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Cuando iba a entrar en la habitación del hospital, oyó unas arcadas, seguidas de un largo y quejumbroso «jooooder». Adoptó una expresión irónica, burlona e inquisitiva, y cruzó la puerta. Miró de inmediato a Jefferson, que seguía con la pierna inmovilizada en tracción, y vio que se esforzaba por incorporarse en la cama.

Una vez que lo consiguió, se volvió hacia ella y se secó los labios con el dorso de la mano.

– ¿No nos encontramos bien, señor Jefferson? -preguntó al observar que el acusado tenía la frente sudada.

Jefferson frunció el ceño, se inclinó hacia delante y escupió a una papelera que había junto a la cama.

– La puta que me disparó se interesa por mi salud -masculló.

– Está bien -terció Thomas Alter tras levantarse de una silla plegable-. ¿Verdad, doctor?

Había un médico joven de pie junto a Jefferson.

– Las molestias son normales.

– Y una mierda, normales -se quejó Jefferson-. Quiero otra inyección.

El médico echó un vistazo a su reloj y después a los datos clínicos del paciente, y negó con la cabeza.

– No hasta dentro de una hora y media o dos -dijo con frialdad.

Martínez vio una oleada de dolor y náuseas reflejada en el rostro de Jefferson. Éste empezó a inclinarse hacia la papelera, pero Consiguió contenerse y se dejó caer de nuevo hacia atrás, como exhausto.

– No me queda nada dentro -murmuró.

El catéter que tenía en el antebrazo desde un gotero vibró. Espy apartó la mirada un momento y observó lo austera que era la habitación. Paredes blancas; una gruesa cortina en una ventana sucia, de modo que la luz del sol parecía borrosa al colarse en la habitación; una cama individual y una mesilla de noche; un vaso y una jarra de plástico para el agua. Tan lúgubre como la celda de la cárcel que lo esperaba a una manzana de distancia.

Alter miró irritado al joven médico, que dejó la tablilla del paciente a los pies de su cama.

– Tendrían que darle algo -sugirió.

El médico alzó los ojos.

– Usted es el abogado, ¿verdad?

– Así es.

– Pues cíñase a las leyes -dijo en voz baja, y se dirigió a Espy-: Mi cuñado es policía. -Señaló con el dedo a Jefferson-. Está bien. La pierna le duele muchísimo y tiene síndrome de abstinencia. Así que se encuentra muy mal, y cada vez que se mueve hacia la papelera, debe sentirse como si alguien le hurgara la rodilla con un cuchillo. Pero no es algo que vaya a matarlo. Es sólo que no le hace feliz. Pero mi trabajo no consiste exactamente en hacerlo feliz, sino en mantenerlo con vida.

Y salió de la habitación.

Leroy Jefferson había cerrado los puños.

– Por su culpa jamás volveré a andar bien -le espetó a Martínez.

– Se me parte el alma -contestó ella sacudiendo la cabeza-. Te ordené que te detuvieras. Y tú me disparaste. Jódete.

Jefferson frunció otra vez el ceño y empezó a hablar, pero Alter lo interrumpió.

– Ésta no es la finalidad de esta reunión -dijo.

– Cierto -corroboró la ayudante del fiscal-. Su finalidad es decidir si creo o no que el acusado puede decir la verdad, lo que de momento dudo mucho.

Alter movió el brazo aparatosamente, como un actor sobreactuando en el escenario.

– De acuerdo, pues, llévalo a juicio. Haz lo que quieras, pero no obtendréis su ayuda, y tengo la impresión de que la vais a necesitar.

Espy logró controlarse, y habló con tranquilidad.

– Mira, la prueba del polígrafo resulta convincente, pero no es concluyente.

– ¿Meterá a un inocente en la cárcel? -preguntó Jefferson, incrédulo, pero Martínez no le prestó atención.

– ¿Y la huella dactilar? -quiso saber Alter-. ¿Qué vais a hacer con eso?

– Bueno, puede que no fueran sus manos las que rodearon el cuello de Sophie Millstein. Pero tenemos pruebas claras de que estuvo en la habitación de Sophie y de que robó varias cosas. Así que tal vez tenía un cómplice, quizás eran dos esa noche. De modo que sigue siendo culpable de homicidio preterintencional. -Miró a Jefferson-. Por si no lo sabes, en este estado la pena por homicidio preterintencional es la silla eléctrica.

