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– No hasta que no encuentren un cadáver. O indicios de que se haya cometido un crimen -añadió Frieda con amargura-. Una persona mayor de Miami Beach que no está en casa a las horas habituales no les parece el crimen del siglo, detective. No lo tratan como el secuestro del hijo de Lindbergh. Son educados pero nada más. Sólo educados. -A continuación, siseó para sí misma-: ¡ La Sombra vive entre nosotros, y ellos son educados!

Simon Winter asintió. Conocía la situación. A falta de una nota de secuestro, una escena del crimen con manchas de sangre u otro indicio manifiesto e inconfundible, la policía se limitaría a enviar un teletipo a las demás fuerzas del orden locales y a informar a los agentes para que estuvieran atentos, tal vez con la distribución de una fotografía al pasar lista.

– Díganme, ¿podría tener alguna otra explicación su desaparición?

– ¿Como cuál?

– El miedo. A lo mejor fue a visitar a algún familiar…

– ¿Sin decírnoslo?

Parecía poco probable.

– ¿Ha tenido despistes? ¿Alguna pérdida temporal de memoria?

El rabino sacudió la cabeza, enfadado.

– ¡No chocheamos! ¡Ninguno de nosotros sufre demencia senil, gracias a Dios! ¡Si Irving ha desaparecido sólo puede haber una explicación!

Simon Winter reflexionó. Todos los ancianos de South Beach eran animales de costumbres, algunos en extremo, como Irving Silver, Sophie Millstein y Herman Stein. Todos ellos habían construido sus vidas alrededor de momentos de certeza, como si la exigencia inflexible de una cita, de un horario, de un encuentro, de una comida o una medicación impidiera que la espontaneidad de la muerte accediera a sus vidas.

«¿Y quién puede ser más vulnerable que alguien de costumbres fijas?», pensó.

– Bueno, aunque estuviera aquí la Sombra -comentó tras sacudir la cabeza-, a Sophie la atacaron en su casa, Herman Stein murió en su casa. La pauta parece clara…

Esta vez fue el rabino quien interrumpió negando, exasperado, con la cabeza.

– ¡Todavía no lo entiende, señor Winter! ¿Tiene forma una sombra? ¿Tiene sustancia? ¿No es algo que se mueve y cambia con cada movimiento del Sol, la Luna o la Tierra? Por eso era tan aterrador, señor Winter. En aquel entonces, en Berlín… Si hubiéramos sabido que le gustaba ir en tranvía, bueno, los habríamos evitado. Si hubiéramos sabido qué calles transitaba, o qué metro frecuentaba… Si hubiéramos sabido en qué parque tomaba el fresco… Pero todas estas cosas se desconocían. Cada día era distinto. ¿Por qué iba a ser diferente ahora? Si ha matado a Sophie y al pobre señor Stein en su casa, la Sombra cambiará entonces de apariencia y encontrará otro sitio, y allí es donde está Irving ahora. ¡Lo sé!

Estas últimas palabras restallaron en el aire húmedo y enrarecido de la calle. El viejo rabino estuvo callado un instante y después añadió ferozmente:

– Irving habría luchado. Y lo habría hecho con todas sus fuerzas y durante un buen rato. Habría mordido y arañado, y usado todo lo que tuviera a mano. Irving era fuerte, era un hombre duro. Daba paseos a diario. Levantaba pesas y nadaba en el mar los días calurosos. Todavía tenía musculatura, y desde luego habría luchado con todas sus fuerzas, como un tigre, porque Irving amaba la vida.

– No había señales de lucha.

– Ya. Eso significa que la Sombra se lo llevó de la calle.

– Habría sido difícil. La mayoría del tiempo este sitio está lleno de gente. Miren el porche. Por lo general, hay decenas de personas contemplando la calle…

– Sería difícil para la mayoría de los criminales. Sí, inspector, tiene razón -dijo el rabino pacientemente-. Pero debe recordar que esto es lo que hizo muchas veces durante todos los años que duró la guerra. Terminaba con tu vida silenciosa y discretamente. Dígame, señor Winter, ¿no ha notado alguna vez que se le escapaba la mano mientras sujetaba una navaja de afeitar y, cuando se ha mirado en el espejo, ha visto un corte? ¿Que tenía sangre en la mejilla? Pero ¿había sentido algún dolor? No, diría que no. Y ésta es la clase de hombre que él es.

Frieda Kroner asintió con la cabeza.

– Tenemos que encontrarlo -gruñó en voz baja y airada-. Tenemos que encontrarlo hoy, mañana, esta semana o la que viene pero tenemos que encontrarlo. Si no, él nos encontrará a nosotros. Tenemos que defendernos.

