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– ¡Tonterías! Me da igual que haya pasado la prueba, sigue…

– Todavía no has pasado por el departamento, ¿verdad, chico?

– No.

– Has estado ocupado, ¿eh? -Y sonrió de oreja a oreja a Espy.

– Todo esto son tonterías, Tommy -estalló ésta, furiosa-, y tú lo sabes. ¡Pasar la prueba del polígrafo no significa nada! No sirve de prueba. No es nada. Así que deja de decir tonterías…

– Esta mañana llegó un informe interesante al departamento de Homicidios de South Beach -prosiguió Alter, sin prestar atención al enojo que reflejaban las caras de la fiscal y el inspector-. La clase de cosa que te hace pensar si podría haber algo más extraño en este mundo…

– Corta el rollo, Tommy, antes de que te dé un puñetazo.

– ¿De qué hablas, Tommy? ¿Qué informe?

El abogado sonrió de nuevo de oreja a oreja.

– Es divertido ver a dos justicieros moralistas como vosotros tan desconcertados. Quizá me permitáis disfrutar del espectáculo un momento.

– ¿Qué informe?

– El informe de las jodidas huellas, gilipollas.

– ¿Cómo has…?

– Tengo amigos en tu departamento.

– ¿Qué estás diciendo, Tommy? -saltó Martínez con voz estridente.

– Lo que estoy diciendo, Espy: que otra persona mató a Sophie. Esto es lo que estoy diciendo.

– ¡Menuda gilipollez! -intervino Robinson. Iba a abalanzarse sobre el abogado pero consiguió controlarse en el último segundo.

– ¿Un tercero? -se asombró la ayudante del fiscal-. Por Dios, Tommy, venga ya. Puedes hacer algo mejor que la vieja defensa de culpar a un tercero. ¿Crees que soy tan joven que no conozco esa artimaña? Elige algo más original, más creativo, no la vieja defensa de «lo hizo un tercero».

Alter se giró hacia ella y agachó la cabeza enojado, sin rastro de la jocosidad que había mostrado hasta entonces.

– Oh, ¿te parece aburrido? ¿Te parece poco original?

– ¡Exacto!

– Pues adivinad qué, muchachos -replicó en voz baja, con tono de conspiración pero con sarcasmo-. Resulta que, además, es verdad. -Se volvió hacia Robinson-. La huella que había en el cuerpo, justo en el cuello, procedente de los dedos que estrangularon la garganta de Sophie, esa bonita huella parcial de un pulgar que tus hombres recuperaron de su piel. Pues bien: pertenece a alguien, pero no a Leroy Jefferson. -Retrocedió-. Pensad en eso, chicos. Y echad un buen vistazo a la prueba del polígrafo. Y cuando estéis preparados para pedirnos con mucha educación ayuda para encontrar al verdadero asesino de esa anciana, ya sabéis dónde estaré esperando. -Hizo una pausa y añadió-: Y Walter, amigo, trae los cincuenta que me debes, ¿quieres?

Thomas Alter dejó caer la prueba del polígrafo en la acera, donde una ligera brisa alborotó las hojas mientras él se alejaba con paso decidido.

14 La H omitida

«Está aquí -pensó Simon Winter-. Delante de mí, en algún sitio, tal vez bajando por el paseo marítimo entarimado o comiendo un helado comprado en el puesto de la esquina. Quizás esté en ese grupo, haciendo cola para tener una mesa en el News Café. Podría ser aquel hombre que lee el Herald en el banco de la parada de autobús. Podría ser cualquiera. Pero está aquí y ha matado por lo menos una vez, puede que dos. Todavía no sé cómo. Pero lo ha hecho. Y ha conseguido que un asesinato parezca el suicidio de un hombre mayor, y que otro asesinato parezca obra de un drogata, y creo que si es necesario volverá a matar, porque no le importa nada asesinar. Nada en absoluto.»

Winter inspiró hondo y masculló entre dientes:

– ¿Cómo puedo encontrarte, Sombra?

Una pareja de adolescentes pasó a pocos metros de él. Los dos llevaban gafas de espejo que centelleaban al sol, y se volvieron al oír su voz. Comentaron algo en español, riendo, y se alejaron.

Eso lo hizo enfadar. Otro viejo que habla sólo, eso habían pensado. Vio cómo dos chicas con patines serpenteaban entre las personas que había a última hora de la tarde en Ocean Drive. Las aceras estaban llenas de gente que caminaba entre los restaurantes y los cafés al aire libre que dominan el distrito art déco de South Beach. Era un lugar de coches rápidos y luces de neón; de música alta (salsa con graves profundos, o heavy metal estridente y guitarrero) que competía con chirridos de neumáticos y sonoros cláxones. Nadie hablaba, todo el mundo gritaba.

