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– Exacto.

– Bueno, pues ya está, ¿no?

– Sí. Podría decirse que sí. Harry dijo que todavía tiene que comprobar las huellas del joyero y de la puerta corredera de cristal, y también la que obtuvieron del cuello de la víctima, pero pensaba que nos gustaría saber los resultados obtenidos hasta ahora.

– Jefferson está acabado.

– Y Kadosh hizo una identificación bastante buena a partir de las fotografías.

– ¿Qué quiere decir «bastante buena»?

– Eligió la fotografía de Jefferson y dijo que no podía estar completamente seguro sin ver al hombre en persona, pero que estaba bastante seguro de que era él. La clave es mantenerlo separado de su mujer. Es la clase de hombre acostumbrado a que ella le diga qué debe pensar, y tiene una opinión sobre todo.

– ¿Todo?

– Todo. Te lo aseguro.

– ¿Y?

– Y no veo el problema. Si es que lo hay.

– ¿Adónde nos lleva eso?

– Pues aquí -sonrió Robinson-. ¿Una copa de vino?

Espy asintió. Observó cómo le llenaba la copa y después bebió despacio, saboreando su aroma fresco y afrutado. Dirigió los ojos hacia la bahía y se le ocurrió que lo que estaba pensando era cómo sumergirse en las olas al anochecer.

– Dígame, Walter, ¿quién es usted?

– ¿Quién soy? -sonrió-. Soy un inspector de policía que casi se licenció en Derecho y…

– No. -Levantó una mano-. No qué es. Quién es.

A Robinson le pareció captar ansiedad en su voz, y de repente se dio cuenta de que le preguntaba más de lo que se había imaginado. Sintió una reticencia momentánea, pero empezó a hablar despacio, en voz baja, casi como si estuviera conspirando algo.

– Nado -explicó a la vez que señalaba la bahía con una mano-. Nado solo, cuando nadie me ve, lejos de la costa. En aguas profundas. A kilómetro y medio como mínimo. A veces, incluso a tres.

Se detuvo. No describió lo que le gustaba hacer, que era conducir hasta la punta del cayo Vizcaíno, donde estaba el parque nacional, en cabo Florida, a última hora de la tarde, cuando todos los turistas colorados como gambas y los adolescentes borrachos de cerveza ya habían recogido las cosas y trataban de llegar a casa antes del anochecer. Entonces se metía en el agua y, dando potentes brazadas, nadaba contra las olas hasta pasar las boyas rojas y blancas, más allá del límite, donde notaba cómo las corrientes de marea tiraban de sus brazos y sus piernas en distintas direcciones. Luego se volvía para mirar hacia el cayo y sus hileras de bloques de pisos, o hacia más allá del antiguo faro de ladrillo abandonado, donde el océano se une a la bahía. Dejaba que las aguas lo mecieran, como si quisieran convencerlo de que eran seguras, cuando sabía que no lo eran. Pasados unos instantes, inspiraba hondo y reanudaba la lucha contra los flujos y las corrientes, esquivando alguna que otra carabela portuguesa con su picadura mortal, evitando pensar en los tiburones, tentando al agotamiento y la muerte que éste conllevaba de modo inevitable, hasta que tocaba la arena con los pies y llegaba a la playa, de nuevo a salvo, respirando con dificultad.

– ¿Por qué nada? -preguntó ella en voz baja.

– Porque cuando era pequeño, en Coconut Grove, ningún niño negro aprendía a nadar. No había piscinas y la playa estaba a tres transbordos de autobús. Vivíamos en el condado con más agua de todo el país (¿sabía eso?), pero nunca aprendíamos a nadar. Recuerdo que, más o menos cada año, en el periódico salía la historia de algún niño negro que se había ahogado en un canal, donde estaba pescando o capturando ranas, o simplemente jugando. Había resbalado y se había caído en metro y medio de agua. Presa de pánico, había forcejeado y gritado, pero no había nadie y se había ahogado. Los niños blancos no se ahogaban nunca. Tenían piscinas en los patios de sus casas y les enseñaban a nadar, ¿sabes? Braza crol, espalda y mariposa. Ellos sólo se habrían mojado, y quizás habrían tenido que oír una reprimenda por llegar a casa empapados. -Dejó la copa de vino en la mesa-. Sueno enfadado, y no quiero sonar enfadado.

