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Cuando sonó el timbre para ir a almorzar, Hu-lan y las otras salieron deprisa al patio. Salvo los quince minutos de descanso, Hu-lan había estado de pie exactamente en el mismo lugar durante seis horas, así que agradeció la oportunidad de estirar las piernas. Y, por mucho calor que hiciera al sol, estaba mucho más fresco fuera que en la fábrica. Agradecía también la actitud protectora de Cacahuete. Con una sonrisa, las había cogido a ella y a Siang del brazo y las había acompañado al patio. En medio de las mujeres que se apiñaban, Hu-lan había visto fugazmente a May-li y Jin-gren, pero estaban en compañía de su propio equipo. De hecho, todos los grupos parecían formados por las mismas que trabajaban juntas. Después de estar de pie o sentadas tan cerca de las mismas compañeras día tras día, semana tras semana, ¿cómo no se iban a hacer amigas, cómo no iban a conocer los secretos más íntimos de sus compañeras?

Cacahuete se uso a canturrear una antigua canción rural. Tenía una voz dulce y un par de mujeres la acompañaron en el estribillo. Entonces, alguien vio a los extranjeros y empezó a correr la voz de que el mismísimo anciano Knight estaba en el patio. Hu-lan se puso de puntillas para ver a los extranjeros. En traje y corbata tenían un aspecto anónimo y eran poco identificables como individuos. Entonces vio a David. Lo miró a la cara, pero él no la vio. Las mujeres a su alrededor empezaron a hablar entre ellas y se animaron a acercarse a los americanos.

– Su-chan, dile a aquel alto de allá que estás loca por él.

– Ay, no, yo prefiero al viejo. ¿Quién quiere un jiji potente pudiendo tener mejor una moneda potente?

Las mujeres se echaron a reír ante el descaro de la réplica. Entonces se oyó otra voz que decía aún más alto.

– En este lugar tan caluroso en el que me estoy marchitando, me gustaría que alguien me echara un poco de lluvia.

El eufemismo climático sobre el acto sexual hizo que las mujeres rieran a carcajadas.

Hu-lan vio que los hombres no habían entendido nada de lo que les decían. Ninguno menos Aarón Rodgers. Hu-lan vio incluso de lejos cómo se le enrojecían las orejas. No fue la única en advertir su incomodidad.

– ¡Eh! ¡Mirad cómo se ha puesto el jefe Cara Roja! ¡Creo que lo hemos puesto cachondo!

– ¡Ven! ¡Te dejaré tocarme el culito!

– ¡No! ¡Elígeme a mí y verás cómo me pongo con tus embestidas!

– Ni los sueñes, amiga, porque ya tiene una nueva conquista. ¿dónde está la nueva?

Hu-lan miró a ambos lados y vio a Siang más o menos en el mismo estado que Aarón. Miraba al suelo y estaba roja de vergüenza, pero la sonrisa de su cara denotaba cierto regocijo.

– No les hagas caso, Siang -le dijo Cacahuete en voz baja-. Están bromeando.

– ¿De veras? -preguntó Siang.

Cacahuete sonrió con complicidad.

– Cuéntanos lo que te dijo el jefe.

– Que trabajaba muy bien y aprendía más rápido que ninguna.

Entraron en el edificio de la cafetería, cogieron bandejas y se pusieron en fila para recibir un bol de arroz con un poco de carne estofada. Cacahuete y Siang fueron a buscar una mesa mientras Hu-lan se servía una taza de té. Cuando se acercó a sus compañeras, las encontró enfrascadas en una conversación en voz baja.

– ¿Vas a ir a verlo? -le preguntó Cacahuete a Siang cuando Hu-lan se sentó.

– ¿Crees que debería?

– Claro. Yo iría si me lo pidiese -respondió Cacahuete.

Era evidente que Hu-lan se había perdido buena parte de la conversación.

