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– Está bien, si no quiere… -dijo Robinson, sin saber si quería o no que ella continuara.

– No -replicó Martínez en voz baja-. Debo sacar todo esto fuera. Tenía quince años y estaba en la cama, durmiendo. Oí que mis padres lloraban y después se fueron al hospital. Me dejaron sola en casa. Pasé la noche sentada en la oscuridad esperando su regreso. No volví a ver a mi hermano, excepto en el funeral, y entonces no parecía él, ¿sabe? Quiero decir que no sonreía ni me chinchaba como hacía siempre. Fue tres días antes de que celebrara mi decimoquinto cumpleaños. ¿Sabe qué es eso?

– Bueno, más o menos. Es una fiesta que las chicas latinas celebran cuando cumplen esa edad.

– Sí, bueno, es una fiesta, pero también es más que eso. Supongo que no es tan importante como un bar mitzvah para un niño judío, porque eso es una cuestión religiosa, pero se le acerca mucho. En esta celebración se anuncia que ya eres una mujer. Es una tradición, y tienes la sensación de formar parte de algo. Está llena de vestidos recargados, risas nerviosas, música lenta y acompañantes, ya sabes, padres que vigilan a todos esos niños que se comportan como adultos. En la comunidad cubana es un evento importante. Estás meses organizándolo. A los quince años, es lo único en que piensas durante días y días. Pero el mío se convirtió en el funeral de mi hermano.

– Debió de resultarle muy difícil -comentó Robinson, y entonces pensó que eso habría sonado estúpido porque era evidente. Así que alargó la mano sobre la mesa para tocar la de Espy, que se la sujetó con fuerza.

– Verá, en mi casa, mi hermano lo dominaba todo. Tenía que haber sido abogado. Encargarse del negocio de mi padre. Llegar a ser importante e influyente. Tener familia y ser alguien en la vida… Nunca lo dijeron, pero cuando murió todo eso recayó en mí. Pero también algo más.

– ¿Qué?

– La venganza.

– ¿Qué quiere decir?

– En la sociedad cubana, mejor dicho, en casi todas las sociedades latinas, una muerte así supone una deuda. A mis padres, este asesinato los envejeció. Y cobrar la deuda recayó en mí.

– Pero ¿qué podía hacer usted?

– Bueno, no podía coger una pistola y disparar a alguien. Tenía que encontrar otra forma de cobrar la deuda.

– ¿Y el asesino?

– Jamás lo atraparon. Por lo menos, no de modo oficial. Dos semanas después detuvieron a un hombre que encajaba con su descripción al salir de una tienda Dairy Mart en Palm Beach con lo que había en la caja, pero los amigos de mi hermano y la mujer de la tienda no lograron identificarlo en una rueda de reconocimiento. El modus operandi era el mismo, también llevaba una media en la cabeza, profirió las mismas palabras, reía igual… Encajaba. Pero no pudieron procesarlo por la muerte de mi hermano.

– ¿Qué pasó?

– Le cayeron quince años, pero cumplió cinco. Ahora vuelve a estar en la cárcel. Lo sigo de cerca. Pido a los funcionarios de la prisión que le vayan poniendo informadores en la celda para ver si habla, quizá por casualidad. Tal vez mencione qué fue de ese Magnum del cuarenta y cuatro que desapareció. O tal vez se vanaglorie de haber escapado impune de un asesinato. Tengo el expediente del caso de mi hermano en un cajón de mi mesa, al día, ¿sabe?, con direcciones y declaraciones. Cueste lo que cueste, si alguna vez puedo relacionarlo concretamente, el caso estará a punto. -Inspiró hondo-. El homicidio en primer grado no prescribe. La venganza tampoco. -Lo miró-. Supongo que parezco obsesiva, pero lo llevo en la sangre.

Se detuvo de nuevo, y Robinson trató de pensar en algo que decir. Pero cuando se le trabó la lengua con sus propias palabras, ella prosiguió:

– Así que supongo que él es la razón de que yo estudiara derecho. Lo hice en lugar de mi pobre hermano. Y él es la razón de que me hiciera fiscal, para poder ponerme algún día delante de un jurado, señalar a ese cabrón y decir que fue él quien lo mató. También mató a la propietaria de la tienda, de hecho. Tenía el corazón delicado y murió seis meses después.

