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– Ah, la joven Annie Oakley, supongo.

Y después de estrecharle la mano y darle una palmadita en la espalda, le había levantado el brazo como si fuera un boxeador que ha ganado un combate y le había susurrado que debería asegurarse de que Leroy Jefferson recibiera la máxima condena; una pena que obstaba mencionar. Luego, ese mismo día, había hecho circular por toda la oficina un memorando en el que alababa a Espy Martínez por haber pensado con rapidez (aunque ella se preguntaba qué había pensado con rapidez) y recordaba a los demás ayudantes que ellos también eran miembros de las fuerzas de seguridad del país y deberían ir armados de forma adecuada en los momentos adecuados para poder actuar de modo adecuado en las circunstancias adecuadas tras una valoración adecuada de la situación, como ella había hecho. No aclaraba a qué se refería con «adecuado».

A Espy le gustaba toda esa atención, que la distraía de lo que estaba haciendo. Cuando Robinson la llamó, sintió una gran agitación, como si él fuera un elemento clave de lo que había ocurrido.

– ¿Cómo va todo, Espy?

– Bueno, los compañeros insisten en silbar la melodía de Solo ante el peligro cada vez que paso por su lado. Por lo demás, todo bien.

El inspector soltó una carcajada.

– Tenemos que vernos para empezar a atar el caso.

– Lo sé -contestó Espy-. Es que no he podido concentrarme.

– ¿Ha hablado con Tommy Alter?

– Aún no. Bueno, de hecho, una vez. La lectura de cargos de Jefferson se hizo in absentia. El hospital no le dará el alta para que lo transporten a la cárcel hasta dentro de una semana.

– Esta mañana le tomé las huellas dactilares. Alter estaba ahí, pero no dijo nada, se limitó a observar. Jefferson parecía sufrir fuertes dolores, lo que no está mal. Todavía tiene la pierna en tracción, pero mañana se la escayolarán. El médico dijo que con el tiempo tendrá que someterse a dos o tres operaciones más. Le comenté que sería una pérdida de tiempo, en voz muy alta para que Jefferson y Alter me oyeran.

– ¡Qué barbaridad! -exclamó la ayudante del fiscal entre risas.

– Ya sabe lo que se dice. Todo vale en el amor y en la guerra, y en este caso…

– ¿Y ahora qué?

– Bueno, voy a llevar las huellas al laboratorio. Deberíamos poder situarlo en el piso de la anciana. Le tomé una fotografía y cuando la enseñé, junto con otras, a los conductores de autobús para que lo identificaran, situaron a Jefferson en el autobús adecuado a la hora adecuada. Mañana por la mañana enseñaré las fotografías al señor Kadosh para que lo identifique también. Como ese cabrón está en el hospital, queda descartado hacer una rueda de reconocimiento. Además, está el propietario de la casa de empeños, que declarará sobre los objetos robados. Presenté un montón de cargos contra el pobre Reginald, y también contra Yolanda. La mayoría de ellos era una chorrada, pero bastó para que los dos claudicaran. De todas formas, Lion-man hará el seguimiento para asegurarse. En el registro del domicilio de Jefferson no se encontró nada procedente de la casa de la víctima. Debió de haberse deshecho de todo en el Helping Hand. Pero, aun así, me parece bastante claro.

Espy Martínez asintió, pero su tono cambió.

– Alter me pareció muy seguro.

– A mí también.

– ¿Porqué?

– No lo sé. No veo que tenga motivos para estarlo, salvo el hecho de que es un arrogante que siempre se muestra de lo más seguro hasta que se da cuenta de que no tiene defensa. Entonces corre a suplicar un trato. Eso será en un par de semanas. Déjelo que disfrute hasta entonces.

– No habrá trato. Son órdenes directas del jefe.

– Estupendo. Querrá uno, ¿sabe? Ésa será la estrategia de la defensa: encontrar algún punto débil que pueda explotar para preocuparnos de tal modo que, en lugar de arriesgarnos ante un jurado, lleguemos a un acuerdo por los veinticinco años de condena mínima.

– No creo que la fiscalía vaya a aceptar eso.

