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– ¿Y tu padre no vendrá a buscarte? -preguntó May-li.

– Mi padre no se mete en los negocios de los extranjeros. Es una de las razones por las que sé que mi plan funcionará.

Siang se había dejado algunos detalles fundamentales, pero a las otras dos chicas no parecía importarles.

Hu-lan, que había escuchado en silencio la plática tratando de separar la realidad de la ficción, volvió a la conversación que había comenzado en esa calle polvorienta de las afueras del pueblo.

– May-li, cuando los hombres que fueron a buscar trabajadoras dijeron que podías ir a Guangdong o venir aquí, ¿no os explicaron la diferencia entre el trabajo de un sitio y el otro?

May-li frunció el ceño.

– Trabajo es trabajo. ¿Qué importa?

Las otras chicas coincidieron.

– Por lo menos no es en el campo -comentó Jin-gren-. He visto morir a mi padre y a mi madre en esos campos. Ahora estoy sola. A lo mejor puedo ganar suficiente dinero para volver a mi pueblo y montar un negocio.

– Mi sueño es abrir una pequeña tienda, de ropa quizá -sonrió May-li.

– Yo pensaba en una peluquería -dijo Jin-gren-. ¿Y tú, Siang?

.Mi futuro es hermoso, de eso estoy segura.

El autobús se detuvo ante las grandes puertas del complejo Knight. El chofer le tendió al guardia una tablilla con papeles, que este último comprobó antes de entrar otra vez en la garita. La puerta se abrió y el autobús entró. Todas las mujeres se quedaron en silencio mientras contemplaban el nuevo paisaje. Para Hu-lan sin embargo, todo estaba igual que en su última visita.

En cuanto se detuvo el autobús, todas se pusieron de pie y empezaron a recoger sus pertenencias hasta que el chofer gritó:

– Quedaos sentadas.

Bajó del vehículo y desapareció en un edificio con el letrero de PROCESAMIENTO, y volvió al cabo de cinco minutos con una mujer vestida con un traje azul, blusa blanca y zapatillas negras. Llevaba una melena corta que le daba aire de tía de la familia.

Subió al autobús y dijo:

– Bienvenidas a vuestro nuevo hogar. Me llamo Leung y soy la secretaria del Partido. Estoy aquí para atender las necesidades de las trabajadoras. Si tenéis algún problema, venid a verme. -Se dirigió a la derecha-. Vuestra primera parada de hoy es el Centro de Procesamiento. Poneos de pie y seguidme. No hace falta que habléis.

Las mujeres obedecieron. Al entrar, otras mujeres de uniforme pusieron a las recién llegadas en dos filas. Hu-lan y sus compañeras pasaron por una vertiginosa ronda de papeleo. Después las reunieron en otra sala grande y les pidieron que se quedaran en ropa interior. Una enfermera efectuó una revisión superficial de todas las mujeres, que consistía en mirarles los ojos y la garganta y hacer preguntas sobre operaciones y enfermedades infecciosas. Pero todo de manera mecánica e impersonal. Hu-lan no dijo nada de su embarazo; desnuda, estaca casi tan delgada como las otras.

Después las arrearon hasta una especie de auditorio -una nave grande donde la temperatura superaba lo cuarenta grados-. Había asientos para unas mil personas, pero para el grupo de recién llegadas de ese día sobraban las dos primeras filas. En cuanto se sentó la última mujer, se atenuaron las luces y empezaron a pasar un vídeo sobre las instalaciones. Narrado por la secretaria del Partido, Leung, el vídeo era mucho más completo que lo que Sandy Newheart le había mostrado a Hu-lan en su anterior visita. Los dormitorios parecían limpios, aunque modestos. Luego había imágenes de la enfermería (mientras la voz explicaba que la política de un solo hijo se seguía a rajatabla), la cafetería (donde mujeres sonrientes hacían cola para recibir bandejas de comida humeante), el economato (donde las trabajadoras podían comprar golosinas, productos de higiene femenina, muñecos de Sam y sus amigos para familiares y conocidos con mucho descuento) y la sala de montaje (no muy distinta de lo que Hu-lan había visto en su recorrido)

Luego la señora Leung subió al podio y muy deprisa describió la rutina: se encendían las luces a las seis, desayuno a las seis y media, había que estar en el puesto de trabajo no más tarde de las siete, una pausa de diez minutos a las diez, media hora para almorzar a la una. A las siete las trabajadoras dejaban su puesto de trabajo. A las siete y media se servía la cena y las luces se apagaban a las diez.

– Si todas las trabajadoras cumplen los planes de productividad -dijo la secretaria-, se les recompensará con un xiun xi ocasional.

Hu-lan miró alrededor y vio el asombro de las mujeres. El xiun xi, la siesta, era costumbre en el campo.

– Sí, sé que parece duro -reconoció la señora Leung-, pero ésta es una empresa americana. Los extranjeros tienen una idea diferente sobre los días de trabajo y los derechos de los trabajadores. Quieren que la gente sea puntual y que no coma, no escupa ni duerma en el sitio de trabajo. Debo insistir en que no se puede dormir en el suelo de la fábrica, ni en los bancos de la cafetería ni en los jardines.

Hu-lan había pasado su adolescencia y parte de su juventud en Estados Unidos y al volver a China, ya adulta, se sorprendió de la capacidad de los campesinos de dormir en cualquier parte y en cualquier momento: en el mostrador de cosméticos de unos grandes almacenes, en un taburete en el mercado de hortalizas y hasta en el suelo de la oficina de correos. A los jefes con despacho privado, generalmente les proporcionaban un catre como bonificación extra. Incluso en el ministerio muchos compañeros de Hu-lan tenían catres en los despachos.

