A lo lejos, en la calurosa oscuridad, se disparó la alarma de un coche. Escuchó unos momentos, hasta que bruscamente enmudeció.
Escupió en el suelo, furioso de pronto.
«He disfrutado viviendo aquí -se dijo-. Durante todos estos años me he sentido cómodo.» Le gustaban las noches del trópico, con aquella oscuridad tan densa que parecía aplacar toda su cólera.
Reflexionó sobre su lista de enemigos. Rápidamente descartó al policía y a la fiscal haciendo un leve gesto con la mano, como si estuviera arañando un pedazo de oscuridad. Nunca había temido a los policías. Los consideraba demasiado impasibles y poco imaginativos para atraparlo. Se dedicaban a buscar pistas y pruebas, y nunca entendían que él era más bien una idea. Aunque esta vez quizá se habían acercado más que nunca, más de lo que se había acercado nadie desde 1944, pero aun así los consideraba muy por detrás de él. No obstante, la voz interior le recordó: «Pero la policía nunca antes había sabido de tu existencia.» Aquello lo hizo detenerse, hasta que su lado arrogante recordó que aquélla era precisamente la razón por la que se había tomado tantas molestias a lo largo de los años en tener siempre por lo menos dos identidades disponibles. El hecho de que no fuera frecuente que necesitara apresurarse daba fe de lo cuidadoso de su planificación. «Además -pensó con dureza-, lo de ahora no es diferente.»
Pero entonces pensó en aquel ex policía, el vecino de la anciana, y eso le hizo dudar. Aquel hombre le preocupaba más, sobre todo porque no entendía del todo por qué participaba en su búsqueda, y también porque no se parecía a sus víctimas habituales. La Sombra se hizo una imagen mental de Simon Winter y llevó a cabo una valoración rápida. «Parece concienzudo e inteligente. Tiene un instinto formidable. Pero esta noche no se encuentra aquí, y mañana estará aferrándose al vacío. Así pues, puede que sea peligroso, pero se mueve con lentitud y no dispone de conexiones. Además, ¿cuáles son sus recursos en realidad? La inteligencia y algo de experiencia. ¿Suficiente para atraparme? Por supuesto que no.»
Con todo, meneó la cabeza y se dijo: «Deberías haberlo matado aquella noche, en su apartamento. Tuvo suerte. Pues bien, ya no volverá a tenerla.»
Inspiró hondo y se imaginó a aquellos ancianos en el interior del apartamento. «Corren un peligro auténtico -se dijo-. Siempre lo han corrido.» En su pecho estalló una andanada de furia avivada por los antiguos recuerdos. «Siempre ha sido culpa de ellos. Desde el principio mismo. Ellos son los únicos que se acuerdan, los únicos que pueden identificarme.»
Por un momento se revolvió nervioso, pero enseguida se obligó a controlarse, aunque una rabia abrasadora le corría por el cuerpo. ¿Cuántos quedarían?, se preguntó de pronto. ¿Sólo aquellos dos? ¿Más? ¿Cuántos más podían aún acordarse de la Sombra?
«Puede que ninguno.»
Se permitió una leve sonrisa.
A lo mejor aquellos dos serían los últimos que llegasen a ver a la Sombra. Había pasado mucho tiempo en archivos y centros de investigación, entre documentos y cintas de vídeo, leyendo libros y estudiando rostros. Años de trabajo. Trabajo de asesino. «Era inevitable -se dijo-. Era inevitable que llegara el día en que encontraras el final del camino. Los últimos judíos de Berlín.» Y a lo mejor los tenía justo allí enfrente, esperando en aquel piso de la sexta planta.
Aquella idea le produjo un ansia familiar, bienvenida.
De modo que, aunque su voz interior le decía que lo más juicioso era marcharse y no había dejado de insistir en ello desde aquella misma tarde, cuando oyó que alguien nombraba a la Sombra al entrar en el ascensor del edificio en que vivía, escuchó pacientemente la conversación que se desarrollaba a su lado y se enteró del anuncio que habían colocado en los lugares de oración, su otra parte le dijo que no podía marcharse y asumir ninguna de las otras vidas que había construido con tanto esmero sabiendo que quedaban atrás aquellos dos ancianos que podrían depararle problemas en el futuro.
