– ¿Qué?
– La ropa de Irving. Justo en la playa, como si la hubiera dejado allí.
– ¿Y la cartera?
– Estaba encima.
Simon asintió.
– Aquí es donde lo mató -dijo Frieda en voz baja.
«Creo que no», pensó el viejo policía mientras inspiraba hondo, y se alejó de ambos por la arena. A cada paso, se iba enfadando más, molesto consigo mismo, sintiendo otra vez la misma incompetencia y estupidez. Y con cada paso enojado, otra voz en su interior trataba de tranquilizarlo, de obligarlo a mantenerse atento, porque tal vez habría allí algo que descubrir, y sabía que la frustración le impedía, quizá más que ninguna otra cosa en el mundo, ver las cosas con claridad.
Dos agentes uniformados se separaron del grupo y se plantaron delante de él.
– La zona está cerrada, abuelo -soltó uno de ellos con la arrogancia de la juventud.
– ¿Quién está al mando? -preguntó Winter con brusquedad.
– El inspector. ¿Quién lo pregunta? -repuso el agente, ceñudo.
Winter quiso alargar la mano y apartar al hombre joven, pero vaciló, y en ese instante oyó una voz que le resultó familiar:
– Yo estoy al mando, señor Winter.
Miró más allá del agente y vio a Walter Robinson en la arena dorada de la playa. Robinson hizo un gesto al agente.
– Déjelo pasar -le ordenó.
Simon avanzó por la arena.
– Me imaginaba que vendría -dijo Robinson en lugar de ofrecerle la mano-. Si no, habría ido yo a buscarle.
– ¿Porqué?
El inspector contestó con otra pregunta:
– ¿Conocía al señor Silver?
– Sí.
– Y Sophie Millstein también.
– Es evidente, inspector.
Robinson lo cogió por el codo y lo llevó donde el técnico de la científica estaba tomando unas fotos.
– Venga, Walt -comentó el hombre en dirección a Robinson-. Déjame guardar estas cosas y volvamos al mundo real.
Robinson sacudió la cabeza.
– Muy bien, señor Winter -dijo en voz baja-. Usted era inspector de policía. ¿Qué ve?
El de la científica oyó la pregunta y los interrumpió con su propia respuesta:
– Venga, Walter. ¿No te parece evidente? El anciano quiere acabar con todo, baja hasta aquí por la noche, cuando no hay nadie, deja la ropa bien doblada y se dirige hacia el mar. El cuerpo aparecerá en un par de días en la playa, a unos kilómetros de aquí, o dondequiera que las corrientes quieran dejarlo. Deberías llamar a la Guardia Costera para que estén pendientes.
Robinson lo fulminó con la mirada.
– Eso es lo que tú ves -indicó con frialdad-. A mí me interesa lo que ve este caballero.
Winter estaba examinando atentamente la playa. Vio la ropa de Irving Silver, doblada como había dicho el de la científica, dispuesta como si el hombre no quisiera dejar las cosas hechas un desastre al morir.
– ¿La cartera estaba encima?
– Sí -respondió Robinson.
– ¿Algo en la playa?
– De momento, nada.
– ¿Ninguna nota?
– No.
– ¿Han examinado la ropa?
– Sólo en su posición actual.
Winter se arrodilló junto a las prendas.
– ¿Puedo? -preguntó.
Robinson se puso en cuclillas a su lado. Tomó una bolsa de plástico para la recogida de pruebas.
– Adelante -dijo.
Había un sombrero de paja. Simon lo levantó y le dio la vuelta. Vio las iniciales I. S. marcadas en la badana. Se lo señaló a Robinson y éste metió el sombrero en la bolsa para pruebas. Luego, recogió una camisa floreada de poliéster; las flores eran verdes y azules, y estaban entrelazadas de modo que configuraban un estampado de formas y colores abigarrados. Empezó a examinar despacio la tela con la mirada, a la vez que la palpaba entre dos dedos, hasta que llegó al cuello, y ahí se detuvo. Notó que el corazón se le aceleraba y se mareó un momento.
– Aquí -indicó casi en un susurro.
Robinson se inclinó hacia él y tocó la tela donde Winter señalaba. Levantó la camisa y la sostuvo contra la tenue luz con los ojos entornados para examinar la textura. El inspector asintió y soltó el aliento en un largo siseo.
– Quizá -comentó-. Creo que puede tener razón.
