– De quince años a toda la vida, Reg. Eso para empezar.
– ¿Qué coño dice?
– Estoy hablando de cómplice en un asesinato en primer grado, Reg. Tal vez ahora sí recuerdes el pasado martes y quién estuvo aquí a últimas horas de la noche.
– No me asusta. No sé nada de ningún asesinato. Creo que voy a llamar a mi abogado ahora mismo. Tal vez querrá interponer una denuncia por acoso.
Reginald Johnson parecía orgulloso de la palabra «acoso». Se la repitió dos o tres veces a Robinson.
El detective echó otra ojeada a la vitrina de las joyas y lamentó no disponer de fotografías de las joyas robadas. Todas las piezas le parecían más o menos iguales y pensó que era el resultado de ser soltero y no prestar atención a las chucherías que atraen la mirada de las mujeres. Intentó que su desánimo no se le reflejase en el rostro.
– Sería mejor que se procurase una orden judicial si quiere verlas mejor -dijo Johnson, pagado de sí mismo.
En ese momento Yolanda salió de la trastienda portando un montón de papeles.
– Aquí tienes todo el papeleo de las armas -dijo extendiéndolo sobre el mostrador.
Los dos sargentos se acercaron.
– Lo tenemos todo en orden -añadió ella-. Aquí no hay armas ilegales, sargento. Mire ese grande y viejo treinta y ocho que hay allí -señaló inclinándose demasiado sobre el mostrador- Pues aquí está la licencia y el registro. ¿Ve como están en orden?
Ninguno de los policías miró el arma que ella señalaba, sino que se centraron en realizar una meticulosa inspección visual de sus pechos.
– Te creo, bomboncito -musitó Anderson lascivamente.
– ¡Yolanda! -saltó Johnson furioso.
La joven se enderezó de forma coqueta. Sonrió al sargento y luego de nuevo a Robinson.
Sin embargo, éste ya no miraba el escote de la joven, sino su cuello. Los fluorescentes del local hacían que la cadena de oro que llevaba puesta destellase. Robinson se volvió hacia Johnson y, entornando los ojos, dejó que una furia apenas controlada tiñese su voz amenazadoramente:
– Tu sobrina tiene un nombre muy bonito.
Johnson no respondió, desconcertado.
Yolanda miró alrededor, de pronto asustada.
– Pues gracias -repuso ella dudando.
– Un nombre muy bonito -repitió Robinson.
Hubo un súbito y tenso silencio. Anderson y Rodríguez se pusieron a ambos lados del detective y se llevaron la mano a sus respectivas armas. Entonces Robinson se inclinó abruptamente por encima del mostrador, le quitó las armas a Johnson y las apartó, haciendo perder el equilibrio al fornido propietario de la tienda, que se golpeó contra el mostrador con un sonido sordo y exclamó un «¡Eh!» sorprendido.
Robinson lo sujetó por el cuello con una mano y le obligó a bajar la cabeza mientras le retorcía el brazo. Rodríguez había inmovilizado la mano que quedaba libre al perista contra la caja.
– ¡Tío, te has vuelto loco! ¡Quiero a mi abogado! ¡Yo no he hecho nada! ¡Suéltenme! -exclamó el hombre.
– No, tú no has hecho nada -masculló Robinson. Respiraba entrecortadamente y acercó su cara a unos centímetros de la del perista-. Yolanda, mira qué nombre tan bonito -masculló con fiereza-. Así que dime, cerdo hijo de puta, rata de alcantarilla, por qué lleva un collar de oro con la inicial de Sophie?
Robinson alzo la vista hacia la joven, que lanzó una exclamación y se llevó la mano al cuello, recordando de pronto. Miró a Anderson e intentó explicar:
– Sí, pero es tan bonito que…
Johnson gruñó y Rodríguez sacaba sus esposas, que produjeron un agradable y musical sonido metálico.
10 Cómo funcionan las cosas
Espy Martínez mostró su identificación ante la mesa del sargento de recepción, que le indicó la hilera de ascensores con un críptico «Tercer piso. La están esperando», antes de volver a sumirse en la lectura de una novela barata que descansaba sobre un montón de papeles. El libro exhibía en la portada una voluptuosa mujer, semidesnuda y blandiendo una pistola antigua en la chaqueta. La joven se dirigió hacia los ascensores y sus zapatos resonaron con un sonido monótono e impaciente en el suelo de linóleo.
