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– Ya.

– Así que, de entrada, ha de saber que se está enfrentando con un montón de mentiras sistematizadas, señor Winter. Con una persona inmune al autoengaño, porque sólo alguien que viera con claridad lo que estaba pasando podría haber tomado las medidas necesarias para seguir con vida. Pero es alguien que se siente cómodo con las tergiversaciones, alguien que adopta el engaño. Aunque eso no sería todo.

– Le escucho.

– Tendría que haber algo más que una simple conveniencia. También una ferocidad, una voluntad férrea de vivir. El delator sería alguien que jamás consideraría que la vida de nadie es, ni siquiera remotamente, tan importante como la suya. Así que quizás esté buscando también a un hombre con cierto ego, que cree que ha hecho cosas importantes. No será un hombre tonto. No como el guardia corpulento y lerdo de un campo. Ni siquiera tendrá la mentalidad de contable de algún burócrata de las SS que se aseguraba de que los trenes circularan según el horario previsto. Para sobrevivir, un delator necesitaba ser un auténtico genio. Tener creatividad. ¿Entiende?

– Sí. Pero ¿cómo podría encontrarlo? ¿Aquí, entre los supervivientes?

Rosen hizo otra pausa y, después, soltó una carcajada.

– Oh, le sería imposible, señor Winter. Como una aguja en un pajar. Entre millares, habría uno que no sería exactamente quien dice ser, pero sería un experto. Sabría todo lo que saben los supervivientes. Tendría memorizados todos sus horrores, porque participó en ellos. Tendría acceso a las mismas pesadillas, sólo que no se despertaría en mitad de la noche gritando el nombre de un familiar muerto hace mucho en una cámara de gas. Estaría intacto, sería completamente auténtico, pero intrínsecamente erróneo. Y en algún lugar de su interior habría un odio tan violento… Sería fascinante. Fascinante.

– Tengo que encontrarlo.

– ¿Es un hombre? Hubo mujeres delatoras. ¿Tiene un nombre?

– Sólo un nombre de guerra. Der Schattenmann.

El nombre no pareció decirle nada.

– ¿Y cree que está aquí?

– Sí.

– Y quiere encontrarlo con todas sus fuerzas. -La voz de Rosen se mantuvo inalterable al hablar-. ¿Por qué?

– Creo que ha asesinado.

– Ah, qué interesante. ¿A quién ha asesinado?

– A alguien que podría haberlo reconocido.

– Tiene mucho sentido. ¿Y por qué está usted implicado?

– La víctima era vecina mía.

– Ah, también tiene sentido. ¿Quiere vengarse?

– Quiero detenerlo.

Rosen volvió a quedarse callado al otro lado del teléfono, y Winter creyó por un segundo o dos que debería decir algo, pero no lo hizo, hasta que finalmente el otro hombre dijo en voz baja y pausada:

– No creo que pueda.

– ¿Porqué?

– Porque sin duda es un experto en muertes. En toda clase de muertes.

– Yo también lo soy.

– Y también lo es el Tiempo, señor Winter. Y el Tiempo tiene más probabilidades que usted.

Simon se levantó de la mesa y se acercó a la ventana. El sol de última hora de la tarde llenaba el jardín de The Sunshine Arms. El querubín de la trompeta parecía muy contento, sumergido en el calor del final del día, antes de que la sofocante humedad nocturna se apoderara de la ciudad. Por primera vez desde que Sophie Millstein había llamado a su puerta, Simon tuvo una sensación de derrota. Lo único que le había dicho todo el mundo era: muerte e imposibilidad. Se frotó la frente con fuerza, hasta que le quedó colorada de frustración.

«Esto me va a matar -pensó-. Moriré de inutilidad e impotencia.»

Esto le hizo sonreír con tristeza al percatarse de que cuando Sophie Millstein había llamado a su puerta, se estaba preparando precisamente para eso.

Decidió dar un paseo para ver si el movimiento lograba estimularle alguna idea sobre una línea de investigación productiva, así que cogió su desgastada gorra de los Dolphins y, cuando tenía la mano en el pomo, sonó el teléfono. Se detuvo, pensando si debería dejar que saltara el contestador automático. Decidió que no, y cruzó rápidamente la habitación, con lo que consiguió descolgar justo cuando la máquina empezaba a reproducir su mensaje grabado.

