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– ¿Así que no fue nadie parecido a la Sombra?

– Eso creen.

– ¿Y qué relación hay con la muerte de mi padre?

– Sólo ésta: tanto su padre como la persona asesinada creían haber visto a la Sombra poco antes de morir.

El profesor dudó. Al hablar, su voz reflejó sorpresa:

– Es increíble. -Se detuvo un instante y añadió-. Es la clase de cosa que a mi padre le habría gustado, ¿sabe, señor Winter?

– ¿Gustado?

– Sí. Era un gran aficionado a las novelas de misterio. No sé exactamente cómo adquirió este gusto, pero lo hizo. Sir Arthur Conan Doyle, Agatha Christie y P. D. James. Le encantaba especialmente la serie de Harry Kemelman sobre el rabino que investiga crímenes. ¿Lo conoce?

– No, me temo que no.

– Son historias realmente interesantes. Una vez me obligó a leer algunas, más o menos cuando me doctoré. Decía que estaba en peligro inminente de volverme aburrido. Demasiados textos académicos y eruditos, demasiado estudio. Recuerdo que me dio un puñado de novelas y me dijo que estaban llenas de dilemas, elementos de suspense y pistas falsas. Tengo que admitir que son muy ingeniosas. -El profesor hizo otra pausa-. Pregúnteme lo que quiera, señor Winter -dijo por fin-. Después le explicaré lo que me preocupa.

Simon inspiró hondo.

– El revólver. Se suicidó con uno del treinta y ocho…

– Mi padre aborrecía las armas, señor Winter. Me sorprendió saber que tenía una. Era un hombre apacible. Pero estaba en Miami, que es un lugar violento, así que imaginé que, simplemente, no se lo había dicho a nadie.

– La manera en que lo hizo…

– Sí, un disparo justo sobre los ojos. Eso me inquietó, señor Winter. A mi padre le encantaban sus ojos. Eran el instrumento de su arte. Jamás pensé que haría algo que los dañara.

– Entiendo…

– Y otra cosa. La forma en que la policía de Miami Beach describió cómo sujetaba el arma.

– ¿Sí?

– Bueno, le habría costado hacerlo así. Por las manos, ¿sabe? Todos esos años trabajando con joyas finas. Todos esos grabados precisos, esos toques delicados. Al final le produjeron artritis en las manos. Apretar un gatillo, especialmente con el pulgar, le habría resultado muy doloroso.

– ¿Se lo comentó a la policía?

– Por supuesto. Pero respondieron que mi padre estaba deprimido y solo, y que los suicidas se sobreponen a sus limitaciones físicas. Imagino que es cierto.

Hubo un silencio y los dos esperaron, como pendientes de que el otro lo rompiera.

– ¿Qué más? -preguntó por fin Simon.

– Puede que no fuera nada, pero me extrañó muchísimo.

– ¿Qué?

– La policía no le dio importancia, pero los familiares ven estas cosas con otros ojos, ¿sabe?

– ¿De qué se trata, profesor?

– La nota de suicidio.

– ¿Qué pasa con ella?

– Bueno, estaba escrita en el estilo de mi padre. Directo y al grano. Como le dije, preciso. Era exactamente lo que habría escrito si hubiera decidido matarse. Estaba en paz con sus hijos desde hacía mucho tiempo. Nosotros sabíamos que nos amaba y él sabía que le amábamos. No había nada que añadir a eso, a no ser que se enrollara, y ése no era su estilo, señor Winter. No, él era directo. Directo y conciso.

– Comprendo.

– No -soltó con brusquedad el profesor-, no lo comprende. La nota… esa maldita nota… -La amargura impregnó su voz. Aun así, prosiguió-. ¿Qué es una nota de suicidio, señor Winter? Un mensaje. Una declaración final. Las últimas palabras. Puede que sólo incluya unas pocas palabras, pero son fundamentales, ¿no?

– Por supuesto.

– De modo que acepta la premisa de que mi padre intentaba decir algo. Que era su último mensaje para mí, mis hermanos y sus nietos, a quienes amaba. Y en medio de la tristeza y la soledad en que vivía a pesar de nuestros intentos de acercarlo más a nosotros, era su declaración final en este mundo.

– Sí.

– Entonces dígame por qué -preguntó despacio el profesor, que había bajado el tono de voz debido a la desesperación y la confusión renovadas-, dígame por qué después de tantos años de matrimonio, no escribió la h final en el nombre de mi madre.

– ¿Perdón?

