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La nave estaba dividida en dos espacios abiertos. En el primero, y más grande, estaban las mesas para cortar y las máquinas de coser. En el segundo había unas máquinas gigantescas, algunas de dos metros y medio de altura y seis metros de largo. La señora Leung explicó qué eran. Unas máquinas hacían los moldes para las distintas partes del cuerpo; otras, el pelo; y por último una que tenía pinzas afiladas y cogía bloques compactos de fibra de poliéster, los dejaba sobre una cinta transportadora y los cortaba hasta convertirlos en un relleno esponjoso, que salí por el otro extremo de la máquina, donde las trabajadoras lo metían en sacos de arpillera.

Hu-lan, mientras caminaba detrás de la secretaria, sentía las oleadas de calor que salían de las máquinas. La temperatura, incluso a esa hora de la tarde era espantosa. De la frente de May-li caían finas gotas de sudor.

– Esto es un horno -murmuró Siang-. Dentro de una hora estaremos cocidas como un botijo.

– Aquí trabajaréis mañana -anunció la señora Leung-. Se os asignará un puesto de trabajo y una guía. Ella os enseñará a cada una a trabajar en su máquina. Una vez hayáis aprendido el trabajo en esta nave, os promoverán a otras tareas. Algunas hasta podréis llegar al sitio que los extranjeros llaman el alma. Es un lugar con aire acondicionado, o sea, un invento especial americano que hace que el aire esté fresco como el hielo aunque estemos en el mes más caluroso del año. Muchas de vosotras habéis llegado aquí con grandes sueños. Yo estoy aquí para deciros que pueden hacerse realidad. Y puedo hacer esta promesa porque un día yo también estuve donde estáis vosotras ahora. Soy de un pueblo muy lejano y empecé en esta sala. Ganaba doscientos yuanes, pero seguí trabajando porque tenía sueños. -La señora Leung miró a las recién llegadas y sonrió. Todo el mundo vio, por el bonito traje que llevaba, el corte de pelo y su figura, ni muy delgada ni muy gorda, que los sueños de la secretaria del Partido se habían hecho realidad.

“Dentro de un rato os iréis al dormitorio. Si creéis que aquí no seréis felices, éste es el momento de decirlo. Todas habéis firmado un contrato por tres años. Esta noche, y sólo ésta estamos dispuestos a dejar que renunciéis a vuestra obligación. Mañana ya estaréis completamente comprometidas, y no habrá llantos o cambios de ideas que valgan ni explicaciones de que no era esto lo que habíais soñado.

Por segunda vez en el día, la señora Leung inspeccionó el grupo en busca de algún signo de debilidad, pero no encontró ninguno.

– Las campesinas chinas conocen el trabajo duro. Estamos orgullosas de lo que sabemos hacer, y gracias a nuestros amigos norteamericanos podremos recoger las recompensas. -La señora Leung se irguió y concluyó-: buenas noches, dormid bien porque mañana empezáis una nueva vida.

En los dormitorios había humedad, hacía calor y el aire estaba viciado.

Olía a hacinamiento de mujeres, a inodoros atascados y a artículos de tocador. Las mujeres que habían acompañado a Hu-lan hasta aquel momento, se separaron y fueron a buscar camas. Cada habitación tenía cuatro literas de tres camas. Debajo de las literas inferiores estaban las pertenencias de todas las mujeres de la habitación. Una bombilla pelada colgaba del centro del techo. La mayoría de las habitaciones estaban ocupadas y, como las otras mujeres habían empezado antes que Hu-lan, las pocas camas libres enseguida quedaron ocupadas. Hu-lan estaba a punto de entrar en una habitación cuando vio salir a Jin-gren.

– No entres -le dijo-, la única cama libre pertenecía a una chica que murió.

Si la chica era quien Hu-lan pensaba, entonces ése era el lugar donde quería estar. Entró en la habitación y preguntó cuál era la cama libre. Una de las mujeres le señaló la litera del medio.

– Pero si duermes ahí te visitará un fantasma.

– Yo no creo en fantasmas -respondió Hu-lan.

Algunas mujeres rieron.

– Eso dices ahora -comentó una chica de unos catorce años-, pero mañana por la mañana te cambiarás como todas las otras que trataron de dormir aquí. -Arrugó la cara burlonamente e impostó una voz de asustada-. ¡Se pasó toda la noche sentada sobre mi pecho! ¡Aullaba! ¡Me mordisqueaba los oídos! -volvió a cambiar de voz-. Duerme aquí si quieres, pero mañana seguro que te largas.

Hu-lan puso su bolsa en la cama y se deslizó en ese estrecho espacio. No podía extender completamente los brazos mientras estaba acostada y tampoco podía sentarse. Sobre la pared había unos ideogramas mal escritos con lápiz que decían: “Protégeme”, “Mi hogar”, “El trabajo es la recompensa”. ¿Los había escrito Miao-shan o eran obra de las mujeres que habían dormido allí antes y después de su muerte?

Hu-lan se tumbó. Las sábanas estaban sucias y olían.

– Perdonad -dijo-, pero ¿dónde puedo encontrar sabanas limpias?

Las otras la miraron como si estuviera loca.

– La misma cama y las mismas sábanas -le dijo la chica que le había hablado antes-. No te preocupes, te acostumbrarás. Si duras una noche. -Arrugó otra vez la frente y rió.

– Me llamo Hu-lan.

– Me llaman Cacahuete porque soy pequeña como un cacahuete -dijo la chica.

Era menuda, pero Hu-lan pensó que el apodo también se debía a la cara redonda que tenía-. Será mejor que te des prisa. Apagan las luces dentro de veinte minutos. Si quieres ir al lavabo, ve ahora. Está al final del pasillo, a la izquierda. Seguro que lo encuentras.

