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– Sí, la moqueta ya la he encontrado -le interrumpió ella riendo y dejando que su pelo le acariciara el tórax-. La tenía justo debajo.

Le acercó los labios al tórax y luego recostó en él la mejilla, de modo que oía los rápidos latidos de su corazón.

– Es el entusiasmo -dijo Robinson.

– Dime, Walter… ¿quién eres?

En esta ocasión él no respondió, sino que le tomó la cara entre las manos y la besó despacio. Después la levantó con cuidado y se agachó para cargarla en brazos.

– Al dormitorio -anunció.

– ¡Qué romántico! -contestó ella, todavía riendo-. Procura que no me golpee la cabeza.

Esta vez se lo tomaron con calma y dejaron que sus dedos y sus labios se exploraran mutuamente.

– Tenemos tiempo -indicó el inspector-. Todo el tiempo del mundo.

Después se durmió. Pero Espy sentía una extraña inquietud. Estaba exhausta y, a la vez, saciada de la satisfacción que provoca el enamoramiento. Observó un rato cómo dormía Robinson y examinó los ángulos relajados de su rostro, iluminado por un rayo de luna que se colaba por la ventana. Le acercó una mano a la mejilla para ver cómo la luz tenue iluminaba su piel pálida y hacía brillar la piel oscura de él. Tenía la impresión de haber saltado una especie de barrera y, acto seguido, se reprendió por utilizar clichés raciales; si esperaba pasar otra noche junto a Walter Robinson, debería desprenderse de esos pensamientos del mismo modo que se había quitado la ropa: rápidamente.

Se levantó de la cama y fue con sigilo hacia el salón. Era un piso pequeño en un bloque mediocre. Tenía una bonita vista de la bahía y la ciudad. Encontró el escritorio en un rincón, situado de forma que podía ver Miami a través de las ventanas. En una esquina, había un marco con la fotografía de una mujer mayor de raza negra. En la pared, diplomas de la Academia de Policía y la Universidad Internacional de Florida. Otra foto mostraba a un Walter Robinson mucho más joven, manchado de tierra, con un hilo de sangre en una mejilla y vestido con un uniforme de fútbol americano, sujetando un balón; era del instituto Miami High. Se giró y sobre su mesa vio una mezcla desordenada de textos jurídicos, investigaciones e informes del departamento de policía. Vio sus notas sobre el asesinato de Sophie Millstein.

Siguió moviéndose con sigilo, desnuda, a la luz de la luna.

– ¿Quién eres, Walter Robinson? -susurró para sí.

Como si pudiera encontrar algún papel, algún documento, que se lo explicara. Fue hacia la cocina y sonrió al examinar el surtido de cervezas frías y fiambres típicos de un soltero que había en los estantes. Volvió al salón y se fijó por primera vez en una acuarela colgada de una pared. Se acercó y vio que el artista había dibujado una extensión de océano iluminado por el sol, pero a lo lejos había formado unos nubarrones que conferían una sensación de amenaza a todo el cuadro. Era difícil distinguir en la penumbra la firma del artista, así que se inclinó hacia la acuarela y leyó dos iniciales: «W. R.» Estaban en una esquina, medio escondidas justo donde los colores cambiaban de claros a oscuros.

Sonrió y se preguntó dónde guardaría el caballete y las pinturas.

Regresó al dormitorio y se deslizó bajo la sábana, a su lado. Respiró hondo para inhalar los olores del intercambio amoroso y cerró los ojos con la leve esperanza de que habría otras noches como la que se iba transformando en mañana a su alrededor.

Robinson dudó antes de tocarla, y después, con un solo dedo, le apartó un mechón de pelo de la frente.

– Espy -susurró mientras le movía con suavidad el hombro-, vamos a llegar tarde. Ya es de día.

– ¿Cómo de tarde? -preguntó sin abrir los ojos.

– Son las ocho y media. Tarde.

– ¿Tienes prisa, Walter? -Seguía con los ojos cerrados.

– No -respondió él con una sonrisa-. Algunas mañanas puedes tomarte las cosas con calma.

Ella alargó ambos brazos, como imitando a un ciego que tantea el aire, hasta que encontró los suyos y lo atrajo hacia ella.

– ¿Tenemos tiempo?

– Seguramente no -contesto él a la vez que retiraba la sábana y se apretujaba contra ella.