Sonrió para sus adentros.
«Disfrutaré matándolos -pensó-. Tal vez sea un comienzo para mí.»
Recobró el dominio de sí mismo. Firmó un compromiso con su prudente voz interior: «Me iré antes del mediodía. Terminaré esto y después me marcharé sin vacilar.»
A fin de cuentas, no había tanto de qué preocuparse.
«Lo he preparado muy bien. Para esta operación no ha habido prisas. He estado tres veces dentro del edificio del rabino, en el tejado y el sótano. He examinado la instalación eléctrica y el cuadro que corta los circuitos, y he visto la puerta del apartamento del rabino. Incluso he examinado el antiguo microfilm de los planos del arquitecto que se guardan en el ayuntamiento de Miami Beach y que muestran el trazado de las viviendas. He preparado un plan y funcionará. Siempre ha funcionado.»
De pronto se acordó de una época, muchos años atrás. Le vino a la memoria despacio, un recuerdo que se asemejaba a un sueño que se va disipando en los primeros momentos del despertar. Una familia y la buhardilla en que él sabía que se escondían. Dos niños pequeños que lloraban cuando oían los bombarderos; una madre y un padre, abuelos, un primo; todos hacinados en dos exiguas habitaciones. Intentó recordar cómo se llamaban, pero no pudo. Sí recordaba que habían suplicado que no les matase y le habían pagado muy bien. Y después murieron, igual que todos los demás. «Eran como ratas metidas en su asqueroso escondrijo», pensó. Pero él sabía cómo hacerlas salir a la luz.
Observó el edificio de apartamentos.
«Esto ya lo he hecho muchas veces.»
Se inclinó para recoger del suelo una bolsa pequeña que contenía varios objetos importantes y luego contempló una vez más el edificio.
«Judenfrei -se dijo-. Eso es lo que el Reichsführer le prometió al mundo entero. Y lo mismo me prometí a mí mismo. Puede que esta noche por fin consiga sentirme Judenfrei.»
Visualizó mentalmente a la anciana y el rabino.
Y entonces su rostro adquirió una expresión fría, glacial, de determinación y sentido del deber. Dio un paso y desde el borde del callejón observó atentamente la calle vacía. A varias manzanas de allí había algo de tráfico, nada preocupante. De manera que, zigzagueando entre manchas de oscuridad, se apresuró a cruzar la calle. La cacería acababa de empezar.
«Ellos no lo saben -se recordó-. Ninguno lo supo nunca, pero ya llevan varios días muertos.»
Simon Winter observaba cómo Walter Robinson intentaba salir de la confusión provocada por aquel flagrante error. El anciano y su esposa se hallaban sentados en el banco que había en un rincón de las oficinas de Homicidios, ora frunciendo el ceño, ora amenazando con llamar a su abogado, si bien se veía a las claras que no tenían ninguno -sobre todo uno dispuesto a levantarse en mitad de la noche para acudir a comisaría-, y proporcionando a regañadientes alguna que otra información. Cambiaron de actitud cuando Robinson les aseguró que la ciudad les pagaría la reparación de la puerta y de todos los desperfectos producidos en su casa durante el operativo. El tira y afloja entre la pareja de ancianos enfadados y el inspector se prolongó un rato, lo cual fue aumentando progresivamente el sentimiento de frustración de Winter.
Ya se acercaba el amanecer cuando por fin Robinson dejó a los dos ancianos y se reunió con Winter. Detrás del inspector, un agente uniformado, excesivamente solícito y cortés, ayudaba a los Isaacson a levantarse y los acompañaba hasta la salida, en dirección a un coche patrulla que los llevaría a casa.
– ¿Y bien? -inquirió Simon.
– Y bien, una mierda -contestó Walter dejándose caer pesadamente en una silla-. ¿No estás cansado, Simon? ¿No quieres irte a casa y meterte en la cama, y soñar con que todo este embrollo no existe?
– Eso parece poco probable -repuso Winter con una sonrisa.
Robinson resopló.