Recostó de nuevo la cabeza en la camilla, y los sanitarios la levantaron, la metieron sin miramientos en la parte posterior de la ambulancia y cerraron las puertas de golpe.
– No, nadie es culpable -comentó Robinson en voz baja, casi para sí mismo, pero Espy lo oyó. Se volvió hacia ella-. Por supuesto que no fue él -ironizó-. Nos vamos. Ya.
La fiscal asintió. Estaba exhausta. Si no fuera por una sensación extraña similar al miedo que la seguía perturbando tras las palabras de negación del sospechoso, se habría quedado dormida ahí mismo.
13 Un tercero
Contempló las sombras en la pared encalada del pasillo del hospital; el brillo de los fluorescentes del puesto de enfermería captaba el contorno de todos los que pasaban por allí y proyectaba una silueta oscura, vagamente humana, que se deslizaba en la superficie plana delante de él. En cierto momento, levantó la mano para ver si podía sumarse a las fantasmagóricas siluetas grises, pero el ángulo de la luz no era el adecuado.
Walter Robinson se movió en su asiento para intentar encontrar una postura cómoda, aunque sabía que no había ninguna. Echó un vistazo al reloj y vio que la noche había quedado prácticamente atrás, así que supuso que no pasaría demasiado rato antes de que la luz del día penetrara en los pasillos del hospital y las sombras desaparecieran.
Estaba agotado, pero la rabia, como la adrenalina, lo mantenía despierto.
Procuró seguir concentrado en el hombre que estaba en la sala de recuperación, porque pensaba que sería más sencillo culpar a Leroy Jefferson de todo lo que había salido mal esa noche. Pero, por dentro, su rabia iba dirigida también hacia sí mismo. Repasó la secuencia de los hechos para tratar de deducir en qué momento se había torcido todo, en qué momento había cometido el error que había tenido como resultado un tiroteo. El procedimiento había sido modélico y la organización había sido perfecta. Pero que un policía acabara herido de bala en lo que debería haber sido una detención rutinaria, aunque compleja, exacerbaba su frustración. El diagnóstico inicial del Leñador no era bueno; lesiones de pronóstico reservado en el músculo y el tejido óseo. Una carrera profesional que se había evaporado en un instante. Había pasado unos minutos con la mujer del policía, pero sus palabras trilladas de disculpa habían sido ignoradas. Había informado a las autoridades policiales de South Beach y éstas habían emitido un comunicado de prensa. Había estado perdiendo el tiempo en el fondo de una sala mientras dos docenas de reporteros y cámaras hacían preguntas y, después, se había marchado despacio por el pasillo hasta el sitio donde estaba sentado entonces. No sabía qué le esperaba a Leroy Jefferson; en ese momento, deseaba que Espy Martínez le hubiera volado la cabeza. Eso habría motivado algo de papeleo molesto, pero seguramente habría sido más satisfactorio para todas las partes implicadas.
Dejó que esta idea persistiera. A pesar de todo lo que había salido mal, admitió que debería sentir cierta satisfacción. Después de todo, había resuelto el caso: Jefferson estaba acusado del homicidio en primer grado de Sophie Millstein. En el departamento de Homicidios de South Beach había una gran pizarra con una lista de los casos abiertos. El asesinato de Sophie Millstein desaparecería de la pizarra. Había hecho su trabajo.
Robinson dejó que un juramento saliera de sus labios en un susurro.
Recostó la cabeza en la pared y cerró los ojos un momento para volver a ver mentalmente el caos de los Apartamentos King como en una pantalla, pero en lugar de ello se vio a sí mismo tomando a Espy Martínez por el codo para acompañarla hacia su dúplex con la formalidad encorsetada de un cortesano del siglo XVIII. Durante el largo recorrido en coche por la ciudad, hubo momentos en los que ella había balbuceado, mostrado una gran agitación o mezclado un montón de improperios en sus palabras, y otros momentos en los que había permanecido en un silencio lúgubre. En cierta ocasión soltó: «La madre que me parió. No me lo puedo creer; le disparé a ese cabronazo. Le di en la pierna, joder. Es increíble. El muy desgraciado me disparó y yo le di, joder. Ya lo creo que le di.» Y cuando él le contestó: «Sí, le dio», se había sumido en un silencio tenso, como si el interior del coche vibrara sin emitir ningún sonido. Había intentado encontrar algo que decirle, pero había sido incapaz. Una vez, Espy había soltado un grito ahogado, y cuando él se volvió hacia ella vio que sacudía la cabeza y se quedaba mirando por la ventanilla las luces de la ciudad a su paso.
