El aire le silbaba cerca de los oídos, como un viento tormentoso, y le sorprendió sentir, por primera vez en lo que parecían meses, que hacía fresco.
La figura que surgió ante él semejaba una aparición.
Era una mujer, agachada, y tenía algo en las manos. Vio que ese algo era un arma. Vio también que la mujer tenía la boca abierta, y comprendió que le estaba gritando algo, pero se limitó a correr más rápido.
Viró bruscamente, pero el arma de la mujer lo siguió. Intentó esquivarla, cambiar de dirección, pero el impulso le hizo continuar precipitadamente hacia delante, y en ese instante advirtió que había levantado su revólver y estaba apretando el gatillo. Le quedaban tres balas, y las disparó todas. Las detonaciones retumbaron en medio de la noche.
Espy Martínez vio el arma de Jefferson, vio también que parecía apuntarla directamente, y gritó «¡Alto!» por enésima vez. De repente, la palabra se le antojó ridícula, porque no producía el menor efecto en la figura alta y enjuta que se le venía encima.
Dudó, y entonces él disparó.
«Estoy muerta», pensó ella.
Y sin darse cuenta de lo que estaba haciendo, empezó a apretar una y otra vez el gatillo de su propia arma. No sabía si había cerrado o no los ojos, si había levantado o no una mano para protegerse, si se había agachado o desplazado hacia un lado, o si en realidad había permanecido rígida, en posición de disparo, esperando que una bala la lanzara con brusquedad a los ávidos brazos de la muerte.
Las tres balas de Jefferson no le dieron de milagro. Una le arrancó el bolso del brazo, cortándole la correa. Otra le tiró de la manga de la chaqueta como un niño majadero y pasó de largo. La tercera, silbando con lo que después supuso que sería frustración, dio en la ventanilla del coche que tenía detrás e hizo estallar el cristal.
El sudor le resbalaba por la cara y le escocían los ojos. No daba crédito: estaba viva.
Se percató de que seguía apretando el gatillo del arma, aunque ya hacía mucho que había vaciado el cargador. No era consciente de haber disparado. Debería haber oído ruido, notado el retroceso de la pistola en la mano. Olfateó un tenue olor de cordita, como un perfume poco grato. Tuvo que obligarse a dejar de mover el dedo sobre el gatillo. Se miró todo el cuerpo, haciendo un inventario rápido, atónita de ver que no sangraba por ninguna parte. En ese instante le entraron súbitamente unas tremendas ganas de reír, y alzó la vista. Sólo entonces pudo concentrarse en Leroy Jefferson.
Éste se retorcía en el suelo, a unos seis metros de ella, levantando tierra con los pies. Se sujetaba la pierna y Espy vio que la sangre le brotaba a borbotones entre los dedos. Intentó levantarse y, sin soltarse la rodilla destrozada, avanzó tambaleante unos pasos antes de volver a caer, como un purasangre cuyo instinto lo impulsa a terminar la carrera a pesar de tener una pata rota y que es incapaz de entender por qué no puede correr.
Se quedó observándolo, sin poder moverse tampoco, igual de incapacitada que él en ese momento. Escuchó, vacía como el cargador de su pistola, los gritos de dolor de Jefferson mientras la sangre manchaba el pavimento polvoriento.
El tiempo posee una curiosa elasticidad; no estaba segura de si llevaba mirando al sospechoso herido unos minutos o unos segundos cuando Walter Robinson cruzó el patio y se abalanzó sobre el hombre, que no cesaba de chillar. El sargento Lion-man lo seguía a sólo unos pasos, lo mismo que los demás agentes. Los disparos, los de él y los propios, le seguían resonando en los oídos. Le costó percatarse del crescendo de sirenas que rasgaba la noche, de los destellos de las luces rojas y azules de otros vehículos de policía y de ambulancias, del chirrido de neumáticos.
Observó cómo Robinson aporreaba a Jefferson, hasta que por fin le sujetó los brazos a la espalda y le puso las esposas bruscamente. Desvió la mirada cuando el inspector se levantó y le pegó un puntapié al hombre esposado. Cruzó una mirada con Lion-man, que estaba delante de ella, y tardó un instante en darse cuenta de que él le estaba hablando.
– ¿Está bien? ¿Le ha dado? ¿Está herida?