– Lo siento -dijo Robinson-. No lo sabía. -Desde luego era lo más estúpido y más trillado que podía decir, pero no pudo contenerse.

Espy se tocó la frente con la mano libre.

– No, tranquilo -aseguró-. Ya ve. Nos lo estábamos pasando bien y yo voy y le suelto todo esto, y ahora tiene el aspecto de alguien a quien han pillado blasfemando en la iglesia. -Alargó la mano y bebió un largo sorbo de vino-. Me gustaría bromear sobre algo para que volviéramos a reírnos.

Robinson reflexionó un momento, se preguntó por qué tenía la impresión de que faltaba algo, y entonces se dio cuenta de lo que era. Antes de poder contenerse, hizo la pregunta:

– El sospechoso de disparar a su hermano… era negro, ¿verdad?

Martínez no respondió enseguida, pero al final asintió. Él suspiró y se reclinó en la silla pensando: «Ya está; se acabó.» Empezó a enfadarse, no con Espy ni consigo mismo ni con nada que no fuera el mundo entero, pero entonces ella alargó la mano y volvió a tomarle la suya, con fuerza, como si estuviera colgando de lo alto de un precipicio.

– No -dijo despacio-. Él era él y usted es usted.

Robinson volvió a inclinarse hacia ella, agitado.

– Mi nombre -dijo Espy con una sonrisa-. ¿Sabe qué significa?

– Sí, claro. Esperanza.

Ella fue a responder, pero llegó el camarero con la cena. Se quedó plantado a su lado con los platos de comida en equilibrio, sin poder dejarlos en la mesa porque ellos tenían los brazos extendidos sobre ella.

– Disculpen -dijo tras aclararse la garganta, y los dos alzaron la vista y rieron.

Comieron deprisa, se saltaron el postre y pasaron del café. Era como si las confesiones que se habían hecho les hubieran liberado de las poses, los rodeos, los amagos y las farsas habituales en estos casos. Ella estuvo callada mientras él la conducía a través de la ciudad hasta la puerta de su casa. Una vez ahí, detuvo el coche y apagó el motor. Ella se quedó sentada con la vista puesta en el dúplex que ocupaban sus padres. Supuso que estarían mirando.

Robinson empezó a decir algo, pero no lo escuchaba.

En lugar de eso, se volvió hacia él y le susurró con una intensidad que la sorprendió incluso a ella:

– Llévame a otro sitio, Walter. Adonde sea. A cualquier sitio. A tu casa. O a un hotel, un parque, la playa. Me da igual. Pero que sea otro sitio.

Se la quedó mirando un momento. Y entonces se abrazaron y sus labios se juntaron ardorosamente, y ella tiró de él, pensando que estaba sacudiéndose la soledad y los problemas de toda su vida, y esperaba que, de algún modo, el peso de aquel hombre apretujado contra ella estabilizara el huracán de emociones que sacudían su interior.

La llevó a su piso. Cerró la puerta tras ellos, y se aferraron el uno al otro en el suelo del salón con la urgencia escurridiza de un par de delincuentes que temen ser descubiertos. Se quitaron mutuamente la ropa con una excitación frenética que se transformó en una cópula rápida, casi como si no tuvieran tiempo para conocer el cuerpo del otro. Espy tiró de Walter para que se situara sobre ella e intentó envolverlo; él, por su parte, se sentía como un globo hinchado a punto de estallar. La curva de sus pechos pequeños, la tersura de su piel, el contorno de su sexo, el sabor de su cuello… todo eso eran informaciones y datos de los que sólo fue vagamente consciente mientras la penetraba con una avidez primaria, puramente instintiva, y que ella recibía acompasando su pelvis.

Cuando terminó, se echó a un lado y respiró jadeante, boca arriba, con el antebrazo sobre los ojos.

– Dime, Walter -dijo ella pasados unos segundos-, ¿tienes, no sé, dormitorio? ¿Cuarto de baño? ¿Cocina?

Abrió los ojos y vio que estaba a su lado, apoyada en un codo e inclinada hacia él, sonriendo abiertamente.

– Pues sí, Espy. Tengo todas las comodidades habituales de la vida moderna. Nevera, televisión por cable, aire acondicionado, moqueta…