Tosió y se ahogó.
Entonces oyó un sonido, amortiguado y cercano, un golpeteo urgente.
– ¿Qué es eso? -susurró con voz ronca.
– No lo sé -respondió el rabino-. ¡Escuche!
El golpeteo parecía reverberar en la habitación y oyeron una voz fuerte y apremiante:
– ¡Bomberos de Miami Beach! ¿Hay alguien ahí?
El golpeteo prosiguió, y la voz y el sonido se oyeron más cerca. Seguramente se trataba de un bombero que pasaba por los pasillos llamando a todas las puertas, en busca de posibles rezagados.
– Es un bombero -dijo-. ¡Nos sacará de aquí! ¡Vamos!
Y antes de que los ancianos pudieran reaccionar, cruzó la sala a trompicones y abrió la puerta de un tirón. El rabino y Frieda Kroner gritaban detrás de ella:
– ¡No! ¡Espere! ¡No abra!
Espy se asomó al pasillo y chilló:
– ¡Aquí! ¡Estamos aquí! ¡Necesitamos ayuda!
Le contestó un hombre desde algún sitio cercano de la oscuridad y logró distinguir una silueta que se aproximaba a ella.
– ¿Hay alguien ahí? -preguntó la voz.
– Sí, soy la ayudante del fiscal -respondió ella-, y también está el rabino y…
El golpe la alcanzó en el hombro y le sacudió la barbilla, la hizo girar y casi perder el conocimiento. Cayó de espaldas en el interior del apartamento dejando escapar una especie de gemido. No se desmayó, aunque todo le daba vueltas. De pronto se dio cuenta de que estaba en el suelo y de que había una silueta erguida sobre ella. Un haz de luz surcó la estancia, y en su estupor vio que el rabino tenía una linterna en la mano. También vio que la figura que se erguía sobre ella empuñaba un cuchillo con el que se disponía a atacarla, justo en el momento en que Rubinstein le iluminó la cara con el haz de luz. El intenso brillo pareció alterar la trayectoria del cuchillo, y Espy sintió que la hoja cortaba el aire justo por encima de ella.
La Sombra se incorporó alzando un brazo para bloquear la luz de la linterna, y no vio a Frieda Kroner, que había saltado junto a Espy blandiendo una extraña forma negra que descargó contra el hombre acompañada de un sonoro gruñido a causa del esfuerzo. Aquello se le clavó violentamente en el brazo produciendo un ruido sordo, metálico, y la Sombra aulló de dolor.
Desquiciada, la anciana chillaba en su lengua materna:
– Nein! Nein! Nicht dieses Mal! [¡No, no, esta vez no!] -Y descargaba el objeto una y otra vez.
El haz de luz se agitó y bailó por la sala cuando el rabino también se abalanzó contra la Sombra desde el lado contrario, de modo que éste, a horcajadas sobre la mujer tumbada en el suelo, se vio acorralado por ambos lados.
El rabino sostenía en su mano libre una enorme menorah de bronce que silbó al cortar el aire. Su primer golpe, acompañado de un fiero grito de batalla, le destrozó el hombro. La linterna se le cayó al suelo, y por un breve instante Espy vio al rabino adoptando la postura de un bateador de béisbol, preparado para un segundo golpe. Mareada, intentó levantarse, pero de nuevo se vio empujada contra el suelo por una pierna de la Sombra: el pie le golpeó el pecho, y por un momento creyó que la había apuñalado.
En aquel instante se preguntó si estaría muerta. Volvió a intentar levantarse y se esforzó por oír algo más aparte de los gritos guturales que profería Frieda Kroner, hasta que oyó jadear al rabino, sin aliento, igual que el que acaba de ganar una dura carrera:
– ¡Se ha ido!
Y comprendió que aquello era verdad.
Tuvo la sensación de que el mundo enmudecía de repente, aunque en realidad en la sala resonaban todavía las sirenas y las alarmas.
Se giró a oscuras hacia Frieda Kroner, que le estaba hablando en alemán.
– Hören sie mich? Sind sie verletzt? Haben sie Schmerzen? [¿Se encuentra bien? ¿Está herida? ¿Le duele algo?]
Y, curiosamente, le pareció entenderlo todo.
– No se preocupe -respondió-. Estoy bien, señora Kroner. Estoy bien. ¿Con qué le ha golpeado?
