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Pensó que hacía mucho tiempo que no estaba junto al agua con una caña de pescar en la mano. Diez años quizá. Procuró recordar por qué lo había dejado, pero no encontró ninguna razón. Tuvo la sensación de que, de alguna forma, había dejado de hacer todas las cosas que lo convertían en quien era, y que tal vez si empezaba a hacerlas de nuevo no tendría tantos deseos de pegarse un tiro.

Sus zapatos resonaban en la acera polvorienta. Se guardó de nuevo el águila pescadora en la memoria y se concentró en el hombre que había omitido la letra final del nombre de su esposa.

«Sé quién te mató, Herman Stein. Eras más listo de lo que él creía, ¿verdad? Aunque estabas aterrado y sabías que ibas a morir fuiste lo bastante inteligente como para dejar un mensaje. La h omitida. Pasó mucho tiempo antes de que alguien descifrara lo que tratabas de decir, pero ahora yo lo sé.»

Winter pensó en la muerte de Stein para intentar repasar los hechos mentalmente. Era una técnica sencilla y efectiva que había perfeccionado al examinar cadáveres a lo largo de los años: rueda una película mental de lo que ocurrió y verás una manera de encontrar al asesino.

«Muy bien, primera pregunta: acceso; ¿cómo entró en el piso? La puerta principal. ¿Se la abriste? No, no harías eso. Eras mayor y estabas alterado y asustado. No abrirías la puerta sin echar antes un vistazo por la mirilla. ¿Cómo, entonces? El pasillo de la escalera. ¿Tenías hábitos regulares y rutinarios como tantas personas mayores? Eras un hombre preciso, Herman Stein. ¿Ibas todas las mañanas a desayunar a la cafetería de la esquina y regresabas a la misma hora después de comerte el mismo bollo con queso untado, cereales y un café, puntual como un reloj? Sí, seguro que eras así. Debió de ser fácil acecharte, a pesar de que estabas asustado y puede que hasta pensaras en tomar precauciones. De modo que sólo habría tenido que esperar a que salieras y después, tomar posiciones en ese pasillo para atraparte a la vuelta. ¿Hay algún hueco de escalera? ¿Una salida de emergencia? ¿Un cuartito?» Winter sabía, sin necesidad de ir a casa del fallecido, que había algún espacio donde una persona pudiera esperar sin ser vista.

Espiró despacio. Parte del terror que Herman Stein había sentido se le había metido en el cuerpo.

«Sabías que estaba ahí fuera, y sabías que esta vez no te serviría de nada llamar a tus hijos, ¿verdad? Siempre pasaba lo mismo. Cuando hablabas de Der Schattenmann, te lo quitaban de la cabeza. Como el niño que gritaba que venía el lobo, sabías que no te creerían, aunque esta vez era distinto y estabas muerto de miedo. Así que escribiste una carta al rabino y la echaste al buzón. Porque estabas solo y te enfrentabas con la muerte ¿Cómo te enteraste de la existencia del rabino?»

Winter tomó nota mental de esta pregunta. Debía encontrar una respuesta, porque si Herman Stein había podido descubrir lo del rabino, también la Sombra podía hacerlo.

«De modo que estabas allí. Te atrapó en el pasillo y te obligó a entrar en casa. Luego te sentó ante el escritorio. ¿Te hizo escribir la nota de suicidio? Creo que sí, porque entonces fue cuando tuviste la idea de omitir la h. ¿Te dio eso un momento de satisfacción? ¿Te dio algo de fuerzas, te ayudó a encararte al revólver cuando te lo puso en la frente?… Herman Stein, me descubro ante ti. Eras un hombre valiente, y nadie, excepto yo, lo sabe.»

El viejo policía se detuvo un momento. Había llegado a la entrada de The Sunshine Arms.

«¿Habló contigo, Herman Stein? ¿Qué dijo?»

Winter visualizó al hombre mayor sentado con rigidez ante su escritorio, con los ojos muy abiertos, segundos antes de morir. Vio su miedo, percibió su misma angustia mareante. Haber llegado tan lejos para, finalmente, encontrarse cara a cara con una pesadilla.

Se quedó plantado en la acera. El calor del día seguía propagándose, pero no lo notaba. Empezó a poner mentalmente las caras de los asesinos que había conocido sobre la figura vaporosa que veía frente a Herman Stein. Rebuscó en su memoria la larga lista de criminales: un psicótico que había usado un cuchillo de carnicero con su esposa y sus hijos; un asesino a sueldo que prefería disparar en la base del cráneo con una pistola de pequeño calibre; un matón de banda al que le gustaba usar un bate de béisbol, empezando por las piernas para ir subiendo metódicamente a la vez que aumentaba la brutalidad de los golpes. Introdujo en esta colección a varios asesinos en serie, un par de adolescentes violentos que mataban por morbo y unos cuantos violadores que habían descubierto una excitación mayor, más nociva. Situó a estos personajes, uno tras otro, en la figura, y los fue descartando y guardando de nuevo en la memoria.

