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Winter sentía sobre sí la rasposa respiración de la Sombra, y lanzó un alarido de dolor cuando éste le mordió la base del cuello. La Sombra retrocedió, y Winter le propinó un golpe con el hombro en la nariz, haciéndolo gruñir. Pero el impulso del golpe hizo que los dos perdieran el equilibrio. Igual que un árbol viejo resistiéndose a un viento huracanado, ambos se tambalearon y terminaron cayendo pesadamente. Todavía enganchados el uno con el otro como en una danza mortal, cayeron rodando de la escollera, tropezaron un par de veces contra los afilados bordes de las rocas y finalmente se precipitaron en las densas y oscuras aguas.

Por un instante se zambulleron bajo el agua, aún enlazados entre sí, aún forcejeando. Luego sacaron la cabeza los dos a la vez por encima de la superficie, negra como la tinta.

Winter tragó aire al tiempo que ambos giraban rápidamente entre las olas. Ya no tenía nada bajo los pies, nada en lo que pudiera cobrar impulso. Volvieron a hundirse y volvieron a salir, pataleando, a respirar boqueando.

La Sombra empujaba el cuchillo inexorablemente hacia sus costillas, intentando clavárselo en el corazón. Winter trató de utilizar el revólver que aún empuñaba, sin saber si mojado funcionaría, pero su agresor era demasiado fuerte. El arma se agitó a escasos centímetros de donde una bala podría causar mucho daño, mientras la punta del cuchillo se obstinaba en poner fin a la pelea.

Por tercera vez se sumergieron bajo el vaivén de las olas, y a Winter el peso del agua lo golpeó igual que un puñetazo. Cuando nuevamente emergieron, Winter se dio cuenta de que se habían alejado de la playa y la escollera. Por un instante, mientras se debatían en la negrura que los rodeaba, alcanzó a distinguir los ojos de la Sombra. Y lo que vio en la oscuridad final de aquella última noche fue algo a la vez horroroso y simple. Estaban enzarzados en una extraña igualdad de fuerzas y sólo había una manera de inclinar la balanza. Y en aquel preciso instante supo lo que tenía que hacer.

«La única manera de matarlo consiste en dejar que me mate a mí.»

De modo que Simon de repente atrajo la mano que empuñaba el cuchillo hacia su costado y permitió que la hoja lo hiriera por encima de la cadera, justo por debajo de las costillas y lejos del estómago, en lo que esperaba no fuera un golpe mortal. El súbito dolor que sintió fue afilado, una sensación húmeda y horrible.

Aquel movimiento tomó por sorpresa a la Sombra y le hizo perder el equilibrio, y en aquel breve instante no aprovechó del todo la ventaja que le había dado Winter. Su entrenamiento y su instinto, que deberían haberlo inducido a desplazar hacia arriba con fuerza la punta del cuchillo, y así matar al viejo policía, fallaron quizá por primera vez en su vida.

Al notar que el cuchillo titubeaba en su cuerpo, Winter adelantó los brazos violentamente aferrando el revólver con ambas manos. Apoyó el arma contra el pecho de la Sombra y, al tiempo que lanzaba un tremendo alarido de dolor y rabia que se elevó por encima del estrepitoso oleaje, recurrió a la vieja arma que había usado tantos años para solicitarle un último servicio.

El agua amortiguó el ruido de los disparos, pero sintió el retroceso del revólver en la mano y supo que cada una de las balas estaba alcanzando su objetivo.

Apretó el gatillo cinco veces.

Una ola le mojó la cara y sintió que la Sombra de repente, casi con delicadeza, dejaba de aferrarle y se apartaba de él. Winter boqueó intentando tomar aire.

En los últimos retazos de oscuridad de la noche, Simon Winter distinguió una expresión de confusión y sorpresa en el semblante del asesino. Notó que su mano soltaba el cuchillo, y que a continuación éste caía de su costado y se perdía en las oscuras aguas. El viejo policía vio cómo la muerte empezaba a hacer presa en su adversario, pero de pronto lo invadió un último arranque de cólera que borró todo el dolor y la conmoción: extendió la mano por encima de una ola, cogió el pelo blanco de la Sombra y lo acercó a sí para meterle el cañón del revólver en la boca, para asombro del otro, agonizante. Y le susurró en tono áspero:

– Por Sophie, maldito seas, y por todos los demás también.