«Miami, y por extensión Miami Beach, venera lo inmediato -pensó Winter-. Si es nuevo, ruidoso y de colores vivos, es aceptado al instante como parte de la imagen tópica de la ciudad.»

Las chicas patinadoras vestían unos ajustados pantalones cortos de licra negra idénticos y unos tops sin espalda rosa fluorescente. Una tenía el pelo oscuro y la otra rubio. Se movían con una elegancia sinuosa; se impulsaban con las piernas para ganar velocidad y después se relajaban, deslizándose sin esfuerzo. La gente se apartaba para dejarlas pasar y, a continuación, cerraba filas como un ejército educado pero desorganizado.

Estaba sentado en un banco al otro lado de la calle, de espaldas al agua azul celeste que se extendía sobre una amplia extensión de arena calcárea. El clamor de la calle tapaba el fragor del oleaje en la costa. Olía el aire salado, mezclado con el aroma de doce menús distintos preparados en otras tantas cocinas. Se preguntó cómo alguien podía creer que los sonidos o los olores producidos por el hombre eran preferibles a los de la naturaleza. Dirigió la vista a la playa.

«¿Cómo puedo encontrarlo?», se preguntó.

Desde donde estaba veía el pequeño quiosco de música del parque Lummus, y también las personas mayores que se alejaban despacio de la playa; la retirada al final del día. Llevaban sillas plegables de aluminio y sombrillas. El quiosco de música era un lugar muy popular que a menudo estaba de bote en bote, aunque parecía que con cada mes que pasaba se congregaba menos gente en él. Era un sitio extraño: una losa de cemento que irradiaba el calor abrasador del verano situada junto a un edificio bajo, pintado de verde, que servía de almacén. Todos los días, unos empleados municipales colocaban fuera un micrófono y un pequeño amplificador. Entonces, uno tras otro, los jubilados que vivían en South Beach subían a entretener a los demás cantando. Un cartel en la pared limitaba a tres los números de cada persona. Las canciones fluían a través del aire caliente en varios idiomas de la Europa del Este, incluido el yidis, junto con algún que otro intento en inglés. Tenía algo de absurdo: muy a menudo los ancianos hacían el ridículo canturreando, confundiendo estrofas, omitiendo frases, tarareando los trozos olvidados. Los cantantes gesticulaban y adoptaban poses, con los brazos extendidos, imitando las actuaciones en salas de fiestas. Sólo en contadas ocasiones las melodías se correspondían con las palabras. Las voces viejas poseen una aspereza y un temblor que resquebraja y estropea las canciones. Unos cantantes chillaban, otros gemían, algunos emitían gorgoritos lúgubres, pero todos seguían adelante, sin tener en cuenta sus gazapos, porque eran recuerdos lo que estaban evocando. Muchas veces, el ruido y los sonidos estridentes que emitían las máquinas de discos y los potentes casetes a lo largo de Ocean Drive impedían oír a los cantantes. Pero ellos seguían actuando, sin importarles la competencia. Y cuando terminaban, recibían aplausos entusiastas y elogios generosos, tanto si se había podido oír alguna palabra como si no.

Simon Winter sacudió la cabeza y se levantó. Bajó despacio por la calle y adelantó a los ancianos con las sillas plegables, en la misma dirección que las dos chicas patinadoras, a las que vislumbró entre un par de relucientes deportivos rojos antes de que desaparecieran entre los grises del crepúsculo.

Siguió con los ojos un coche patrulla de Miami Beach que avanzaba despacio en medio del tráfico. De repente, recordó una vez que estaba pescando en las aguas poco profundas de los Cayos Altos y divisó la silueta solitaria de un águila pescadora que describía lentos círculos utilizando el viento y las corrientes cálidas ascendentes. Enseguida vio que el ave no estaba cazando, pues su búsqueda carecía de energía. Pero era oportunista: cuando veía una cojinúa carbonera nadando demasiado cerca de la superficie, se lanzaba en picado con las garras extendidas, golpeaba el agua con un sonoro estallido de espuma y se elevaba de nuevo con un reguero de gotas plateadas chorreándole de las alas blancas. Aquel día, tuvo tan poca suerte pescando como ella. Aun así, mientras pasaban las horas sin que aparecieran peces, parecía feliz de estar allí describiendo círculos elegantes en el aire, como si formara parte del mismo cielo.