente le dijo al arma: «Has hecho lo que te pedí, y te estoy agradecido. Ha sido justo lo que esperaba, y no te mereces que te abandone después de prestarme este servicio, pero no sé si me quedan fuerzas para sostenerte.»

Aun así, lo intentó, y la primera vez falló; luego escupió un poco de agua de mar y consiguió introducir el arma en la pistolera, lo que le produjo una satisfacción inmensa.

Simon hizo una inspiración profunda. Se puso una mano sobre la herida sangrante y con la otra dio una amplia brazada, nadando por un instante.

Se dijo que no estaría mal morir en la playa, que cuando se despidiera de la vida sería agradable tener un suelo firme bajo los pies para que al enfrentarse a la muerte pudiera hacerlo de frente. Pero el tramo alargado de tierra se encontraba a más de cincuenta metros de distancia, un esfuerzo imposible, y notaba el tirón de la marea que lo alejaba cada vez más de la costa.

Volvió a nadar con su brazo libre, pero de pronto lo invadió el agotamiento, y pensó que poder escoger el lugar donde morir era un lujo que pocas personas podían permitirse, y que no debía prestar atención a aquel detalle sino aceptar lo que pudieran depararle los minutos siguientes. Pero, incluso con aquel pensamiento martilleándole la cabeza, descubrió que su brazo superaba el cansancio producto de la persecución, la lucha y la herida, y una vez más volvía a forcejear contra la corriente.

Aquello le hizo sonreír.

«Siempre he sido testarudo -pensó-. Lo fui de pequeño y luego de joven, y después pasaron los años y me convertí en un viejo testarudo, y eso es lo que soy, y luchar es una buena manera de morir.»

Pataleó con fuerza, en un intento de nadar con las últimas fuerzas que le quedaban. Aspiró a duras penas una bocanada de aire y vio algo que lo dejó atónito: un haz de luz procedente de la playa, entre el gris del alba. Al principio creyó que era la muerte que venía a buscarlo, pero enseguida advirtió que no era nada tan romántico. Era algo terrenal que lo buscaba a él. Levantó el brazo libre por encima de las olas en el momento en que la luz sondeaba el aire a su altura, y por fin ésta se quedó fija iluminando su mano en alto.

– ¡Ahí! -gritó Espy Martínez-. ¡Dios mío, es él! ¡Simon! -gritó en dirección al viejo policía-. ¡Simon! ¡Estamos aquí!

– ¿Ves a…? -empezó Robinson, pero ella terminó la frase:

– No; está solo.

Le pasó el foco a ella y empezó a quitarse la chaqueta, el arma, los zapatos y los calcetines.

– Mantén la luz fija en él -dijo-. No lo pierdas.

Espy asintió y se metió unos pasos en el agua intentando acercarse al náufrago. Las aguas tropicales le rodearon las rodillas.

– Rápido, Walter -lo apremió-. ¡Ayúdale!

Pero no había motivo para decir aquello, porque el inspector ya estaba zambulléndose en el oleaje. Desapareció por un momento en un estallido de espuma, se metió por debajo de una ola que se acercaba y emergió por detrás, batiendo el agua furiosamente con brazos y piernas.

Ella mantuvo el haz de luz fijo en el hombre que se debatía lejos de la costa. Apenas podía distinguir la forma oscura de Walter Robinson, más oscura incluso que las aguas que los rodeaban a ambos. Vio que el brazo extendido de Winter se bamboleaba y después desaparecía de la vista, aunque todavía distinguió entre las olas su penacho de cabellos blancos semejante a una gorra.

– ¡Rápido, Walter, rápido! -chilló, aunque no creyó que la oyera por encima del oleaje-. Nada con fuerza -susurró-. Nada rápido, Walter.

Notaba cómo la marea lo ayudaba a alejarse de la costa, pero sabía que el mar era muy voluble, y que lo que en aquel momento le estaba ayudando iba a volverse traicioneramente en su contra cuando alcanzara al viejo policía. Mantenía la cabeza baja y la giraba sólo para aspirar bocanadas de aire y para comprobar su orientación. Aquello no se parecía en nada al ejercicio habitual de ritmo constante, pero lo estimulaba el hecho de luchar ferozmente contra el oscuro mar.

Robinson surcaba las aguas rápidamente. El haz de luz parecía estar disipándose y comprendió que el amanecer despuntaba por el horizonte. No prestó atención a aquello, sino que siguió nadando, sintiendo la tensión de los músculos a cada brazada. En un momento dado chilló:

– ¡Ya voy, Simon! ¡Aguanta!

Pero el esfuerzo de alzar la cabeza para gritar alteró la potencia de su avance, de modo que volvió a meter la cabeza en el agua y se limitó a escuchar tan sólo el chapoteo de sus manos, el pataleo de sus piernas y el silbido áspero de su respiración cada vez que tomaba aire.

Simon Winter inclinó la cabeza hacia atrás y contempló el cielo, pero de pronto una ola pequeña lo golpeó en la barbilla y le hizo toser y escupir agua salada. Trató de nadar con un brazo mientras con la otra mano se apretaba la herida del costado, pero le resultó difícil. De pronto tuvo la sensación de que surgían del mar unas manos que tiraban suavemente de él e intentaban convencerlo de que se relajara y se dejara hundir. Pataleó otra vez para mantener la cabeza apenas fuera del agua, y por primera vez aquella noche, incluida toda la persecución y la lucha, pensó que ya estaba mayor y que los años le habían dejado poca cosa aparte de unos músculos flojos y una fatiga temprana.

Soltó aire despacio, y entonces oyó a Walter Robinson llamándolo a gritos. Intentó responderle, pero se le antojó que el mar producía un estruendo insuperable, y no pudo. Con todo, se las arregló para levantar la mano y agitarla, y entonces vio un revuelo de estallidos en las agitadas aguas, provocadas por el joven inspector, que venía hacia él.

– ¡Estoy aquí! -consiguió decir Simon en lo que a él le pareció un grito pero apenas fue un susurro.

– ¡Aguanta! -oyó a Robinson, y aguantó.

Cerró los ojos pensando que era como un niño agotado que se resiste a dormirse, y de repente se dio cuenta de que Robinson estaba a su lado y que lo agarraba con fuerza del brazo.

– ¡Ya te tengo, Simon, aguanta un poco!

Abrió los ojos y sintió que el brazo del inspector le rodeaba el pecho.

– Se acabó, Walter -dijo en voz baja.

– Tranquilo, Simon. ¿Qué diablos…?

– Hemos luchado, y he ganado. Procura que lo sepan…