Hu-lan siguió las instrucciones. Fue pasando por delante de una habitación tras otra llena de mujeres y niñas, algunas apenas adolescentes. En general había pocas conversaciones. Los compatriotas de Hu-lan siempre habían vivido bastante hacinados y sabían estar solos en espacios repletos. La mayoría de las mujeres ya estaba en la cama, de espaldas a la puerta tratando de dormir o dormidas. Otras estaban de espaldas mirando el techo o la litera de arriba. Había unas pocas sentadas en el suelo de cemento charlando, mientras otras se cambiaban el uniforme rosa por una camiseta holgada para dormir. Pasó delante de una habitación en la que había una niña de unos doce años sentada en el suelo llorando. Era demasiado joven para estar lejos de casa. Hu-lan recordó que ella también había estado en esa edad en esa misma región.

Cacahuete no se había equivocado sobre lo de encontrar el lavabo. El olor la guió directamente y se quedó impresionada por lo que vio. Knight era una empresa estadounidense, por lo tanto esperaba ver instalaciones de tipo americano. Pero en cambio, se encontró con algo tan asqueroso como una letrina pública. Había cubículos sin puerta, agujeros sin inodoro, y el suelo estaba húmedo y resbaladizo. Las grandes cubas de agua que tenía enfrente le indicaron que no había agua corriente. Hu-lan metió un cubo en la tina y se dirigió a la letrina. Miró alrededor y le preguntó a una mujer dónde había papel higiénico.

– En el economato -le respondió con brusquedad y volvió la cabeza-. Puedes comprarlo mañana antes del desayuno o durante el almuerzo. -Sin mirar a Hu-lan, arrancó un trozo de papel de su propio rollo-. Toma.

Hu-lan, al acabar, vació el cubo en la cisterna, tiró de la cadena y llevó otra vez el cubo a las tinas. Después se dirigió a una pila larga con varios grifos, pero otra vez sin agua corriente.

– Tenemos agua una hora por la mañana y de ocho a nueve de la noche -dijo la mujer.

– ¿Se puede beber esta agua?

– Hasta en mi pueblo hervimos el agua para beber, pero los americanos no nos dejan tener hornillos ni ningún utensilio de cocina. -Y añadió con amargura-: Puedes comprar agua embotellada mañana en el economato.

Cuando Hu-lan volvió a la habitación, se quitó los zapatos, se tumbó en la cama y esperó. A las diez menos cinco volvió a levantarse. En el momento en que iba a salir, Cacahuete le dijo:

– No puedes salir. Dentro de unos minutos apagan las luces y no pueden encontrarte fuera.

Hu-lan se llevó la mano al estómago.

– Creo que me descompuse en el autobús, tengo que ir otra vez al lavabo.

– Vuelve lo antes posible.

Hu-lan, en lugar de ir al lavabo, se dirigió a la salida. Las luces se apagaron pocos metros antes de que llegara y el vestíbulo quedó en la oscuridad total. Anduvo a tientas hasta que encontró el pomo de la puerta y salió.

La luna brillaba en medio de la humedad. Rodeó el edificio pegada a la pared, sacó el teléfono móvil, marcó el número del Shanxi Grand Hotel y pidió por la habitación de David.

– Hola. -David parecía preocupado.

– Estoy bien -lo tranquilizó.

– ¿Dónde estás? ¿Dijiste que volverías a la hora de la cena?

– No pude… Este lugar es… peor de lo que pensaba. -Cerró la mano herida e hizo una mueca de dolor.

– Voy a mandar al inspector Lo a buscarte.

– ¡No! -Hu-lan miró alrededor pero no vio a nadie-. Ahora no puedo irme -dijo bajando la voz-. Nos tienen encerradas en las instalaciones.

– No me gusta. Sé que parezco un macho tonto, lo reconozco, y quizá haya algo de eso, pero, vamos, no me gusta que estés allí.

– ¿Ya has visto a los Knight? -lo interrumpió-. ¿Cómo son?

– No aparecieron -suspiró-. Había mal tiempo en Tokio. Un tifón, creo. En fin, tendremos que intentar hacerlo todo mañana.

– ¿Qué has hecho entonces?

– Volví al hotel y fui a correr a orillas de una especie de arroyo que llaman río. El resto del día me lo pasé al teléfono o en Internet. ¿Qué mas? El gobernador Sun mandó una caja llena de papeles junto con el documento de renuncia firmado.

– ¿Y de qué se tratan esos papeles?

– No sé muy bien. Documentos financieros. Mañana, antes de reunirme con él, los estudiaré. -Dudó-. Pero… no deberíamos hablar de él, es un cliente.

Tenía razón, pero Hu-lan no estaba muy segura de que le gustase.

Sin embargo, David tenía su ética profesional y ella la suya, lo que hizo que la respuesta a la siguiente pregunta fuera más fácil.

– Hu-lan, ¿qué crees que pensarán si te cogen ahí dentro?

– Si encuentro algo habrá problemas.

– Pero no vas a encontrar nada.

– Ha hemos hablado de ello -suspiró Hu-lan-. Este lugar no es lo que parece.

– Nos prometiste a Zai y a mí…

– Lo sé.

– Mañana a las diez estaré en la fábrica. No quiero verte allí.

– No me verás.

Se dieron las buenas noches. Hu-lan se guardó el teléfono en el bolsillo y dio la vuelta hasta la entrada del dormitorio. Abrió la puerta y esperó que los ojos se acostumbraran a la negrura. De repente brilló una luz.