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– ¿Y usted qué hacía? -repitió David.

Peor antes de que Henry respondiera, su hijo le preguntó:

– Papá, ¿no tenemos que ponernos a trabajar?

Era la primera vez que Doug abría la boca y los pilló a todos por sorpresa. Henry echó un vistazo a su reloj.

– Dame unos minutos, después haremos una pausa breve para tomarnos ese café que Sandy está preparando en alguna parte, volvemos y nos ponemos a trabajar. ¿De acuerdo?

Doug apartó la mirada. David se preguntó si Henry siempre rechazaba las sugerencias de su hijo con tanta indiferencia.

Pero ya había perdido el hilo, por lo que terminó deprisa.

– Pensaba que me quedaría aquí después de la guerra. Había conocido alguna gente y, mirando atrás, tenía ideas bastante buenas. Pero después China se cerró y ahí se acabó. Volví a casa, a Nueva Jersey y empecé a trabajar para mi padre. Hubo un aumento grande de la natalidad, pero en nuestra empresa no se iba a notar hasta que esos niños llegaran al parvulario. Por eso empecé a pensar en maneras de acceder a ellos más pronto.

– El señor Knight prácticamente inventó el mercado preescolar -intervino Sandy-. Por esa razón está en el Museo del Juguete de Nueva York.

– No puedo decir que haya sido mérito mío -comentó Henry con modestia-. Ruth y yo queríamos tener hijos, y queríamos que tuvieran algo divertido y educativo para jugar. Eso es todo.

Sonó el teléfono y lo atendió Sandy, que tras unas pocas palabras colgó y anunció:

– Tengo que ocuparme de algo que ha surgido en la sala de montaje, así que éste es el momento de hacer esa pausa.

Salieron de la habitación y se dirigieron juntos a lo que Henry Knight le explicó a David era el alma de la empresa. Después, los tres acompañantes lo dejaron para que examinara la pared de la gloria de Knight. Al cabo de diez minutos, cuando David consideró que hay había visto bastante, fue a ver si encontraba a los otros.

Salió al calor del exterior y vio a Henry y otros hombres apiñados alrededor de algo, delante del edificio que había a la izquierda,. Se encaminó hacia allí mientras se quitaba la chaqueta y aflojaba la corbata.

– No sé cómo ha podido suceder -oyó decir a Henry con voz trémula.

Cuando llegó, los demás se apartaron y David vio a una mujer con una bata rosa tendida inerte en el suelo de tierra. La bata estaba manchada de sangre. Tenía el brazo destrozado, pero no era nada comparado con lo que le había pasado en la cabeza, que estaba aplastada y abierta. Los ojos negros miraban al cielo. Las heridas y el aspecto de las extremidades, que parecían las de una muñeca de trapo, hicieron que David se acordara de Keith, pero la familiaridad de la pesadilla no la hizo más suave ni más fácil.

– Vamos, papá -rogó Doug-, deja que los demás se ocupen del problema.

– ¡No! -Henry se separó de un tirón de la mano que su hijo le apoyaba en el hombro-. Sandy, se lo pregunto otra vez: ¿cómo ha podido pasar algo así?

Pero Sandy no contestó, sino que salió disparado, se agachó y empezó a vomitar.

– Señor… -se oyó la voz temblorosa de uno de los hombres del grupo. Era un joven con el semblante pálido-. Señor -repitió mientras tragaba un par de veces y apartaba la mirada de la sanguinolenta masa de carne que tenía a sus pies-. Es culpa mía. No debía dejarla sola.

– ¿Quién es usted?

– Aarón Rodgers, señor. Soy el jefe de la planta de montaje. Ha sido un accidente. La chica… ¿Alguien sabe el nombre?… -Al ver que nadie respondía el joven tragó y siguió-. La trituradora le cogió el brazo. Una herida grave, pero no tanto como esto.

Aarón empezó a tambalearse. David se acercó, lo sostuvo y lo llevó hasta la escalinata del edificio de montaje.

– Agache la cabeza un minuto -le dijo y miró alrededor-. ¿Alguien puede traer un poco de agua?

Un grandullón rubio que David no conocía aún, asintió con precisión militar, entró en el edificio y volvió hachón un par de vasos de agua que le pasó a David. Después se acercó al cadáver y la cubrió con un trozo de tela. Por último se dirigió hacia Sandy y lo acompañó para que se sentara en la escalinata, al lado de Aarón.

– Tome un poco de agua -le dijo con un fuerte acento australiano. Al ver que Sandy miraba fijamente el cuerpo, añadió-. Haré que limpien todo esto antes de que las mujeres paren para almorzar.

– Sí, Jimmy, adelante -dijo Sandy.

– ¿No cree que habría que esperar al a policía?

Jimmy entrecerró los ojos y miró a David.

– Estamos exactamente en el quinto coño. ¿Quiere esperar a la policía y ver cómo mil mujeres se ponen histéricas cuando salgan a almorzar y vean a su amiga o lo que sea hecha papilla? -preguntó con sarcasmo-. O mejor aún, ¿quiere sentarse y esperar cinco horas hasta que llegue la policía local y que el cuerpo empiece a apestar por el calor?

– Lo único que digo es que no sabemos lo que pasó -respondió David.

Ésa fue al entrada que esperaba Aarón para seguir con su historia.