– ¿Pero dónde? -preguntó Hu-lan-. Creí que no había ningún sitio para estar a solas.

Cacahuete y Siang se miraron.

– La gente que dirige la fábrica cree que no tenemos necesidades, pero no es verdad -dijo Cacahuete con delicadeza-. Así que hemos encontrado lugares para vernos dentro del recinto y formas de salir cuando podemos.

– ¿Cómo? -preguntó Hu-lan.

Cogió un trozo de carne y al ver que todavía tenía pelos en la piel lo dejó a un lado y buscó otro bocado más apetitoso.

– Cuando lleves más tiempo aquí lo verás -respondió Cacahuete.

– Pero Siang ya lo sabe y llevamos el mismo tiempo.

– En su caso es diferente. A ella se lo dijo el jefe.

Hu-lan dejó los palillos.

– No es justo. -Las palabras parecían suaves, pero en China era el primer paso para una crítica abierta.

Cacahuete suspiró.

– De acuerdo, pero si te pillan no les digas que te lo he dicho yo. Hay varias formas para reunirse -continuó, tratando de fingir más experiencia que la que le daban sus catorce años-. Quedarse en el complejo es lo menos peligroso, pero es difícil esconderse.

– Anoche, cuando salí, me pilló la señora Leung -dijo Hu-lan.

– Porque saliste después de que apagaran las luces -le explicó Cacahuete-. Hay que salir más temprano. -Cacahuete miró alrededor para asegurarse de que no hubiera nadie cerca, se inclinó y continuó en voz aún más baja-: ¿Has visto que cuando entramos aquí no tuvimos que pasar ningún control? Pues lo mismo pasa en el desayuno y la cena.

– ¿Y?

– Que sólo nos controlan cuando entramos y salimos de la fábrica. El resto del tiempo no nos prestan mucha atención.

– ¿Quieres decir que la gente se escabulle durante el almuerzo? -preguntó Hu-lan incrédula.

– El almuerzo, la cena. -Los ojos de Cacahuete recorrieron el local-. Ahora mismo puedo decirte que no todas están almorzando.

– ¿Y dónde van?

– Al almacén, a la zona de expedición, al edifico de la administración y hasta aquí mismo. -Al ver la sorpresa de Hu-lan, Cacahuete rió-. ¡No lo están haciendo aquí mismo! Sólo lo hacen por la noche, cuando ya se han apagado las luces y se supone que los hombres se han ido a sus casas. Pon a un hombre y una mujer juntos ¿cuánto tardan? No mucho, y el hombre enseguida se duerme. Pero… -los ojos de la chica brillaron- si una se queda en el complejo, si una se queda por ejemplo aquí dentro, una lo hace y después se pasa toda la noche charlando porque este suelo es muy duro para dormir. ¡Créeme, lo sé!

– ¿Pero no te pillan?

– Depende de dónde vayas y con quién.

– ¿Y si una quiere salir? -preguntó Hu-lan.

– Tú también tienes un hombre ¿en? -quiso saber Cacahuete.

– A lo mejor -dijo Hu-lan-. Pero no te creo. ¿Y la puerta qué? ¿Qué pasa con el vigilante?

– ¡Bah, salir es fácil! -se jactó Cacahuete-. Salimos a las siete, igual que los hombres. Le das la bata a una compañera, te vas con los hombres y sales caminando en medio de ellos. A la mañana siguiente, haces el proceso al revés. Y si de verdad quieres salir, siempre puedes pagarle al vigilante. Le gusta mucho el dinero.

Hu-lan recordó lo pálido que se había puesto el vigilante cuando ella le enseñó su credencial la primera vez que había entrado en el complejo. Debió de pensar que ya iba camino de un campo de trabajo forzados.

– ¿Tú lo has hecho? ¿Pagarle al vigilante? -preguntó Hu-lan.

– ¿Yo? No. Estoy aquí para ganar dinero, no para gastarlo -Cacahuete se dirigió a Siang-. ¿Dónde quiere el jefe que te reúnas con él?