El ascensor subió silenciosamente hasta la mitad del edificio. Salió mientras las puertas acababan de abrirse del todo. Buscaba a Walter Robinson, pero en su lugar vio a un detective del departamento de Robos que unos meses atrás había sido su testigo principal en un juicio. El hombre alzó la vista de un bloc de notas y sonrió.
– ¡Hola, Espy! Has subido a primera división, ¿eh?
Ella se encogió de hombros y él añadió:
– El espectáculo ya ha empezado allí. Aprovechan el tiempo.
A ella no le costó adivinar a qué se refería y sonrió, a la expectativa. Siguió hacia donde apuntaba el dedo del detective, hasta el fondo de un estrecho pasillo iluminado por fluorescentes que conducía al núcleo de la jefatura de policía, que daba la impresión de estar sellado y apartado del calor implacable y el sol del exterior. Los conductos del aire acondicionado soltaban aire helado en el pequeño espacio y la joven se estremeció. El repiqueteo de sus pasos había desaparecido, apagado por una moqueta gris; todo lo que podía escuchar era su propia respiración. Por un instante, se sintió completamente sola y pensó que ésta era precisamente la sensación que los sospechosos debían de tener en aquel sitio.
En mitad del pasillo había un par de puertas una frente a otra. Un pequeño letrero de plástico en cada una rezaba INTERROGATORIO 1 e INTERROGATORIO 2. Había ventanas en las paredes, de modo que podías quedarse en el pasillo y mirar a los sujetos que había en cada sala. Espy Martínez reparó en que era cristal de un solo sentido: podías ver dentro, pero el de dentro no podía verte. Vio también que había un intercomunicador junto a la ventana.
Dudó un instante al ver que Walter Robinson estaba sentado en una habitación, delante de una joven mulata sorprendentemente atractiva y con los ojos enrojecidos, sin duda de llorar. Se dio la vuelta y vio a un hombre negro robusto, sentado en una mesa en la sala del lado opuesto. Estaba repiqueteando los dedos en la mesa de fórmica, mirando a un par de policías uniformados de Miami City, que le ignoraban de forma estudiada. Vio que el hombre encendía un cigarrillo y aplastaba la cerilla en un cenicero lleno de colillas. El detenido se removió impaciente en su asiento, un movimiento que provocó que ambos policías lo mirasen con ceño hasta que se quedó quieto de nuevo. Seguidamente procedieron a ignorarle de nuevo. La boca de aquél lanzó un escupitajo que no causó ningún efecto en los policías.
La joven se dio la vuelta y entró en la sala donde estaba Robinson.
Él se levantó rápidamente.
– Hola, señorita Martínez, encantado de que haya venido.
– Detective -repuso ella con afectada formalidad.
Robinson esbozó una media sonrisa y miró a la joven mulata.
– Yolanda, quiero que observes atentamente a esta mujer.
La joven alzó sus enrojecidos ojos hacia Espy Martínez.
– ¿Ves qué traje tan bonito lleva, Yolanda? Mira sus zapatos. Bastante finos, ¿eh? ¿Ves su maletín? Es de piel auténtica. Nada barato. ¿Ves todo esto, Yolanda?
– Sí, lo veo -replicó la chica de forma hosca.
– Está claro que no es una poli, ¿verdad, Yolanda? ¿Lo ves o no lo ves?
– No tiene aspecto de policía.
– Exactamente, Yolanda. Es la ayudante del fiscal del condado, Esperanza Martínez. Señorita Martínez, Yolanda Wilson.
Espy hizo un gesto de asentimiento con la cabeza a la joven, cuyos ojos sólo reflejaban temor.
– Yolanda -prosiguió Robinson, con un tono mezcla de amenaza y seducción-, intenta causarle una buena impresión; intenta causarle la mejor impresión que puedas, porque la señorita Martínez… ¿Sabes cómo se gana la vida? ¿Sabes lo que hace cada día, uno tras otro? ¿Sabes lo que hace, Yolanda?