– Es Hannah, con h final, señor Winter. No Hanna. «Mi querida Hanna»… pero mal escrito. Mal escrito por un hombre exacto y preciso. Dígame, pues, ¿qué mensaje contiene esta omisión? ¿Le dice algo a usted?

Lo hacía. Pero Simon Winter no respondió las preguntas angustiadas del profesor.

12 En un mundo perfecto

El plan era sencillo: Lion-man sería el policía uniformado. Llamaría una vez, anunciaría su presencia y se apartaría mientras un inspector cedido por el departamento de Robos de South Beach arrancaría los cerrojos de uno o dos mazazos. Éste era un culturista a tiempo parcial apodado Leñador y estaba acostumbrado a que lo llamaran para participar en las detenciones que requerían la destrucción rápida de una puerta cerrada. Después, el equipo de detención, dirigido por Walter Robinson, entraría en el número 13.

Espy Martínez pensó que, en un mundo perfecto, el sospechoso se encontraría medio atontado -ya que estaría drogado o dormido-, y además desorientado debido al ruido y al miedo. Se mostraría dócil y pasivo, y dispuesto a rendirse sin ofrecer resistencia.

Estaba sentada en el oscuro asiento trasero de un coche de policía sin distintivos, contemplando el mundo nocturno teñido de negro y gris que formaba el deteriorado bloque de edificios de viviendas protegidas. Nunca había estado en ningún sitio parecido a Apartamentos King, especialmente pasada la medianoche. Las farolas abrían surcos lastimosos en la noche, como si al arrebatarle porciones diminutas de oscuridad pudieran retrasar el deterioro que minaba los bajos edificios de tres plantas. A pesar de la hora que era, podía oír palabrotas gritadas y el llanto esporádico de un niño. Un momento después de haber llegado, le pareció oír un disparo que, procedente de algún lugar más allá de la hilera de farolas, pasaba silbando como un mal pensamiento perdido. Apenas alcanzaba a distinguir un grafito pintado en una pared del edificio de pisos:

«En la 22 mandan los Sharks.» Supuso que ésa era la banda callejera que extorsionaba a los comercios y controlaba el tráfico de drogas en la Vigésima Segunda Avenida.

«En un mundo perfecto», pensó otra vez.

Y se estremeció a pesar del calor asfixiante.

Robinson se volvió justo entonces y vio cómo lo miraba expectante.

– ¿Seguro que quiere estar aquí? -le preguntó.

– Es mi trabajo -asintió.

– Su trabajo es encerrar a Leroy Jefferson. Su trabajo está en una sala de justicia, a partir de mañana por la mañana, cuando se haga la lectura de cargos a ese cabrón por el asesinato de esa pobre anciana, vestida con un elegante traje azul de raya diplomática y ese viejo maletín de piel, y diciendo «Señoría esto, señoría aquello y la fiscalía solicita que se le deniegue la fianza»… No tiene por qué estar aquí.

– No -negó con la cabeza-. Sí que tengo que estar. Quiero estar.

Robinson sonrió y señaló los apartamentos.

– Espy, ¿por qué querría alguien estar aquí, en este mundo olvidado de Dios, si no es por obligación?

Le sonrió y ella le correspondió.

– Vale -dijo-, tomo nota. -Acto seguido, dejó de sonreír y añadió en voz baja-: Necesito ver todo el proceso. De cabo a rabo. De principio a fin. Desde que empieza hasta que acaba. Es mi forma de trabajar.

– Bueno, si insiste…

– Insisto.

– Entonces, espere aquí hasta que lo hayamos esposado. Suba y observe cómo le leo sus derechos. Si presencia la detención, tal vez podamos evitar las acusaciones habituales de brutalidad policial de la Oficina del Defensor Público.

Ella asintió de nuevo. Robinson la miró detenidamente y se preguntó qué intentaría demostrar. Estaba claro que no pretendía impresionarlo: eso ya lo había hecho. Pero se dio cuenta de que Espy Martínez tenía algún otro motivo para estar allí, y sospechó que no tardaría mucho en averiguarlo. La siguió contemplando cuando giró un poco la cabeza para recorrer con la mirada el patio abierto de los Apartamentos King. Se permitió fijarse un instante en su perfil, en la curva que describió su cabello al deslizársele hacia la mejilla y en la forma juvenil con que se lo apartó de la cara. Luego, se volvió en su asiento y desenfundó el arma, una pistola de 9 mm. Comprobó el cargador y se aseguró de llevar el arma de reserva.