Siang se quedó mirando el bol vacío.

– Me dijo que fuera a su oficina, que cenaríamos allí y hablaríamos sobre mi ascenso.

– Mmm -Cacahuete asintió como si supiera muy bien todo-. Quiere hablar. -Lanzó una carcajada estruendosa, se puso de pie y gritó en medio de la sala-: ¡El jefe Cara Roja quiere hablar!

A las carcajadas que estallaron siguieron algunos comentarios sobre las proezas de Aarón Rodgers.

Hu-lan sintió lástima de Siang y le dio una palmadita en la mano.

– NO tienes por qué hacer lo que te dice.

Siang levantó la mirada avergonzada pero también desafiante.

– ¿Por qué no voy a ir?

– ¿No es evidente que hace lo mismo con las otras chicas?

– ¿Y qué?

– Puede hacerte daño. Puedes coger una enfermedad o…

– Dices eso porque eres vieja -le espetó Siang con todo el desprecio que era capaz. Y como Hu-lan pestañeó ante el insulto, continuó-: No te hagas la sorprendida. Es verdad que pareces joven, casi como nosotras, pero eres amiga de Ling Su-chee. La madre de Tsai Bing dice que erais amigas de niñas. Pues si hace tantos años que sois amigas entonces eres tan vieja como ella.

Cacahuete miró la escena de lo más interesada y Hu-lan supo que la conversación que acababa de mantener estaría en boca de todas esa misma noche.

– ¿Y qué pasa con Tsai Bing? -preguntó Hu-lan.

– Hago todo esto por él. -Siang apartó la bandeja y se puso de pie-. Queremos estar juntos, pero ¿cómo vamos a hacerlo sin dinero?

Hu-lan y Cacahuete miraron a Siang alejarse entre las mesas.

– Amor de verdad, ¿no? -preguntó Cacahuete. Hu-lan asintió-. ¿Y además el padre se opone?

Cuando Cacahuete vio que Hu-lan volvía a asentir, suspiró ante lo desesperado de la situación.

Durante la calurosa tarde, mientras Hu-lan seguía enhebrando pelo a los muñecos Sam, Cacahuete las acribillaba a preguntas. ¿De qué pueblo eran? ¿Cómo las habían contratado? ¿Para qué ahorraban dinero? Por suerte, Hu-lan no tenía que preocuparse mucho de sus respuestas debido a las repetidas interrupciones de Siang. Al final, la adolescente terminó sólo por hacer las preguntas a esta última, que respondía con insolente desenvoltura, como si le echara en cara la superioridad de su familia.

– Hace cien años mi familia era importante en esta región -dijo-. Eran terratenientes, lo peor de lo peor, pero tampoco tenían tanto. No eran mandarines ni gente muy culta, pero llevaban muchos siglos en la región. Tenían esclavos. Compraban chicas para trabajar en la casa y con el tiempo se convertían en las concubinas de mis tíos tatarabuelos. -Todo esto lo contaba con un arrepentimiento mecánico, porque Siang no escondía el orgullo por el pasado de su familia. Sin embargo, por las dudas ocultó su altanería y añadió-: Un tío abuelo, uno de los hermanos menores por supuesto, se alistó en el Ejército Popular. Fue una suerte, porque si no habrían matado a toda la familia durante la Liberación o la Reforma agraria.

– ¿Y qué pasó durante la Revolución Cultural? -preguntó Cacahuete. Ahí seguro que tu familia habrá tenido que pagar.

– Yo todavía no había nacido, así que sólo lo sé de oídas. En aquella época había una comuna no muy lejos de aquí donde mandaban a cientos de chicos de la ciudad a aprender cómo trabajaba el pueblo. ¿Te imaginas?

– En mi pueblo -dijo Cacahuete- también había un campamento de trabajo para la gente de las clases altas.