En su casa, una vez en el umbral, le preguntó: «¿Está bien?», «¿Seguro que está bien?», «¿Quiere que llame a alguien?», «¿Estará bien sola», y ella le contestó que estaba bien. Todo el rato había querido entrar con ella en su casa pero no se había atrevido. Como un maldito adolescente durante la primera cita, se recriminó. Puede que la peor primera cita de la historia de la humanidad.
Murmuró otra palabrota y abrió los ojos. Cerró el puño y lo levantó a la altura de la cara.
– ¿Vas a pegarme, o eso se lo reservas a mi cliente?
Robinson alzó los ojos, sorprendido. Era un hombre larguirucho, de cabello rizado y una sonrisa fácil que contradecía la intensidad de sus ojos. Llevaba vaqueros, zapatillas de deporte sin calcetines y un polo blanco con una mancha, y Robinson supo que se había levantado corriendo de la cama para venir al hospital. Pero no por ello dejaba el abogado de mostrar cierta indiferencia en la forma de apoyarse en la pared delante del inspector, justo donde sólo había habido sombras un momento antes.
– Hola, Tommy -dijo Robinson despacio-. ¿Qué haces aquí? -Conocía la respuesta, pero lo preguntó igualmente.
Thomas Alter tenía más o menos la misma edad que Walter Robinson. El inspector imaginaba que si no fuera ayudante de la Oficina del Defensor de Oficio del condado, lo que lo convertía en adversario natural de todos los inspectores de Homicidios de la policía local, probablemente serían amigos. Rara vez se aprecia demasiado a las personas cuyo trabajo consiste en destrozar, en el claustro protegido de una sala de justicia, lo que uno hace. Se las respetaba, por supuesto. A menudo se admitía a regañadientes que formaban parte del mismo proceso. Pero era imposible tenerles un afecto genuino.
– Estoy aquí para asegurarme de que nuestro señor Jefferson recibe un tratamiento médico adecuado, lo que no incluye declarar sin haber hablado antes con su abogado, quien, para bien o para mal, resulta que es un servidor.
– No es nuestro señor Jefferson…
– De acuerdo, mi señor Jefferson…
– Vamos, Tommy. Tiene que comparecer ante el juez para la lectura de cargos y hacer una declaración de insolvencia antes de que puedas verlo. Mientras tanto, si quiere hablar conmigo…
– Sí, normalmente sí, Walt. Eso es cierto. Pero esta vez no. Jefferson compareció ante el tribunal hace menos de una semana acusado de posesión, pero la fiscalía va a retirar los cargos porque pulvericé la orden de registro. Pero todavía no lo ha hecho oficialmente, de modo que Walt, amigo mío, lo sigo representando. Ya ves. No puedes hablar con él sin que yo, o alguien de mi oficina, esté presente en todo momento. ¿Entendido?
– Si él quiere…
– En todo momento. Le leíste sus derechos, y te estoy diciendo que no renuncia a ninguno de ellos. -Thomas Alter siguió sonriendo, pero su voz había perdido toda suavidad.
Robinson se encogió de hombros para ocultar la irritación que sentía.
– En todo momento -repitió Alter-. ¿Entendido, Walt?
– Entendido.
– Eso significa las veinticuatro horas del día. Los siete días de la semana.
– ¿No te fías de mí, Tommy?
– Pues no.
– Muy bien, porque yo tampoco me fío de ti.
– Ya -dijo Alter con una sonrisa lánguida-, pues supongo que estamos igual.