Después se ducharon y se vistieron deprisa. Él preparó café y se lo ofreció. Ella dio un sorbito e hizo una mueca.

– Dios mío, Walter. ¡Qué asco! ¿Es instantáneo?

– Pues sí. No se me da demasiado bien la cocina.

– Bueno, tendremos que pararnos a tomar un buen café cubano de camino al Palacio de Justicia.

– ¿Quieres que te lleve a tu casa para recoger tu coche?

– No. Llévame al trabajo.

Robinson vaciló y después señaló alrededor con un gesto del brazo. Fue un movimiento indefinido para expresar unas palabras que eran difíciles de pronunciar.

– Bueno -comentó por fin-. ¿Cuándo podemos…? Quiero decir que me gustaría…

– ¿Que volviéramos a vernos? -sonrió ella.

– Correcto.

– No sé, Walter. ¿Iremos a alguna parte con esto?

– Yo quiero ir más lejos -respondió Robinson.

– Yo también.

Se sonrieron como si hubieran sellado alguna clase de acuerdo.

– Mañana, pues -dijo Robinson-. Hoy tengo turno hasta tarde.

– Muy bien.

Bromearon y rieron la mayor parte del trayecto hasta la fiscalía. Se pararon a tomar un café y una pasta, lo que les pareció muy divertido. Un cormorán pasó volando bajo por delante del coche cuando circulaban por la carretera elevada, lo que les pareció divertidísimo. El tráfico de media mañana tenía un aire alegre y divertido. Cuando pararon delante del Palacio de Justicia, apenas podían contener las risitas.

Espy bajó del coche y se inclinó hacia la ventanilla.

– ¿Me llamarás?

– Por supuesto. Esta tarde. No quiero olvidarme del señor Jefferson. Ya deben de tener los resultados de las otras huellas dactilares. Te llamaré para comentarte el informe de Harry Harrison.

– Unidos por Leroy Jefferson. Si lo supiera…

– Me pregunto qué diría -comentó Robinson tras soltar una carcajada.

Se miraron un instante, sintiendo lo mismo, que estaban en la línea de salida de algo. Y en medio de ese silencio oyeron que alguien la llamaba por su nombre.

– ¡Espy!

Ella se giró y Robinson se inclinó hacia el asiento del pasajero para ver quién gritaba. Y en lo alto de la escalinata del enorme Palacio de Justicia vieron la figura larguirucha de Thomas Alter, que los saludó con la mano y bajó los peldaños de dos en dos.

– Hola, Walt, qué suerte encontrarte aquí.

– Hola, Tommy. ¿Has soltado algún asesino hoy?

– Yo también me alegro de verte. Todavía no. Pero nunca se sabe, aún es temprano. -Sonrió de oreja a oreja.

– Dime, Espy, ¿habéis preparado el caso? ¿Vais a apretarle las clavijas a Jefferson?

– Ya sabes la política de la fiscalía sobre las conversaciones, Tommy. Tienen que ser formales, con taquígrafo. Pero extraoficialmente puedo decirte que te va a costar llegar a algún acuerdo, especialmente con Lasser. No le gusta que estrangulen a ancianas, le estropea el día. Así que me da la impresión de que será imposible. Totalmente imposible.

– ¿De verdad?

– Ya me has oído.

No pareció que la noticia lo afectara.

– Bueno, imagino que no os gustará ver esto, entonces. -Sacó un fajo de papeles del maletín.

– ¿Qué es? -preguntó Robinson. Había salido del coche para ponerse al lado de la ayudante del fiscal.

– La prueba del polígrafo -respondió Alter con brusquedad.

– ¿Y?

– ¿A que no sabéis qué?

– Ve al grano, Tommy. ¿Qué quieres decirnos?

– Quiero deciros que, en esta prueba concreta, mi cliente no mostró signos de engaño. Ninguno. ¿Y sabéis qué le preguntamos?

– ¿Qué?

– Una pregunta clara y sencilla: «¿Mató usted a Sophie Millstein en su casa?» ¿Y adivináis qué? Dijo que no, y la máquina indica que respondió la verdad.

– ¡Sandeces! -explotó Robinson-. Se puede engañar a esas máquinas.

– Bueno -contestó Alter-, imaginé que dirías eso. Así que utilicé la misma empresa que utiliza la fiscalía, y también tu departamento: Vogt Investigations. ¿Cuánto tiempo hace que Bruce y su máquina mágica trabajan para vosotros?