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– ¿Quién, Reggie? -preguntó Robinson.

– Se lo diré si me promete que…

– ¡Quién! ¡Maldita sea! ¡No te voy a prometer nada, negro mierdoso! ¿Quién? -le espetó a voz en cuello.

Johnson se retorció en la silla una vez más, como un hombre atrapado bajo una ola intentando salir a la superficie. Entonces se dobló hacia delante y dijo:

– Leroy Jefferson.

– ¿Es un yonqui?

– Al tío le gusta la pipa, me han contado.

– ¿Es cliente regular tuyo?

– Lo ha sido en el último mes, más o menos.

– ¿En la calle le apodan de alguna manera?

– Le llaman Hightops porque siempre lleva zapatillas chulas, de las altas de baloncesto.

– ¿Dónde vive Hightops?

– Apartamentos King, número trece, creo.

– El de la mala suerte -observó Robinson mientras se levantaba de la mesa y el interrogado se sujetaba la cabeza entre las manos.

11 Un hombre preciso

Casi en el mismo instante que Walter Robinson y Espy Martínez salían de la sala de interrogatorios con el nombre del supuesto asesino de Sophie Millstein, Simon Winter estaba sentado frente al escritorio de un joven inspector de Homicidios llamado Richards, que parecía incapaz de decidirse entre ser educado con aquel hombre mayor o mostrarse impaciente con sus preguntas.

– Gracias por recibirme tan rápido, inspector -empezó Simon.

– Es un caso cerrado, señor Winter. Tuve que sacar el expediente de los archivos.

– Le agradezco que se tomara la molestia.

– Sí, bueno, no tiene importancia, pero no acabo de entender su interés por la muerte de este hombre.

Winter decidió mentir.

– Verá, Stein era pariente mío; un pariente político lejano. Y ya sabe cómo le cuesta a la gente que no ha visto a alguien en años aceptar que haya muerto, y mucho más que se haya suicidado. De modo que, como yo estoy aquí, me encomendaron comprobarlo todo, aunque ya han pasado unos meses. Ya sabe cómo es la gente. Quisquillosa, incrédula. Nunca pasa página, y finalmente acaba pidiendo a alguien que recabe información…

– Ajá.

– A veces la familia puede ser…

– Una lata. Sí, lo sé.

– Pues eso -asintió Winter con un encogimiento de hombros.

Esta mentira pareció aplacar en parte el mal humor de Richards por que un viejo metomentodo hubiera venido a interrumpirlo en su trabajo.

– Sí, supongo que sí. Bueno, en cualquier caso, es un caso cerrado, señor Winter. Fue bastante claro. Un disparo. Dejó una nota. No tuvimos que hacer gran cosa, salvo recoger el cadáver. No hubo ningún misterio.

– ¿Estuvo usted en la escena del crimen?

– Sí. El caso era mío. Sólo fue cuestión de recopilar los datos y redactar un informe. La verdad es que no lo recuerdo demasiado bien.

– ¿Quién encontró el cuerpo?

– La señora de la limpieza, creo. Puede que veinticuatro horas post mórtem. Está en mi informe.

El joven deslizó un clasificador de acordeón por la mesa hacia Simon.

– Échele un vistazo. No había nada especial ni fuera de lo corriente. Le advierto que las fotografías no son nada agradables.

– Gracias, inspector.

– Bueno, mírelo y después le contestaré cualquier pregunta, si puedo. Las muertes como ésta se confunden bastante unas con otras, ¿sabe? Es difícil recordar los detalles. ¿Quiere un café?

– No, gracias.

– Bueno, volveré en un rato.

Se levantó y dejó a Winter con el clasificador. Este vaciló un momento mientras recorría la áspera tapa de cartón marrón con los dedos, como un ciego que lee braille. Pensó en todos los expedientes que había llenado de fotografías, documentos, informes y pruebas en sus tiempos y sonrió, encantado de volver a tener uno en las manos. Lo levantó para sopesarlo. No demasiado. Luego, con un entusiasmo que consideró totalmente fuera de lugar pero aun así irreprimible, desató las cintas y lo abrió.