Ella sacudió la cabeza. Se dio cuenta de que él le había contado algo importante, casi como una pista escondida en una página de una novela de misterio y que más adelante comprendería su importancia.

– No -dijo-. Me lo hace más fácil.

– ¿Qué le hace más fácil?

Ella no contestó. Intentaba comprender lo que estaba pasando.

– Bueno, Espy, ahora quiero hacerle yo una pregunta -indicó Robinson tras un silencio.

– Dispare. -Rió un poco-. Puede que no sea una buena elección de palabras para mí.

– Dígame por qué está sola.

– ¿A qué se refiere?

Robinson hizo un pequeño gesto con la mano, como para decir: eres joven, bonita, culta e inteligente, y deberías estar rodeada de pretendientes. Lo que ella se tomó como un cumplido.

– Porque no he encontrado a nadie que…

Se detuvo, sin saber muy bien cómo seguir. Por un instante, esperó que Robinson rompiera el silencio con otra pregunta, pero comprendió que no lo haría, de modo que prosiguió con una ligera vacilación en la voz.

– Supongo que es por mi hermano. -Inspiró hondo-. Mi pobre hermano muerto. El tonto de mi pobre hermano muerto.

– No lo sabía, lo siento.

– No. No pasa nada. De eso hace casi doce años. El fin de semana del día del Trabajo. La semana siguiente iba a empezar el nuevo curso en la facultad de Derecho.

– ¿Un accidente de coche?

– No, nada tan inocente. Regresaba de un viaje para hacer snorkel en los cayos con un par de amigos de la universidad. Se estaba haciendo tarde, y se pararon en una tienda para comprar algo de comida. Ya sabe, chorradas: patatas fritas, cervezas, tentempiés y todas esas cosas que los varones de veintidós años consumen con tanto entusiasmo. El caso es que ahí estaban, en una tienda que era medio bodega, medio supermercado, a la salida de la carretera South Dixie, mucho más abajo de Kendall, cargados con todas esas chucherías. Mi hermano estaba bromeando con la señora cubana que llevaba la tienda. Le preguntaba si tenía una hija y, de no ser así, si estaba soltera. Ya sabes, todo muy amistoso. Y los dos reían y hablaban en español, y él tomaba el pelo a sus amigos porque eran anglosajones y no entendían lo que se decían la mujer y él. Entonces entró un hombre con una media en la cabeza, armado con un Magnum del cuarenta y cuatro. Gritó que todo el mundo se echara al suelo y que le dieran el dinero que había en la caja. Y todos se quedaron petrificados e hicieron lo que les ordenaba, pero el tipo estaba nervioso, ¿sabe? Supongo que porque iría colocado, o puede que tuviera malas entrañas, o que no le gustaran los latinos, no lo sé, pero cuando la mujer dudó, le golpeó la cara con el revólver. Hacía un momento que estaba bromeando y coqueteando con mi hermano, con el tonto de mi pobre hermano, y antes de darse cuenta estaba sangrando con la nariz reventada y la mandíbula rota. Y mi hermano se incorporó hasta quedarse de rodillas, nada más, y le gritó al hombre que parara, que la dejara en paz, y el hombre lo miró un segundo, soltó una carcajada como si no supiera quién estaba más loco, si mi hermano o él, y le disparó en pleno pecho. Una vez. ¡Pum! La mujer gritó y empezó a rezar, y los amigos de mi hermano se quedaron pegados al suelo imaginando que ellos irían después. Y tenían razón, porque el hombre se volvió hacia ellos, los apuntó con el Magnum y apretó el gatillo. Una vez. Dos veces. Luego se giró y apuntó a la mujer, y apretó el gatillo una tercera vez. Y tampoco nada. Clic, clic, clic. Estaban demasiado impresionados y asustados para darse cuenta de que aquel cabrón sólo tenía una bala. El hombre soltó una carcajada y se marchó de la tienda con el dinero de la caja y una bolsa de Doritos… -Volvió a inspirar hondo-. Una bala y una bolsa de Doritos.

– Lo siento… -empezó él, pero la joven levantó la mano.

– El tonto de mi pobre hermano, que debería haberse quedado callado, aunque él no era así; ni siquiera llegó con vida al hospital de South Miami.