– No -dijo la joven mirando a Espy Martínez y luego de nuevo al detective. Se limpió los ojos con un arrugado pañuelo de papel.
– Mete a la gente como tú en el trullo -soltó Robinson con rudeza. Se levantó e hizo un gesto hacia la fiscal-. Piensa en ello, Yolanda.
La expresión de la joven mulata se demudó.
– Yo no quiero ir a la cárcel, señor Robinson.
– Lo sé, Yolanda. Pero entonces tienes que ayudarme a sacarte de aquí. Tienes que decirme todo lo que sabes.
– Lo intento. Ya le he dicho todo lo que sé.
– No, Yolanda, creo que no. Y no me he enterado de lo que necesito saber. Un nombre, Yolanda, quiero un nombre.
– No lo sé… -insistió la chica, al borde del llanto-. No lo sé. Reggie nunca me dice nombres.
– ¿A una chica lista como tú? Yolanda, no te creo.
La joven ocultó la cabeza entre las manos y se balanceó adelante y atrás. Sus hombros se agitaban. Robinson dejó que el silencio se prolongase, para aumentar el miedo de Yolanda, hasta que ella dijo:
– Yo no sé nada de ningún asesinato, detective. Por favor, tiene que creerme. Yo no sabía que habían hecho daño a alguien. ¿Dónde está el sargento Lion-man? Él se lo dirá. Por favor.
– El sargento Lion-man no puede ayudarte, Yolanda, pero esta mujer sí que puede. Piensa en ello. Ahora volvemos.
Acompañó a Espy Martínez al pasillo y cerró la puerta, dejando a la desesperada Yolanda sorbiéndose la nariz.
– Ésta es la parte que más me gusta -dijo Robinson, aunque Martínez tuvo la impresión de que le gustaban todas las partes de su trabajo.
– ¿Qué ha averiguado…? -preguntó ella.
Robinson sacó una pequeña bolsa de plástico que contenía un collar de oro. Se lo entregó a la fiscal, que vio la inicial de Sophie y el par de pequeños diamantes que adornaban la S.
– Esto llevaba puesto Yolanda.
– ¿Está seguro…?
– ¿Cree que pertenecía a otra Sophie?
– No. Pero…
– Bien, obtendremos la confirmación de los forenses después. Tal vez el hijo o los vecinos podrán identificarlo. Pero era el suyo. Confíe en mí.
– Está bien, Walter. ¿Cuál es el procedimiento?
Robinson sonrió.
– Muy bien, ya ha conocido a la pequeña miss lágrimas y contrición. El problema es que dice la verdad. En realidad no sabe mucho de todo el asunto, aunque podría saber el nombre. Pero todavía no estoy seguro. Yolanda es más lista de lo que imagina. Alguna de esas lágrimas podrían ser de cocodrilo. Bien, ya veremos. Los polis son una cosa, pero un fiscal real en persona es una experiencia nueva para ella; apuesto que está pensando y haciendo memoria en estos momentos. Por otra parte, allí, en la otra sala, tenemos al tipo listo «quiero a mi abogado». Pero yo sé que tiene la información que necesitamos. El procedimiento es simple. Es jugar el uno contra el otro.
– Pero si él ha solicitado a su abogado, entonces estamos obligados…
Robinson hizo una mueca.
– Espy, vamos. Claro que ha solicitado a su abogado. Ha estado gritando que quiere a su abogado desde que entramos en su tienda de empeños. Sólo tengo que asegurarme que comprende, cómo le diría…, las ramificaciones de su renuencia. Démosle la oportunidad de que vea la luz, la oportunidad de hacer lo correcto. Aún no le hemos formulado ninguna pregunta realmente dura.
– Pero…
– Espy, así es como funcionan las cosas. Observe.
– No estoy segura de entenderlo.
– Lo entenderá enseguida. Y apuesto a que aprenderá rápido.
– Ya lo veremos. ¿Qué quiere que haga?
Robinson sonrió irónicamente.
– Quiero que le asuste como si hubiese visto al demonio en el mismo infierno.
Antes de que Espy Martínez respondiera que no estaba segura de poder asustar a nadie, Robinson golpeó la ventana de cristal de la sala 2. Los dos policías salieron y el dueño de la casa de empeños se puso a gritar:
– ¡Eh! ¿Adónde vais?
Robinson hizo las presentaciones en el pasillo.