Se llevó la mano a la frente y se secó el sudor acumulado justo debajo de la badana de la gorra.

«No estás ahí, ¿verdad, Sombra? No figurarás en el recuerdo de ningún policía, ¿verdad?»

Dirigió una mirada hacia el piso vacío de Sophie Millstein mientras se dirigía con dificultad hacia el suyo.

«Dime algo, lo que sea», pidió en silencio. Pero el piso no le reveló nada. Un rayo crepuscular iluminaba una pared. Abrió la puerta de su casa y entró tras dejar que el aire fresco lo reconfortara como una buena idea. Se felicitó de haber dejado el aire acondicionado en marcha, y sólo se preocupó un momento por la factura de la electricidad, que reflejaría inevitablemente sus hábitos derrochadores. Cuando entró en el salón, vio que había un mensaje en el contestador automático. Sediento de repente, le apetecía beber algo. Le pareció recordar que tenía limonada en la nevera y dio un paso en esa dirección, pero se detuvo y se volvió hacia el aparato.

Pulsó la tecla de reproducción y, tras unos pitidos y unos ruidos electrónicos, oyó la voz del rabino. Sonaba distante, metálica, pero la ansiedad que contenía cada palabra resultaba evidente.

«¿Señor Winter? Llámeme en cuanto pueda, por favor…» Hubo un momento de duda antes de que el rabino añadiera: «Se trata de Irving Silver. Ha desaparecido.» Hubo otra pausa y, a continuación, de nuevo su voz: «Me equivoqué. ¡Oh, Dios mío! Deberíamos haberle dejado conseguir una pistola…» Ahí acababa el mensaje.

15 El hombre desaparecido

Podía ver en sus rostros cómo la rabia y el miedo se disputaban el control.

Simon Winter saludó a Frieda Kroner y al rabino Rubinstein con un pequeño gesto y se acercó rápidamente a ellos. Estaban en el largo porche del Columbus, un viejo hotel residencial situado a una manzana del mar. Sus paredes blancas parecían brillar contra la negrura reluciente de la noche, como los rescoldos grises de un fuego casi extinguido. Sabía que en pleno día, el porche habría estado ocupado por los residentes más ancianos tomando el sol, pero ahora estaba vacío, salvo por dos docenas de sillas plegables esparcidas y las dos personas que lo esperaban ansiosas.

El rabino se frotaba la frente, nervioso, como si intentara borrar algún pensamiento. Con la otra mano sujetaba contra el pecho un ejemplar del Antiguo Testamento encuadernado en negro. Vio que Winter se había fijado en eso y, sin más, comentó:

– En momentos como éste, la palabra de Dios reconforta, detective.

– ¿Y qué dice?

– Que confiemos en Su sabiduría.

«Eso es lo que siempre dice», pensó Simon.

Frieda Kroner señaló la entrada del hotel.

– Irving debería estar ahí -dijo-. Se ha ido. -Dudó un instante y añadió-: La Sombra lo ha encontrado.

– ¿Por qué está tan segura? -quiso saber Winter.

La mujer no le respondió, y tampoco el rabino. En lugar de eso, se volvió y se abalanzó escalones arriba, con tal ímpetu que pareció arrastrar a los demás tras ella. Winter se detuvo cuando los tres entraron en el vestíbulo. En una pared había un mural descolorido que mostraba a Colón llegando al Nuevo Mundo, retratado con el aspecto estilizado y ficticio de los años treinta: todos los gestos eran heroicos, todos los personajes, tanto nativos como españoles tenían un aire tranquilo y reverencial, como si supieran el momento histórico que estaban protagonizando. No había el menor indicio de lucha, de sangre, de miedo, ni de ninguna de las cosas que ocurrirían poco después. Delante del mural había un viejo sofá de piel negro. Sentado en su centro, un hombre delgado y canoso leía un periódico en yiddish. Alzó los ojos hacia ellos cuando entraron y después volvió a concentrarse en su lectura. Pero Simon Winter se fijó en que había dejado las gafas en el asiento, de modo que en realidad los estaba escuchando y observando. Pensó que a veces la curiosidad parece propia de los muy jóvenes o de los muy mayores.