Empezó por las fotografías del lugar. Sólo había media docena de veinte por veinticinco, en color, quizás una décima parte de las que habría habido en la escena de un homicidio. Las dos más destacadas mostraban a un anciano echado hacia atrás en un sillón de piel marrón, los brazos extendidos hacia fuera, casi como en un gesto de sorpresa. Un reguero de sangre, procedente de una herida de bala en la frente, le había resbalado entre los ojos y manchado el cuello de la camisa. En la pared, detrás de Herman Stein, había una salpicadura con restos de masa encefálica y hueso. Tenía los ojos abiertos, bajo un orificio de entrada escarlata, ennegrecido por la pólvora, y la boca ligeramente abierta, como asombrado. Era un hombre prácticamente calvo, con sólo unos mechones de pelo blanco alrededor de las orejas. La sangre que le surcaba la cara le hacía parecer una gárgola. Simon examinó detenidamente las fotografías.

«Dime algo», le dijo mentalmente a Stein.

Pasó a otra fotografía. Esta mostraba un revólver del 38 en el suelo, debajo de la mano de Stein. Le seguía un primer plano de la cara de Stein. Y, después, una máquina de escribir eléctrica situada junto al escritorio; en el rodillo estaba la nota de suicidio. Otro primer plano mostraba que los recuerdos del rabino Rubinstein eran exactos.

Simon leyó: «Estoy cansado de vivir, echo de menos a mi querida Hanna y voy a reunirme con ella.»

Dejó a un lado las fotografías y pasó al informe del inspector. Había una breve descripción de la escena, y una lista de los vecinos que habían contado las circunstancias de la última depresión del señor Stein. También el número de teléfono del pariente más cercano de Stein, un hijo con el insólito nombre de George Washington Stein, y una dirección en una conocida universidad de Nueva Inglaterra. Hojeó el informe de la autopsia, que describía una muerte de lo más evidente. Lo que ocurre cuando se dispara una bala expansiva del 38 a quemarropa en la frente de una persona depara pocas sorpresas clínicas. El análisis toxicológico era negativo, salvo por rastros de ibuprofeno, lo que hizo pensar a Simon Winter en una artritis. Vio una breve anotación en un formulario adicional, donde se mencionaba la visita del rabino al inspector Richards, y vio una copia de la nota de Stein. No había mención de ella en las conclusiones del inspector, que eran simples: suicidio debido a una depresión y a la edad.

Pensó que habrían escrito lo mismo sobre él.

A continuación hojeó de nuevo el expediente, intentando encontrar algo. Aparte de la mención en la carta que había escrito, no había nada que relacionara a Herman Stein con Der Schattenmann.

Simon frunció el ceño y en ese momento el inspector Richards regresó con una taza de café en la mano.

– No hay gran cosa, ¿verdad? -comentó el joven.

– No, no mucho.

– En un caso como éste no investigamos demasiado. Fue un suicidio de manual. Un hombre sin enemigos conocidos; hasta sus vecinos decían que era siempre amable y educado. Tenía antecedentes de depresión desde la muerte de su esposa seis años atrás. Encontré algunos antidepresivos en el armario del cuarto de baño. Consta en el informe… -El inspector suspiró y continuó-: Y dejó una nota. Una nota y una única herida de bala en la cabeza. No hace falta ser un genio para…

– ¿El revólver era de Stein?

– Pues no. O por lo menos no constaba. No estaba registrado. Un arma ilegal más. Debe de haber millones en el condado de Dade. Anoté el número de serie…

Simon Winter copió la cifra.

– ¿Algún informe de balística? ¿Huellas dactilares?

– ¿Para qué?

– ¿Dijo la señora de la limpieza que hubiera visto alguna vez el arma? ¿O alguien la identificó como suya?

El inspector hojeó rápidamente los informes.

– No hay nada. Pero no sería tan extraño. Nadie quiere que la mujer de la limpieza sepa dónde guarda el revólver. Podría desaparecer.

– Cierto -asintió Simon, y preguntó-: ¿No le pareció un poco rara la postura del fallecido?