– Espy Martínez, éstos son los sargentos Juan Rodríguez y Lionel Anderson.
– ¿Sargento Lion-man?
– En persona. -La manaza del sargento envolvió la mano de la joven, sacudiéndola arriba y abajo-. ¿Usted es la que puso entre rejas a aquellos chicos de los robos con allanamiento?
– Mi salto a la fama -repuso Martínez.
– Fue un buen trabajo -dijo Rodríguez-. Aquellos chicos habrían acabado matando a alguien, seguro.
– Ya no podrán -dijo ella.
Ambos sargentos sonrieron.
– Eso es cierto -dijo Rodríguez-. Al menos hasta que salgan.
Anderson preguntó al detective:
– ¿Cuál es el siguiente paso?
– Escuchad, chicos. Vais a entrar y haréis que Yolanda se sienta mucho mejor y piense sobre sus oportunidades si coopera con nosotros. Hacedle pensar que todo va a salir bien si habla. Sin mentiras. ¿Entendéis?
– Será un placer, Walt, viejo amigo.
– Si hay algo que Lionel sepa hacer, es que una jovencita en apuros se sienta mejor… -dijo Rodríguez a Espy, dándole un codazo a su compañero.
– Tengo alguna experiencia, señora -afirmó Anderson con aire burlón.
Luego ambos sargentos entraron en la primera sala de interrogatorios. Robinson sonrió a Martínez.
– No es que sea una misión muy difícil -dijo-. Está bien, ¿lista para infundir el temor a Dios y al sistema penal en el señor Reginald Johnson? Vamos.
Robinson entró directamente en la habitación. Martínez apresuró el paso para permanecer junto a él.
Johnson alzó la vista y frunció el ceño.
– ¿Ha llamado a mi abogado?
– ¿Qué número has dicho que tenía, Reggie? -preguntó Walter Robinson.
El perista gruñó.
– ¿Y ésta quién es? -preguntó-. No la he visto antes.
– ¿Estás seguro?
– Claro que estoy seguro. ¿Quién es?
Robinson sonrió y se inclinó hacia delante, acercando su rostro al del perista como un padre a punto de darle un bofetón a un crío.
– Vamos a ver, Reggie -susurró-, estoy seguro de que la has visto en tus pesadillas, porque representa un problema muy grande para tu gordo culo. Ella es la persona que te va a meter entre rejas, Reggie. Directamente a la prisión de Raiford. A la sombra las veinticuatro horas, y allí no habrá nadie tan dulce como tu Yolanda. De hecho, estarás de suerte si no acabas convirtiéndote en la Yolanda de alguien. ¿Lo captas, Reggie?
Aquellas palabras parecieron clavar al fornido hombre al respaldo de la silla. Miró rápidamente a la joven fiscal.
– Tu peor pesadilla, Reggie -repitió Robinson.
– Yo no he hecho nada. No sé nada de ningún asesinato.
– ¿Eso es cierto?
– ¿Acaso cree que pregunto a todos los tipos que entran por mi puerta de dónde sacan lo que me traen? Todo lo que hago es inventarme el precio y rellenar el impreso. No necesito hacer preguntas.
– Tal vez no, pero sí que sabes quién te trajo ese collar. El que Yolanda pensó que era tan bonito que tuvo que colgárselo al cuello.
Johnson no respondió enseguida.
– No estoy obligado a hablar con la policía de mis negocios. Si lo hiciera, no habría negocios -dijo por fin, balanceándose hacia atrás en su silla y cruzando los brazos sobre el pecho, como si aquella afirmación fuese su última palabra.
– Oh, sí que puedes -replicó Robinson-. Porque tu negocio es ahora mi negocio y tu problema.
Johnson frunció el ceño pero guardó silencio.
Espy Martínez, sentada en una silla en un extremo de la mesa, observaba la actuación del detective: cómo andaba por detrás del sospechoso, se inclinaba sobre él sin pronunciar palabra, luego retrocedía y finalmente arrastraba una silla cerca de él. Observó a Robinson como si éste fuera un actor experimentado en un escenario. Cada movimiento que hacía, cada gesto, cada tono que asignaba a cada palabra, estaba calculado para conseguir un efecto. Observó cómo desestabilizaba al sospechoso, despojándole hábilmente de su arrogancia y obstinación. Estaba fascinada, preguntándose cuándo se suponía que tenía que intervenir en la actuación y dudando si estaría a la altura de las mismas habilidades que mostraba el detective.