– Aunque sea de una sombra -añadió el rabino.

Simon Winter asintió. Pensó que ese hombre era algo diferente. Notó que su mente empezaba a trabajar, mecánicamente, analizando los distintos factores.

– ¿Qué fue lo que dijo la última vez, señora Kroner? ¿Es uno de ustedes?

– Exacto. Tiene que ser también un superviviente.

– Pues empezaré por ahí. Y ustedes también. Estará ahí fuera, en una sinagoga, o en el Memorial del Holocausto, o en una reunión de una comunidad de propietarios, como el señor Stein. Tiene que haber nombres, listas de nombres. De organizaciones y reuniones. Empezaremos por ahí.

– Sí, sí, de acuerdo -dijo el rabino-. Puedo ponerme en contacto con otros rabinos.

– Estupendo. Eliminen a cualquiera que tenga menos de sesenta…

– Será mayor. ¿Por qué no lo fijamos en sesenta y cinco? ¿O sesenta y ocho?

– Sí, pero todos somos mayores, y sabemos que no todo el mundo lleva los años igual de bien. Hay quien parece más joven y quien parece más viejo. Creo que para cometer dos (quizá tres) asesinatos, la Sombra tendrá la fuerza y el aspecto de un hombre más joven. Tengámoslo presente.

– Como el hombre al que están juzgando en Israel -asintió el rabino-. Hoy volvió a salir en los periódicos.

Simon recordó rápidamente la fotografía de un hombre acusado de haber sido guardia en un campo de la muerte. Había salido en los noticiarios de televisión y los periódicos. Era un hombre corpulento, panzudo, ancho de hombros y con unos brazos como columnas. Se estaba quedando calvo, y tenía un aire violento que resultaba inquietante. Flanqueado por un par de policías, siempre llevaba un mono de recluso, pero no poseía ni la actitud ni el aspecto de un recluso.

– ¿Ha visto a este hombre, a este Iván el Terrible? -preguntó el rabino, y Winter asintió-. ¿Verdad que se nota que no lo han quebrantado nunca? ¿Que no lo han aplastado? ¿Que no lo han apaleado ni matado de hambre? No ocurre exactamente lo mismo con nosotros, ¿verdad?

– No lo sigo.

– No es que los supervivientes seamos menos… No sé muy bien cómo decirlo, pero permítame que le sugiera algo, detective: un verdadero superviviente lleva una marca, tan seguro como que yo llevo este tatuaje.

Levantó el brazo y se subió la manga de la camisa.

– ¿Ve cómo se ha ido borrando con el tiempo? Pero sigue ahí, ¿no? Pues no somos diferentes por dentro. Tenemos una marca que se va desvaneciendo a medida que pasan los años. Pero sigue ahí, y jamás desaparecerá del todo. Puede verlo en los hombros caídos, o quizás en la mirada. Creo que nos pasa a todos.

– ¿Qué quiere decirme?

– Este hombre, Der Schattenmann, dirá una cosa. Pero será falso por dentro. Y si observamos con la atención suficiente, podremos verlo.

– Tiene razón -afirmó Frieda Kroner. Hubo una pausa y después prosiguió con la eficiencia de una secretaria-: Conozco todas las actividades de Irving. El club de bridge y las tertulias… Puedo conseguir las listas.

– Excelente. Y direcciones y descripciones, si puede obtenerlas. Recuerde el detalle. Cualquier pequeña cosa podría decirnos lo que necesitamos saber.

– ¿A qué se refiere con eso del detalle? -preguntó la mujer.

– Tiempo atrás fue berlinés. ¿Hablará con acento como usted, señora Kroner? Sólo es una posibilidad. Puede que no lo haga.

– Ya lo entiendo. Tiene sentido. Y mientras tanto, ¿cómo nos protegemos?

– Cambien su rutina. Si han estado yendo al supermercado a las tres de la tarde todos los miércoles los últimos diez años, no lo hagan más. Vayan a las ocho de la mañana. Empiecen a seguir rutas distintas. Si quieren ir a pasear al paseo marítimo entarimado, pueden hacerlo, pero giren y vayan dos manzanas en sentido contrario antes de volver. Si salen, llamen antes a su destino, avisen que van. Si siempre se desplazan en autobús, tomen un taxi. Encuentren a alguien que los acompañe. Muévanse en grupo. Viajen de forma imprevisible. Zigzagueen. Deténganse delante de escaparates y observen la gente que tienen detrás. Dense la vuelta de repente y miren la calle que acaban de recorrer. Estén atentos.