– Pues no.
– Le contaré cómo me pusieron este nombre, y eso le permitirá conocer un poco a mi padre. Lo atraparon, junto con mi tía, mi tío y mis abuelos, en 1942. Ellos estaban clandestinamente en Berlín…
– ¿Der Schattenmann?
– Sí. Reconoció a mi tío, o eso decía mi padre. Lo vio en un refugio durante un ataque aéreo.
– ¿Y?
– Llegó la Gestapo y se los llevaron. Murieron todos en los campos.
– Lo siento.
– Pero mi padre logró sobrevivir. Tenía diecisiete años cuando la guerra tocaba a su fin. En aquel momento, la situación era caótica. Los SS los llevaban de un campo a otro a medida que el frente iba cambiando. Supongo que, en cierto sentido, era tan terrible como todo lo demás que les había ocurrido hasta entonces. Después de haber sobrevivido tanto tiempo a tantas cosas, los llevaban al límite del agotamiento con las tropas aliadas a apenas unos kilómetros de distancia. Mi padre decía que muchos murieron entonces; caían desplomados en la carretera, casi como si la mera esperanza de sobrevivir pudiera matarlos.
– Él sobrevivió.
– Sí, pero a duras penas. Contaba que se desplomó en unos barracones. Era de noche y habían caminado docenas de kilómetros inútiles, absurdos. Caminado hacia la muerte. Llevaban días sin comer. El tifus, la gripe, la neumonía, todas las enfermedades habidas y por haber los estaban matando, uno tras otro. Se oía el fragor de la artillería a lo lejos, y una vez me dijo que aquel sonido era como si cientos de personas llamaran a las grandes puertas del cielo. Esperaba la muerte. Cuando se despertó por la mañana, le sorprendió ver la luz del sol. Sabiendo que sería la última vez que vería el día, se arrastró fuera de la cama (no una cama, por supuesto, sino una tabla de madera en un barracón infecto) y cruzó la puerta, sin importarle, como estaba seguro de que ocurriría, que un SS le disparara a los pocos pasos, porque habría valido la pena poder sentir el sol en la cara una última vez. Pero los guardias habían huido por la noche. El campo estaba en silencio, salvo por las exclamaciones de desconcierto. Mi padre llegó como pudo al patio central. Arbeit Macht Frei. Ese era el eslogan. Decía que decidió esperar ahí la muerte. Diecisiete años, señor Winter. Diecisiete años y esperaba la muerte al sol.
El profesor inspiró hondo.
– Yo quería a mi padre -aseguró-. Pero ¿sabe qué? A veces era como si, desde los diecisiete años, siempre hubiera estado esperando la muerte. -Vaciló, recordó otra cosa y añadió-: Fue lo que dijo cuando se trasladó a Miami Beach. Seguía queriendo morir al sol. Parecía el lugar ideal para él.
– Pero ¿y su nombre? -le recordó Simon.
– Mi padre decía que se quedó dormido mientras acababa de salir el sol. Y, pasado un rato, oyó cómo un ángel le hablaba inclinado sobre él. Siempre contaba que se sorprendió mucho, porque el ángel hablaba en inglés. Mi padre sabía inglés porque había crecido en… bueno, eso es otra historia. Pero conocía el idioma, y contaba que oyó decir al ángel: «Pero si aquí hay uno vivo…» Abrió los ojos esperando ver el cielo, pero, en cambio, se encontró con la cara del sargento George Washington Woodburn. Una cara muy negra, señor Winter. Un ángel negro. El sargento Woodburn pertenecía al 88° Batallón de Tanques norteamericano. ¿Sabe cómo se apodaban a sí mismos? «Los negros de Eleanor Roosevelt», pero eso también es otra historia. De modo que Herman Stein, mi padre, alargó la mano para tocarle la mejilla al sargento Woodburn y le preguntó: «¿Estoy muerto?», y el sargento le respondió: «No, hijo, no lo estás.» A mi padre eso siempre le resultó gracioso. El sargento le habló con el acento de Alabama más marcado que pueda imaginarse, y hacía cinco o seis años que mi padre no oía una palabra en inglés, y siempre con un refinado acento británico, ya me entiende, muy de clase alta, pero aseguraba recordar cada palabra pronunciada por el sargento. De modo que Woodburn se agachó, recogió a mi padre del suelo y lo cargó por todo el campo gritando: «¡Un médico! ¡Un médico!» Y mi padre siempre decía que lo único que recordaba eran aquellos brazos fuertes que lo llevaban (entonces sólo pesaba treinta kilos) y aquel negro grandullón que pedía a gritos un médico y decía: «No te vas a morir, chico. No señor, no te vas a morir…»
La voz del profesor parecía cargada de emoción.