– No; estoy aquí, espere -dijo sobre su propia voz metálica en la cinta.

– ¿Señor Winter? -Era Frieda Kroner.

– Sí, señora Kroner, ¿qué sucede?

– Irving -contestó con crudeza-. En la caseta de socorrismo de South Point. La última antes del embarcadero. Nos reuniremos allí con usted.

Vio tres coches patrulla estacionados en una franja arenosa junto a la entrada de acceso a la playa. A un lado había un pequeño parque con una pista deportiva que lo recorrería serpenteante; disponía de media docena de áreas de picnic, y de una zona de columpios y balancines; era un lugar concurrido los fines de semana, ya que muchas de las familias inmigrantes que ocupaban pisos pequeños en el extremo de South Beach lo usaban como lugar de recreo. También era uno de los parques favoritos de los indigentes, porque no estaba bien vigilado de noche, y también de los paparazzi, ya que daba al Government Cut, el ancho canal que utilizaban los cruceros para salir a mar abierto. Algunas veces, contaba con momentos teatrales, cuando algún hombre, cuyas esperanzas y cuyas ropas estaban igualmente hechas trizas, observaba hambriento cómo se asaban pollos y plátanos, y cómo los niños jugaban a pocos metros de donde una modelo que lucía un traje de noche y unas joyas que costaban miles de dólares se contoneaba y pavoneaba ante una cámara.

Desde el largo embarcadero, uno podía ver kilómetros de mar, o volverse para admirar el claro perfil de rascacielos de la ciudad. Al otro lado del Government Cut estaba Fisher Island, un complejo urbanístico que disponía de su propio servicio de ferry y en el que vivía la gente rica, la muy rica y la escandalosamente rica. El embarcadero era también muy frecuentado por los pescadores, aunque la playa recibía menos atención que los demás puntos de South Point. Debido a que estaba en el extremo de Miami Beach, tenía el agua más embravecida y las corrientes de retorno más peligrosas. A algunos surfistas les gustaba. Solía advertirse a los turistas que iban a la playa que se situaran a un kilómetro y medio de allí más o menos. Había un paseo marítimo entarimado que conducía al embarcadero. Una vez que estuvo en él, vio enseguida la solitaria caseta de socorrismo al final de la playa.

Observó que había media docena de agentes de policía arremolinados cerca de la caseta de madera verde descolorido. Al mismo tiempo, divisó a Frieda Kroner y al rabino Rubinstein a unos cinco metros de distancia, contemplando a los policías, que no parecían saber muy bien qué hacer. Un único técnico de la policía científica, de chaqueta y corbata a pesar del calor, estaba agachado en la arena, pero no podía ver qué estaba examinando. Había otro hombre trajeado, inclinado, pero estaba de espaldas a Winter, que no pudo descifrar qué estaba buscando.

Avanzó deprisa, y sus zapatillas deportivas resonaban en la tarima de madera como si fuera un caballo trotando en el pavimento.

El rabino se giró cuando se acercó, pero Frieda Kroner siguió observando a los policías.

– Señor Winter -dijo el hombre-, gracias por venir.

– ¿Qué pasa?

– Nos han llamado. A Frieda, para ser exactos.

– ¿Han encontrado al señor Silver?

– No -respondió Frieda Kroner sin apartar los ojos de los policías-. Han encontrado su ropa.

– ¿Cómo?

– El policía la llamó -explicó el rabino tras sacudir la cabeza-. Al parecer, un chico, un adolescente, intentó pagar en un centro comercial con una tarjeta de crédito, y la dependienta que vendía los videojuegos no creyó que el muchacho, cuyo nombre era Ramón o José o Eduardo, tuviera demasiado aspecto de Irving, así que llamó a la policía. Y el adolescente dijo esto y aquello, y mintió en esto y en aquello, pero cuando se pusieron un poco duros con él, dijo la verdad enseguida, y explicó que había encontrado una cartera con la tarjeta de crédito. No le creyeron, pero él insistió, y la policía lo trajo hasta aquí y él se lo enseñó.