– La llevé arriba a mi oficina -dijo-. Ya sabe, tenemos catres ahí arriba. -David no lo sabía, pero asintió-. La dejé acostada. Estaba muy alterada. Gritaba que no quería morir. ¿Por qué habré ido a la oficina de al lado a llamar? ¿Por qué no la llevé directamente a la enfermería? -Se sacudía como si tratase de quitarse de encima la culpabilidad-. No sé en qué estaría pensando. Llamé a Sandy. Sabía que el señor Knight iba a estar hoy aquí y quería decirle lo del accidente en persona. Después llamé a la señora Leung. Como no estaba en su despacho, llamé directamente a la enfermera.

– ¿Directamente?, pensó David, debieron de pasar por lo menos cinco minutos.

– Entonces fui a buscar a la señora Leung. Quería que se quedase con… con… la chica herida. Pensé que querría que la acompañara una mujer. La señora Leung estaba en la zona de vigilancia hablando a las trabajadoras del a planta por los altavoces. Era importante mantenerlas tranquilas, ¿no cree? -el joven miró a David ansiosamente-. Pero cuando volvimos a la oficina, la chica ya no estaba. -Aarón palideció repentinamente y David le apoyó la mano en la nuca y le empujó la cabeza hasta dejársela entre las rodillas.

– Debió de saltar por su ventana -dijo Doug Knight.

– No -murmuró Aarón-. Mi oficina no está de este lado, está detrás y da a un muro.

David miró el edificio. No había ventanas de ese lado.

– Bueno -dijo Doug sin darle mayor importancia-, entonces debió de subir al tejado.

– ¡Dios santo, eres un cabrón desalmado! -exclamó Henry mirando a su hijo con los puños apretados-. Acaba de morir una mujer. Hace más de setenta años que la familia está en este negocio y nunca habíamos perdido un empleado.

– Lo único que digo, papá, es que se suicidó -continuó Doug con tranquilidad-. No es culpa tuya.

El anciano, ante el tono tranquilizador de su hijo, recuperó al compostura. Después se dio la vuelta, se acercó al cadáver y se arrodilló.

– Está viejo -dijo Doug a nadie en particular-. Espero que no le falten fuerzas para afrontar esto.

Se acercó a su padre, le puso la mano en el hombro y le dijo algo en voz baja.

Retiraron el cuerpo deprisa y limpiaron la sangre. Doug le rogó varias veces a su padre que volvieran a la sala de reuniones, pero el anciano no parecía querer irse de allí y como no se marchaba, los otros tampoco lo hacían. De repente, sonó un timbre y cientos de mujeres empezaron a salir de la planta de montaje. Al cabo de un momento, el patio se convirtió en un mar de mujeres con bata y pañuelo rosa. Muchas caminaban del brazo charlando y riendo. Un par de jóvenes, posiblemente por una apuesta de sus amigas, saludaron con la mano y sonrieron a los extranjeros y empezaron a saludar en chino. David no entendía qué decían, pero por la actitud y las risitas contagiosas se dio cuenta de que eran gestos amistosos. Mientras las mujeres se arremolinaban alrededor, buscó la cara de Hu-lan, pero ¿cómo iba a encontrarla en medio de un gentío básicamente sin rostro? Cuando acabaron de pasar, echó un vistazo y se alivió al ver que el color había vuelto al as mejillas de Aarón Rodgers.

Al final, Henry se volvió y enfiló rumbo al edificio de la administración, con los demás detrás. De vuelta en la sala de reuniones, seguía nervioso pero su hijo se cambió de sitio y se sentó a su lado, lo que pareció aliviar un poco al anciano. David propuso interrumpir la reunión y seguir al día siguiente, pero Henry desechó la idea.

– Ya no podemos hacer nada más por esa pobre mujer. Sigamos -dijo y dirigiéndose a Sandy añadió-: Pero quiero saber quién era y garantizar que la familia tenga los medios para un entierro digno. Los chinos le dan mucho valor a esas cosas. Páguele una indemnización a la familia. El dinero siempre ayuda. Y si tenía niños…

– Me ocuparé de todo -dijo Sandy.

– Gracias. -Henry volvió sus ojos grises hacia David-. Creo que me apresuré al hablar de la responsabilidad civil.

– Un suicidio difícilmente sea responsabilidad de Knight International -señaló David.

– ¿Y la herida que se hizo en la planta de la fábrica?

– Tendremos que examinarlo. ¿Ha habido otros accidentes?

– Ninguno -respondió Henry.

David echó una mirada interrogativa a Sandy.

– Es el primero -respondió éste-. Sí, hemos tenido algunos problemas, pero ninguno que no se pudiera arreglar con una tirita y agua oxigenada.

Una semana tras, David habría exigido respuestas, pero ahora estaba otra vez en el ámbito privado. Lo más importante para su cliente, así como para los Knight, era la finalización del acuerdo, de modo que no se podía dar el lujo de acosar a esa gente. Además, seguramente Keith había repasado todo eso cientos de veces. Por lo que David volvió al asunto principal. ¿Tenía Knight algún proceso pendiente? Henry le contestó que no.

– ¿Y prevé algún proceso en el futuro?

– Como no me demande la familia de esa mujer… -respondió.

David meneó la cabeza.

– Creo que podrá ocuparse de eso. Como ha dicho, garantizará el bienestar de la familia aunque haya sido un suicidio. Su generosidad dejará una huella muy profunda en una familia campesina. Pero no estoy hablando sobre lo ocurrido hoy. Lo que le preocupa a Tartan son las eventuales responsabilidades cuando adquiera la empresa. Así que me gustaría que piense en cosas como violación de copyrights, defectos de fabricación, patentes, concesiones de licencias.