– Por aquí -indicó Frieda. Lo cogió por el codo y lo llevó hacia el rincón del vestíbulo, donde había un hombre sentado ante un pequeño mostrador adornado con una anticuada centralita telefónica de clavijas. Era más joven que ellos, e hispano. Cuando se acercaron, se encogió de hombros.
– Señora Kroner -dijo en un inglés con marcado acento-. ¿Qué puedo decir? No sé nada del señor Silver. Nada en absoluto.
– ¿Habló con usted la policía?
– Sí. Sí, claro. Justo después de que usted los llama. Me preguntan si es normal que el señor Silver no está aquí y yo digo sí, y me preguntan si noto algo anormal o extraño, pero no noto nada, y me dan un número y tengo que llamar si sé algo, pero ya está.
– Ridículo -masculló la mujer-. Der Schattenmann nos está matando y la policía quiere saber si notamos algo anormal. ¡Por Dios! -Sacudió la cabeza-. Quiero que nos deje entrar al piso del señor Silver.
– Señora Kroner, yo…
– Inmediatamente.
– Pero esto es…
– José -dijo muy erguida, con una expresión de exigencia inapelable-, ahora mismo. -Señaló con la mano al rabino-. Este hombre es rabino. No puede hacerle esperar.
Habló con tanta autoridad que el recepcionista se levantó y saludó con la cabeza al rabino Rubinstein.
– Pero sólo un minuto, señora Kroner, por favor.
El reducido piso de Irving Silver estaba inmaculado. Unos cuantos libros ordenados por altura en un estante, revistas dispuestas con cuidado en una mesita de centro, como en una exposición, de modo que pudieran leerse los títulos con facilidad. Sobre una cómoda había las habituales fotografías de familiares lejanos. Simon Winter pasó una mano por la superficie. Tras él, el rabino y la señora Kroner lo observaban expectantes, como si esperaran algún veredicto. Recorrió deprisa el reducido espacio; era un piso de un solo dormitorio, más pequeño aún que el de Sophie Millstein o el suyo. La cama estaba meticulosamente hecha. Se detuvo junto a una barata mesa de cocina que estaba puesta para dos. Silver había estado esperando compañía. No había ningún indicio de lucha, ni de que hubieran forzado la entrada ni de que se hubieran llevado a Silver por la fuerza. En resumen, lo que Winter vio era el piso de un hombre que podría haber salido a comprar algo a la tienda de la esquina y que podría regresar en cualquier momento.
Se volvió hacia los demás.
– ¿Lo ve? -comentó Frieda a la vez que señalaba los cubiertos para dos. Acto seguido, el dedo empezó a oscilarle en el aire y Simon vio cómo empezaba a temblarle la mandíbula al pronunciar las siguientes palabras-: Irving está muerto.
El rabino se giró y rodeó los hombros de la anciana con un brazo mientras ésta sollozaba de nuevo. Pero dirigió los ojos hacia Winter y asintió.
En el pasillo, José, el recepcionista, se movía de un lado para otro, impaciente.
– Por favor, señora Kroner, no es necesariamente posible cierto -dijo-. Tengo que cerrar la llave, por favor.
De vuelta en el vestíbulo, Winter vio que el hombre que leía delante del mural había desaparecido. Frieda Kroner seguía llorando mientras el rabino la llevaba hacia la salida. Pero cuando llegaron a la acera, se enderezó de repente y se soltó del brazo de Rubinstein. Miró con los ojos desorbitados a los dos hombres, se hizo a un lado, se volvió hacia la calle vacía y con voz fuerte, furiosa, gritó en su alemán nativo:
– ¡Esta vez no te saldrás con la tuya! -Las palabras resonaron huecas calle abajo.
Winter trató de consolarla.
– Señora Kroner, no veo nada que sugiera que…
Ella se giró hacia él hecha un basilisco.
– ¿Era detective y no puede verlo? -le reprochó.
El rabino dio una palmada de frustración.
– Así era entonces. ¡Así sigue siendo ahora!