De pronto la mujer soltó una carcajada.
– Con la tetera de hierro del rabino.
Rubinstein recogió su linterna y les apuntó a la cara. Espy pensó que todos debían de estar muy pálidos, como si la proximidad de la muerte les hubiera dejado un poquito de su color; pero Frieda lucía en los ojos una salvaje expresión de triunfo, como una valkiria.
– ¡Ha salido huyendo! ¡El muy cobarde! -De pronto se interrumpió y dijo en un tono más sereno-: Supongo que hasta hoy nadie le había hecho frente…
– ¡Tenemos que atraparlo! -ordenó el rabino-. ¡Ahora! ¡Es nuestra oportunidad!
Espy se recobró y asintió con la cabeza. Alargó la mano para coger la linterna del rabino.
– En efecto. Síganme.
Y los sacó al pasillo igual que un piloto huyendo a través de una densa niebla, atravesando la oscuridad en dirección a las escaleras.
Walter Robinson, luchando contra un pánico impropio de él, sin ver nada, intentaba avanzar a tientas en la oscuridad y correr al mismo tiempo. Subió a toda prisa por la escalera de emergencia, sus pisadas resonando en los peldaños de hormigón. Oía su propia respiración, áspera y trabajosa, puntuada a lo lejos por las sirenas y allí por la alarma.
No vio el cuerpo hasta que tropezó con él.
Igual que un bloqueo de un jugador de fútbol americano, lo lanzó hacia delante, y fue a dar con las manos contra la escalera en el momento de caer. Dejó escapar un grito de sorpresa y luchó por rehacerse.
Se recuperó y bajó una mano, casi temiendo tropezar con la piel marchita del rabino o de Frieda Kroner, o peor, con el suave cutis de Espy Martínez. Cuando palpó el bulto, al principio experimentó confusión. Después, tanteando en la oscuridad, tocó la placa del policía. Bruscamente retiró la mano y se dio cuenta de que la tenía cubierta de sangre.
Entonces gritó con todas sus fuerzas:
– ¡Espy! ¡Ya voy!
Cualquier cosa, esperaba, que pudiera distraer al hombre que sin duda alguna se hallaba frente a él. Cualquier cosa que pudiera hacerlo titubear en su misión letal.
Seguía sin ver nada, y cualquier cosa que pudiera haber visto quedaría empañada por la cacofonía interior del miedo que sentía. Aferró la barandilla de la escalera y se lanzó hacia arriba, otra vez en dirección a la sexta planta.
Volvió a gritar:
– ¡Espy!
En ese momento brilló en medio de la oscuridad un haz de luz y alguien contestó:
– ¡Walter!
Gritó por tercera vez:
– ¡Espy!
Entonces los vio a los tres, que apuntaban con una linterna en su dirección.
– ¿Estás bien? -preguntó ansioso.
– Sí, sí -exclamó ella-. ¡Pero está aquí!
Robinson alargó una mano y agarró a Espy, la cual se abrazó a él con fuerza y le susurró:
– ¡Dios mío, Walter, ha estado aquí! Y ha intentado matarme. El rabino y la señora Kroner me han salvado, y él ha huido. La señora lo golpeó con una tetera de hierro. Pero sigue estando por aquí, en alguna parte.
Robinson la apartó un paso y miró a la pareja de ancianos.
– ¿Se encuentran bien? -les preguntó.
– Hemos de encontrarle -repuso el rabino.
El inspector empuñó el arma.
– Está aquí, en alguna parte de esta oscuridad -dijo el rabino-. En alguna parte del edificio.
Pero Frieda Kroner negó con la cabeza.
– No; ha huido. Puede que haya bajado por la otra escalera, la del otro extremo del edificio. ¡Deprisa, tenemos que ir detrás de él!
De modo que los cuatro, intentando darse prisa, Espy abrazada a Walter, y el rabino y la señora Kroner caminando con la lentitud de los años pero con la urgencia de la necesidad, comenzaron a bajar por la escalera. Robinson, linterna en mano, encabezó la marcha, y sólo se detuvo en el tercer piso para examinar brevemente el cadáver del joven policía. La anciana soltó una exclamación ahogada cuando el haz iluminó la roja mancha de sangre que empapaba el cuello del cadáver. Pero lo que dijo fue:
– ¡Deprisa, deprisa, hay que impedir que se escape!