Winter se levantó y observó el mar. Cada ola parecía alargarse para capturar un trozo de noche y lanzar después la oscuridad a la orilla.
– Es sangre -dijo Winter-. La sangre de Irving Silver.
– No hay mucha -indicó Robinson despacio-. Puede que sólo sea que se cortó al afeitarse. -Se volvió hacia el técnico de la científica-. Recójalo todo con mucho cuidado. -Luego hizo un gesto a los uniformados y ordenó-: Precintad toda esta zona. Podría ser la escena de un crimen.
Simon contempló el océano un momento, sintiendo cómo la brisa marina empezaba a menguar para ceder su lugar a la sofocante noche estival.
– No está aquí -anunció en voz baja.
– ¿Quién? -preguntó Robinson.
– Irving Silver. -Extendió una mano hacia el océano-. Es lo que tiene que parecer. Que se ahogó allí y desapareció. Que se lo tragó el mar. Pero no.
– ¿Dónde está entonces? -quiso saber el inspector.
– En otro sitio, lejos y perdido. Puede que en los Everglades.
– El cadáver en un sitio ¿y la ropa aquí?
– Exacto.
Robinson silbó por lo bajo y fijó también la vista en el océano.
– Sería ingenioso. Nos jodería de verdad. -Vaciló un instante y añadió-: Creo que puede tener razón.
Winter lo miró.
– Dijo que iba a ir a buscarme -soltó-. ¿Por qué?
– Porque últimamente ha empezado a interesarme la historia -respondió Robinson.
16 El gallina de la sala
Había un teléfono de pago frente al puesto de enfermería del pabellón penitenciario del hospital Jackson Memorial, y Espy Martínez se detuvo ante él. Marcó deprisa el número del departamento de Homicidios de Miami Beach. Por tercera vez esa tarde, tuvo que dejar un mensaje para Walter Robinson. Colgó el auricular con un movimiento brusco de la muñeca. Luego inspiró hondo y observó el pasillo que conducía a la habitación de Leroy Jefferson.
Se preguntó si estaba cerca de la verdad o a punto de perderla de vista. A continuación, recorrió el pasillo escuchando el repiqueteo de sus tacones en el suelo de linóleo encerado. Había alguien llorando en una de las habitaciones frente a las que pasó, pero no pudo ver quién era. Los sollozos parecían seguir el ritmo de sus pasos rápidos pasillo abajo.
El guardia de prisiones que vigilaba la reja metálica era mayor. Lo había visto muchas veces en las salas de justicia; tenía una mata de pelo gris que llevaba cortada al uno, y unos antebrazos adornados con tatuajes intrincados. Al verla acercarse, le dirigió un breve saludo con la mano y una sonrisa torcida.
– Hola, Mike -dijo ella-. Me imagino que esto será más fácil que transportar gente de la cárcel al Palacio de Justicia, y viceversa.
– Bueno -contestó el guardia-, lo único que tengo que hacer aquí es procurar no pillar nada y sentarme a leer el periódico.
– ¿Alguna buena noticia?
– Nunca la hay.
– ¿Se encuentra bien?
– Perfectamente.
– Pues me da la impresión que le va bien el turno.
– Ya lo creo, señorita Martínez.
– ¿Está Alter dentro?
– Desde hace un par de minutos. Entró con el médico.
Cuando empezaba a firmar en una hoja de registro sujeta a una tablilla, el guardia susurró:
– Creo que hoy el pobre Leroy está teniendo problemas con el dolor, ¿sabe, letrada? Se ha pasado toda la mañana tocando el timbre para llamar a la enfermera. Puede que el disparo que le pegó en la pierna y el hecho de no poder tomar crack le haya puesto un poco tenso. No sé si me entiende, señorita Martínez.
– Ajá -asintió ésta con la cabeza.
– Quiero decir que a lo mejor hoy está algo vulnerable -prosiguió el guardia con una sonrisa enorme-. Podría presionarlo un poquito si tiene ocasión, ¿sabe a qué me refiero?
Espy consiguió sonreír, a pesar de tener la sensación de que la presionada iba a ser ella y no Leroy Jefferson. Se llevó la mano a la sien para efectuar un saludo militar. Pensó que los guardias de prisiones lo sabían todo y tenían la extraordinaria habilidad de notar la dirección en que soplaba cualquier viento que recorriera el sistema de justicia.