– Deberíamos haberlo sabido -comentó la anciana con amargura-. Nosotros más que nadie. Si esperas, si no haces nada, si te quedas de brazos cruzados, vendrán a por ti… -Vaciló y sacudió la cabeza-. No. No vendrán; vendrá. Él vendrá a por ti. Esta vez sólo es él. Pero es lo mismo, detective. Si uno no hace nada…
– Morirá -sentenció con frialdad el rabino-. Nada ha cambiado. Nos encontrará, y moriremos.
– Como hizo con la pobre Sophie y al señor Stein, y ahora Irving. -Estaba situada bajo la luz tenue de la entrada del hotel, observando las franjas de oscuridad que se fusionaban con el paisaje urbano-. Irving se ha ido -dijo-. La Sombra lo encontró.
– Se lo dije -añadió en voz baja el rabino Rubinstein-. Se lo dije. Tiene la intención de matarnos a todos.
Frieda Kroner suspiró hondo y asintió con la cabeza. Contuvo medio grito ahogado, medio sollozo, y Simon Winter vio que tenía los ojos enrojecidos.
– Debe de pensar que Irving no es un hombre demasiado agradable, señor Winter -comentó-, pero se equivoca. Es muy amable, y una buena compañía, especialmente para una vieja viuda solitaria como yo. Y ahora ya no está. No creí que ocurriría. -Por un instante pareció tambalearse al borde del dolor, y luego emitió un gruñido furioso, gutural, como de animal herido-. Pero siempre fue así -añadió con voz áspera-. Los tenías ahí, a tu lado, y de repente, sin que te dieras cuenta, ya no estaban. Habían desaparecido. Se habían desvanecido como si se los hubiera tragado la tierra.
– Es verdad, detective -corroboró el rabino-. Pronto no quedará ninguno de nosotros y nadie recordará a la Sombra.
– Retrocedamos -pidió Simon-. Empecemos por el principio. ¿Por qué están tan seguros de que el señor Silver ha desaparecido? ¿A qué se refieren cuando dicen que se ha ido?
– Que se ha ido significa que está muerto -contestó Frieda Kroner con brusquedad-. Siempre fue así.
– ¿Cómo?
El rabino levantó la mano con gesto conciliador.
– Cuéntale al señor Winter para que lo entienda, Frieda.
La mujer observó un instante al rabino antes de hablar:
– Irving era un hombre de costumbres fijas. Los lunes iba a la pescadería, a la frutería y, por último, al supermercado. Después llevaba las compras a casa y las guardaba. A continuación, iba a la biblioteca a leer los periódicos y, acto seguido, daba un paseo corto por el paseo entarimado hasta que, finalmente, regresaba a casa y me telefoneaba, y a lo mejor íbamos al cine porque los lunes no hay tanta gente como los fines de semana. Los miércoles Irving asistía al club de bridge por la tarde, después de venir a mi casa a recogerme, y a veces se quedaba ahí hasta tarde. Los jueves tenía una tertulia en la biblioteca. Los viernes hay servicio religioso por la tarde. Éstas son las cosas que constituían la vida actual de Irving, lo mismo que la mía, y la del rabino también. No es distinta de la de muchos supervivientes, señor Winter. Vivimos con orden y disciplina. Es como si, de algún modo, los nazis nos hubieran instalado un reloj. Así, si llego a casa de Irving y no está ahí para asistir al bingo del centro cívico, como todos los martes, sé que está en un apuro. Y sólo hay tres clases de apuros para la gente como nosotros, señor Winter.
– ¿Cuáles, señora Kroner?
– Uno es la enfermedad. La enfermedad y la edad, señor Winter. A veces parecen lo mismo. A lo mejor Irving tuvo un ataque o un accidente…
– Pero llamamos a los hospitales, y no tienen constancia de él -terció el rabino.
– Y otro, la violencia. A lo mejor alguno de estos jóvenes que se están apoderando de South Beach con su bullicio y sus coches rápidos lo asaltó en algún callejón…
– Pero la policía no tiene constancia de ello -intervino de nuevo el rabino.
– Y después, claro, está Der Schattenmann.
– ¿Han hablado con la policía?
– Sí, por supuesto. De inmediato -respondió Rubinstein-. Nos dijeron que no puedes denunciar la desaparición de una persona hasta pasadas veinticuatro horas, pero tuvieron la amabilidad de comprobar los accidentes y delitos para informarnos. Y nos comentaron que, de todos modos, no pueden hacer gran cosa.