– Mierda -masculló Jefferson-. Yo no maté a nadie y no había nadie conmigo.

Alter fulminó con la mirada a su cliente.

– Cállate -ordenó-. Deja que la ayudante del fiscal y yo hablemos. ¿Qué quieres decir?

– Quiero decir que antes de seguir quiero saber a qué te refieres cuando hablas de ayuda. Dime cuál es la oferta de tu cliente.

– No sin una garantía.

– ¿Qué clase de garantía?

– De que le ofreceréis un trato. No irá a la cárcel.

– Olvídalo.

– Pues idos al infierno. Encontrad al asesino de esa anciana sin su ayuda.

– Lo haremos.

– Claro que sí. Buena suerte. ¿Tenéis alguna idea de quién le dejó esa huella parcial en el cuello?

– No responderé a esa clase de pregunta.

– Ya me imaginaba que no lo harías -dijo Alter con una sonrisa, relajado. Se volvió hacia su cliente-. Mantén la boca cerrada, Leroy. Tratar con la fiscalía es como esperar que te inyecten un calmante. Duele, te encuentras mal, pero al final llega. Y entonces todo vuelve a estar bien.

Jefferson estaba pálido. Asintió.

– Le vi -soltó.

– ¿A quién vio? -saltó Espy.

– ¡Te dije que tuvieras la bocaza cerrada! -se soliviantó Alter.

Leroy Jefferson se recostó en una almohada. Unas gotas de sudor le resbalaron por la mejilla, pero dirigió una sonrisa burlona a Espy Martínez.

– Va a necesitarme, señora ayudante del fiscal -dijo-. No van a encontrar al asesino si no les enseño quién es. Le vi bien. Le vi matar a esa anciana.

– He presentado cargos en tu contra como para que te encierren mil años en la prisión de Raiford, ¿sabes? -comentó ella-. Diez mil años. Toda la vida. Hasta que te pudras. Y es allí donde vas a estar.

Jefferson sacudió la cabeza y repitió:

– Van a necesitar a Leroy. Pregúnteselo al inspector; él se lo dirá.

Ella se volvió hacia Alter, que se encogió de hombros.

– ¿Qué puedo decir, Espy? Te está diciendo lo que hay.

– ¿De veras? ¿Por qué, entonces, me resulta difícil creer al señor Jefferson? Puede que sea porque tiene el mono y es un mentiroso que…

– Vas a tener que creerle, Espy, porque estaba allí.

– Sí, con uno de sus amigos toxicómanos. El único trato que haré con él será el de cadena perpetua. Podrá salvar el pellejo si declara en contra de ese amigo suyo que mató a Sophie Millstein.

– No era amigo mío, ya se lo dije -replicó Jefferson, y su resentimiento pudo con el dolor-. Era un hombre blanco. Un viejo blanco.

– Creo que ya hemos ayudado bastante a la señorita Martínez -sonrió de nuevo el abogado.

– Estáis diciendo que…

– Mi cliente estaba allí. Vio el asesinato y vio huir al asesino. ¿Qué más necesitas saber, Espy? Ahí tienes tu maldita oferta.

– ¿Quieres decir que este desgraciado fue testigo de un asesinato y después robó a la víctima antes de que llegaran los vecinos? ¿Es eso lo que me estás diciendo? -No pudo ocultar el asombro en su voz.

– Ya lo ves -contestó Alter encogiéndose de hombros-. Qué cosas tiene la vida.

Hubo un tenso silencio.

– Ha sido un placer verte, letrada -dijo al fin el abogado-. Ya me dirás algo, ¿de acuerdo? Y ahora ya sabes cómo está la cosa.

Espy lo miró con dureza hasta que él finalmente borró su sonrisa de autosuficiencia.

– ¿Crees que haré un trato con este cerdo después de que casi matara a un policía y a mí misma? ¿Crees que quedará impune de esos cargos?

Alter se sentó con tranquilidad exasperante en la silla, como si sopesara tanto lo que había dicho como lo furiosa que estaba.

– No creo nada, Espy. Lo único que creo es que el señor Jefferson sabe algo que necesitáis saber, y que el precio de esta información es alto. Pero, claro, el coste del conocimiento siempre es elevado. ¿Has visto? Puedo ser un filósofo cuando quiero.

– Exacto. El precio es así de alto. ¿Lo ve? Yo también soy un puto filósofo -se mofó Jefferson, aunque torció el gesto debido a una punzada de dolor.