– Es lo que él intentará. Cualquier cosa que evite que Jefferson vaya al corredor de la muerte será una victoria para él.

– Ojalá hubiera confesado.

– Sí. Sería perfecto, ¿verdad? Y le habría arrancado una confesión al muy cabrón si no hubiera aparecido Alter.

– A los jurados les gusta tener una confesión en los casos de asesinato. Les da la certeza de que están haciendo lo correcto. Especialmente cuando tienen que votar por la pena de muerte.

– Ya lo sé. Pero tenemos casi todo lo demás.

– ¿Podríamos repasarlo otra vez? Quizá podamos anticiparnos a cualquier problema si lo comentamos con calma. Preferiría estar preparada para cuando Alter ataque.

Robinson aprovechó la ocasión.

– ¿Por qué no quedamos para cenar? Llevaré el expediente del caso y podemos comer algo mientras lo examinamos despacio…

Espy dudó y se ruborizó un poco.

– Walter, no sé si debemos mezclar el trabajo con…

No terminó, y Robinson se apresuró a hablar de nuevo.

– Oiga, no se preocupe por eso. Una cita de verdad sería ir al cine, al teatro, a un concierto, a un partido o a algo así. Ya me entiende, la iría a buscar a su casa con corbata, le llevaría flores y una caja de bombones, y le abriría la puerta del coche. En una cita de verdad te pones nervioso, charlas educadamente sobre temas intrascendentes y muestras buenos modales. Esto es otra cosa. Siento como si le debiera algo por lo de la otra noche. Verá, no se suponía que tuviera que terminar disparando a alguien. Me siento culpable por eso.

– No fue culpa suya -respondió ella con una sonrisa.

– Ya, pero lo cierto es que las cosas no salieron como había previsto.

– Oiga -bromeó-, ¿cree que me importa que de repente todo el mundo me considere peligrosa?

– ¿Peligrosa y decidida?

– Exacto. Resuelta a todo. Una mujer de armas tomar.

Ambos rieron.

– Muy bien -dijo-. Mañana por la noche.

– ¿Paso a recogerla por su oficina?

– No, por mi casa. ¿Recuerda cómo llegar?

Él lo recordaba.

Naturalmente, sólo hablaron del caso de forma superficial al principio de la velada, casi como si fuera un estorbo necesario. La llevó a un restaurante al aire libre que daba a la bahía de Vizcaíno, la clase de sitio en que el camarero se mueve dándose aires y sirve una comida mediocre disimulada con salsas fuertes y una vista espectacular. Mientras estaban ahí sentados, Robinson veía cómo las tonalidades azules del agua se iban oscureciendo desde alta mar hasta la costa; pasaban de un azul cielo a uno más oscuro y, finalmente, a un azul marino intenso que casi no se distinguía del negro y que anunciaba la noche veraniega. Las luces de la ciudad parpadeaban y parecían salpicar la superficie del agua como si un artista impresionista las hubiera pintado en las ondulantes olas.

Ella estaba sentada delante de él, y sabía que la situación contenía el proverbial romanticismo de los trópicos. Notaba una ligera brisa que le atravesaba los pliegues del vestido holgado que llevaba y le acariciaba lugares ocultos con la familiaridad de un viejo amante. Echó la cabeza atrás y se pasó la mano por el pelo. Miró a Robinson, pensó que era guapísimo, y pensó también que si sus padres la vieran sentada con un negro, no le hablarían en días, a no ser que se tratara exclusivamente de una reunión de trabajo. Así que, en deferencia a esta imagen y para dar por lo menos la impresión de trabajar, preguntó:

– ¿Hablamos un poco de Jefferson?

– Claro -sonrió Robinson-. Una cena de trabajo. Diría que el futuro de Leroy Jefferson se ve negro, lo que podría ser un juego de palabras, pero no mezclaremos la raza en esto.

– ¿Y qué tenemos?

– Bueno, esta tarde, antes de irme del trabajo, recibí una llamada de Harry Harrison (¿cómo es posible que alguien se llame así?), de Huellas Dactilares. ¿Adivina de quién aparecieron huellas en un cajón de la cómoda de Sophie Millstein?

– ¿De nuestro hombre?