– Pero lo más importante -continuó la señora Leing- es que no se permite la entrada de hombres en el dormitorio… nunca. Lo que significa que nosotras nos ocupamos de todas las reparaciones y la limpieza. El Partido ha trabajado duro para conseguir que todas las mujeres que trabajen aquí estén a salvo no sólo de los extranjeros, sino también de nuestros compatriotas campesinos, los mismos que pondrían nuestra virtud en tela de juicio.

Hu-lan percibió el alivio que recorrió la habitación. ¿Cuántas mujeres habían huido de padres que abusaban de ellas y matrimonios indeseables? Y con la política de un solo hijo, que había dado como resultado millones de abortos, las mujeres, por primera vez en la historia, eran un bien preciado. Si lo que decía la secretaria del Partido era verdad, estas mujeres -algunas de ellas aún adolescentes- ya no estarían a merced de los bandidos y las bandas de delincuentes que asolaban aldeas remotas raptando mujeres para venderlas como novias en provincias lejanas.

– El castigo por las infracciones es automático y severo -continuó la señora Leing-. Por cada minuto perdido de toque de silencio, se añadirá una hora de trabajo al día siguiente. Esto significa que la que no esté en el dormitorio exactamente a las diez, al día siguiente trabajará hasta las ocho. O sea, se perderá la cena.

La señora Leung levantó una mano para silenciar los murmullos de queja.

– Así son las cosas en Estados Unidos, y así serán en vuestro nuevo hogar -dijo con firmeza. Apretó el atril con las manos mientras esperaba que el silencio fuera completo-. Dejadme continuar. Si faltáis un día al trabajo, se descontará tres yuanes del sueldo de doscientos. Si faltáis tres días seguidos, seréis despedidas.

Las mujeres volvieron a murmurar entre ellas.

– Yo pensaba que el sueldo era de quinientos yuanes por mes -dijo una.

La mirada de desaprobación de la señora Leung recorrió la sala.

– ¿Quién ha hecho esa pregunta? -al ver que nadie respondía, añadió-: algún día, cuando hayáis acabado la formación, seréis ascendidas, pero hasta entonces ganaréis doscientos yuanes por mes. -Miró la sala desafiando a las mujeres a que se quejaran. Ninguna lo hizo-. Dentro de un rato comenzará vuestra formación, pero antes de que os vayáis quiero recordaros que soy vuestro enlace gubernamental. Así que si tenéis algún problema venid a verme. Siempre encontraréis una interlocutora receptiva.

Al cabo de veinte minutos, pasaron a otra amplia nave con capacidad para cien personas sentadas a unas mesas largas. Pero como estaban a mediados de semana, explicó la instructora, en el curso de formación sólo estaría ese pequeño grupo. Durante el resto de la tarde Hu-lan pasó de un sitio de trabajo a otro, donde cronometraron su velocidad para coser a máquina, enganchar los botones de los ojos y poner grapas a las cajas de empaquetado. Pensaba que era bastante hábil para montar la caja que contenía el programa informático, hasta que vio que las otras de su grupo eran más rápidas. Mientras rellenaba el cuerpo con fibra de poliéster, no paró de estornudar, y por esa razón la supervisora puso una marca roja al lado de su nombre. La siguiente tarea consistía en pinchar la cabeza del muñeco para poner el pelo. Lo que significaba ensartar con una herramienta los mechones en unos diminutos agujeros ya marcados y después atarlos dentro del cráneo. Cada vez que paraba, la supervisora marcaba los progresos de Hu-lan en la tablilla.

Pasó a continuación a una máquina troqueladora. Hu-lan, poco acostumbrada al trabajo manual, iba despacio con una tarea que consistía en mover deprisa la cara de plástico del muñeco y colocarla en una posición determinada para que la máquina hiciera unos agujeros especiales.

Al cabo de un minuto, la cuchilla bajó y le hizo un tajo en la mano izquierda, entre el pulgar y el índice. La señora Leung paró la máquina y llevó a Hu-lan a la enfermería. La enfermera cogió una aguja y ahí mismo, sin anestesia ni desinfectante, cosió la herida. Se la cubrió con gasa y esparadrapo y le dijo que era una herida leve.

– Puedes volver al trabajo -añadió.

La señora Leung asintió y acompañó a Hu-lan otra vez a la sala de formación. El vendaje y el dolor agudizaban la torpeza de Hu-lan, pero aunque no era tan rápida como las demás, vio que a pesar de todo podía seguir. Sin embargo, al lado de su nombre pusieron otras marcas rojas.

A las seis y media las llevaron a una cafetería y les dieron un bol de arroz con verduras fritas. A las siete oyeron una sirena. Reapareció la señora Leung, las llevó a una sala contigua y les dijo que podían descansar quince minutos. En el momento en que la cafetería se llenaba de trabajadoras, regresó la señora Leung, abrió la puerta exterior y las llevó bajo el sol de última hora de la tarde al edificio de montaje. Jimmy, el australiano, no estaba en su puesto, por lo que la señora Leung palpó debajo del escritorio y apretó el botón que abría la puerta.

Al otro lado estaba el pequeño vestíbulo que Hu-lan ya conocía. La señora Leung abrió una de as puertas y las mujeres la siguieron por un pasillo que giraba a la derecha, a la izquierda, otra vez a la derecha y luego dos veces a la izquierda. En cada pasillo pasaban delante de puertas cerradas. Hu-lan no tenía ni idea de dónde estaba en relación con la sala de montaje final que había visto en la visita anterior, por no mencionar el patio principal por el que habían entrado. Llegaron a una nave enorme que, por lógica, debía estar al otro lado de la pared de la sala de montaje final.