Sacudió la cabeza.
– No, estoy bien -respondió con naturalidad.
Anderson le rodeó los hombros con un brazo enorme y la empujó con cuidado unos metros hacia atrás. La llevó hacia el asiento del coche con la ventanilla rota y la introdujo en él tras apartar los trozos de cristal.
– Siéntese. Voy a buscar al sanitario.
– No -dijo ella-. Estoy bien.
Contempló cómo volvían a Jefferson boca arriba, como si fuera un animal a punto de ser marcado. Dos paramédicos con monos azules le atendían la pierna. Otro, un joven rubio, se acercó a ella.
– Estoy bien -repitió por tercera vez, antes de que se lo preguntara. Vio a Walter Robinson detrás del hombre. Su expresión reflejaba rabia y miedo-. Falló -le dijo con una sonrisa.
– Dios mío, Espy, yo…
– Yo en cambio le di. ¿Se va a morir?
– No, a no ser que me dejen a solas con él. El muy cabrón…
– Corría y falló. No sé si…
– No le dé más vueltas. Está bien. -Se agachó junto a ella-. Dios mío -dijo. Tenía ganas de rodearla con el brazo, como había hecho el sargento, pero se contuvo. Parecía muy pequeñita allí sentada, con medio cuerpo fuera del coche de policía.
Y entonces, para su sorpresa, ella lo miró y se echó a reír. Tras una vacilación, la imitó, dejándose llevar después. Lion-man y Rodríguez se acercaron y también rieron, y todos sintieron que la tensión se disipaba. Parecía la mejor broma del mundo: estar vivo cuando deberías estar muerto.
Cuando dejaron de reír, Espy soltó un suspiro enorme.
– La llevaré a casa -indicó Robinson.
– De acuerdo -contestó la joven. Notaba cómo le bajaba la adrenalina y un agotamiento generalizado se apoderaba de ella. Vio que los sanitarios ponían a Jefferson en una camilla y lo llevaban hacia una ambulancia. Otra ambulancia se iba con la sirena abriéndose paso entre las luces.
– Ahí va el Leñador. El pobre ya no levantará más pesas -comentó Anderson, y dirigió una mirada a la camilla-. ¡Un momento, espere! -gritó-. Walter, ¿por qué no haces los honores? Ahora mismo. Y que la señorita Martínez sea testigo de cómo le lees los derechos, por favor. Así quizá podamos largarnos de aquí antes de que haya disturbios.
Espy Martínez alzó los ojos y vio que se estaba empezando a congregar una multitud que se apiñaba donde empezaba la luz.
Robinson asintió y se situó al lado de la camilla.
– Leroy Jefferson -dijo en tono monocorde, conteniendo la rabia-, queda detenido. Tiene derecho a guardar silencio. Cualquier cosa que diga podrá utilizarse en su contra. Tiene derecho a un abogado…
– Ya me sé toda esa mierda -lo interrumpió Jefferson, que apretaba los dientes de dolor-. ¿Qué creen que hice?
Robinson lo miró con una ira que sólo podía dominarse con un autocontrol extremo.
– Tuviste que matarla, ¿verdad, Leroy? No podías limitarte a robarle. O incluso a dejarla sin sentido. Habrías podido hacerlo sin problema, ¿no?, un tipo fuerte como tú. Sólo era una anciana y tuviste que matarla…
– ¿De qué está hablando?
– Ni siquiera sabías su nombre, ¿verdad, Leroy?
– ¿De quién me habla? ¿Qué anciana?
– Se llamaba Sophie Millstein, Leroy. Esa anciana que vivía sola en Miami Beach. Procuraba acabar sus días tranquila y sin problemas, no le hacía daño a nadie. Y tú, cabronazo, tuviste que matarla. Y ahora vas a pagarlo, negro hijoputa.
Leroy Jefferson parecía confundido y afligido a la vez. Y de repente medio gruñó y medio rió, y dijo:
– Son más tontos de lo que creía. Yo no maté a ninguna anciana.
– Claro que no -aseguró Robinson con un sarcasmo gélido.
– Todo esto… -replicó Jefferson a la vez que sacudía la cabeza-. Todo esto para nada, porque no fui yo. Mierda. -Parecía verdaderamente confundido y apenado-. Han hecho todo esto por la persona equivocada.