– De modo que el sargento lo llevó a la enfermería sin dejar de repetir todo el tiempo: «No te vas a morir, no señor.» Y cuando se despertó de nuevo, mi padre estaba en un hospital, y así fue como sobrevivió. Y es así como yo acabé llamándome George Washington Woodburn. Cuando era pequeño, cada dos años, mis padres nos subían a todos en el coche y nos llevaban a Jefferson City, Alabama, a visitar a los Woodburn. El sargento se convirtió en jefe de bomberos. Tuvo seis hijos, y el más pequeño estudia aquí, en la universidad. Cuando nos reuníamos, mi padre y el jefe Woodburn contaban siempre la misma historia. Y bromeaban y reían, y el jefe intentaba cargar a mi padre en brazos como había hecho aquel día, pero ya no podía, y todo el mundo reía. Murió hace poco más de un año. Asistimos todos a su entierro en Jefferson City, Alabama. Hacía mucho calor y mi padre pasó horas llorando. Todos lo hicimos.
El profesor volvió a inspirar hondo. Simon captó el tono de tristeza que adquirió su voz.
– Como ve, mi padre sabía pagar las deudas, señor Winter.
Winter no supo qué decir. Pero tuvo suerte, porque el profesor no parecía haber terminado.
– Estoy divagando -dijo-. Discúlpeme.
– No, en absoluto. ¿Se dedicaba su padre a la enseñanza universitaria, como usted?
George Washington Woodburn Stein soltó una carcajada, como aliviado de cambiar de tema.
– ¡Oh no, en absoluto! Era joyero. La familia, en Berlín, comerciaba con joyas antiguas. Por eso había aprendido inglés de pequeño. Y también francés. Viajaban muchísimo, eran muy cosmopolitas. Eran de esos judíos de Alemania que no podían comprender el alcance del mal que les iban a infligir. El árbol genealógico de la familia se remontaba a siglos. Mi abuelo debía creerse más alemán que la gente que finalmente lo mandó a la muerte.
– ¿Era joyero?
– Sí. Un hombre de una precisión increíble cuando trabajaba las piedras. Mi padre tenía delicadeza, un don. Era un artista de la exactitud, señor Winter. Aseguraba que le encantaban las joyas porque duraban para siempre. Como una obra de Shakespeare (ése es mi campo), un cuadro de Rembrandt o un concierto para piano de Mozart. Inmortales. Decía que las piedras preciosas formaban parte de la Tierra y podían vivir una eternidad. Para él, las piedras preciosas tenían vida, personalidad y carácter. Hablaba con los engastes cuando los trabajaba. Tenía manos de cirujano (a eso se dedica mi hermana) y ojos de tirador experto. Incluso al final de su vida, conservaba una vista extraordinaria… -De pronto vaciló.
– ¿Pasa algo? -preguntó Simon Winter.
– Bueno, sí y no.
– ¿Le preocupa algo?
– Sí. Señor Winter, no sé si… -Se detuvo.
– ¿De qué se trata, profesor Stein?
– Pues que no lo conozco, señor Winter. -Sonó vacilante-. No puedo verle la cara. Me cuesta expresar mis dudas a un desconocido. -El tono del profesor sonaba cada vez más formal.
– Yo también soy viejo -indicó Winter-. Como su padre. Soy un hombre mayor que fue inspector de policía y a quien otras personas mayores han pedido que averigüe si ese hombre, la Sombra, está aquí, en Miami Beach. Están asustadas, y todavía no tengo una respuesta a su miedo, profesor. No saben si creer o no a su padre cuando les dijo que había visto a Der Schattenmann. No quieren creer que esté aquí, pero alguien más lo vio. Y hubo otra muerte. Por eso lo he llamado.
– ¿Otra?
– Sí. Sólo que esta vez fue un asesinato.
– ¿Mataron a alguien? ¿Cómo?
– Un robo con allanamiento. Al parecer, lo hizo un drogadicto.