Sostuvo el revólver firme para que aquellas palabras calaran en los últimos instantes de la vida de la Sombra, y a continuación disparó el tiro final.

El ruido levantó un breve eco por encima de las olas y después se perdió en el murmullo del mar.

Walter Robinson conducía el coche lentamente por la carretera de acceso formada por arena y coral que discurría junto al mar. En la mano izquierda llevaba un potente foco que horadaba los últimos restos de la noche igual que un estoque que atravesara varios pliegues de tela. Paseó el haz de luz en un arco por el tramo de playa vacío, lo hizo bailar sobre las olas que venían a romper a la orilla y lo siguió con la mirada, buscando a Simon.

– ¿Tú crees que estará aquí? -preguntó Espy en voz baja.

– En alguna parte tiene que estar -respondió Robinson no muy seguro-. Tienen que estar los dos.

Ella no contestó y continuó escrutando la oscuridad, más gris por momentos. Los guijarros de la carretera crujían bajo los neumáticos del coche, y el inspector maldijo el ruido que hacían. Espy intentó distinguir por separado todos los sonidos del final de la noche: el motor del vehículo; los neumáticos; la respiración áspera de Walter, tan diferente del suave sonido que emitía cuando dormía a su lado; el rumor y la salpicadura del oleaje contra la playa. Se dijo que si lograba separar cada sonido, identificarlo y descartarlo, al fin se encontraría con un tono único que sería distinto, y correspondería a Simon Winter.

«O bien a la Sombra», pensó.

Había visto a Walter zambullirse igual que un buceador en el grupo de ancianos congregados frente al edificio y empezar a hacerles preguntas como un poseso: «¿Han visto a un hombre mayor? ¿Han visto a un hombre con un cuchillo?» El rabino y Frieda Kroner lo acompañaban y hablaban con agitación en varios idiomas, como un par de intérpretes simultáneos. La gente que rodeaba al inspector estaba asustada y conmocionada, y no parecía capaz de decir nada, hasta que una anciana, cogida del brazo de un hombre tan anciano como ella, levantó una mano trémula.

– Yo lo he visto -dijo-. He visto una cosa.

– ¿El qué? -exigió Robinson.

– A un hombre. No llevaba cuchillo, pero era un hombre alto y de pelo blanco.

– Sí, sí, ¿dónde?

– Salió corriendo -dijo la anciana. Alzó la mano y Espy vio un dedo huesudo, temblando en el aire como bajo una ráfaga de viento, que apuntaba hacia la playa-. Salió corriendo en esa dirección como alma que lleva el diablo…

Ya no sabía cuánto tiempo llevaban buscando al viejo policía. Diez minutos que parecían horas. Media hora que resultaba más larga que cualquier día que hubiera conocido. Se le antojó que cada minuto que transcurría se reía cruelmente de ellos, se burlaba de su búsqueda.

– Podría estar en cualquier parte. -Maldijo para sus adentros-. Ni siquiera sabemos si han venido en esta dirección…

– Yo creo que sí -replicó Robinson sin dejar de pasear el foco por la playa y las olas, con la cabeza medio fuera de la ventanilla del coche-. Si hubiera ido hacia el norte, habría ido hacia las luces de la ciudad. No; le convenía venir hacia aquí, buscando la oscuridad.

– ¿Y Simon?

– Simon lo habrá perseguido, seguro.

Espy respiró hondo.

– Pronto se hará de día -dijo-. Puede que entonces lo encontremos.

– Será demasiado tarde -repuso Robinson. Su mano aferró con fuerza el volante. Le entraron ganas de acelerar, lanzarse hacia delante, cualquier cosa que le proporcionara la sensación de formar parte de aquella persecución, y no simplemente de estar deambulando sin rumbo fijo.

La joven observó la mandíbula tensa del inspector, vio cómo la frustración le contraía los músculos del antebrazo. Se sentía impotente, como un médico junto a la cama de un paciente terminal. Volvió la cara y siguió escuchando los sonidos que le llegaban. Una sirena a lo lejos, una ola de grandes dimensiones rompiendo con estrépito, su propio pulso en los oídos.