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– Para mí no existe ya pasado que recordar, e igualmente me siento como quien ha perdido el futuro. Pues aun cuando yo pudiera de nuevo entrar en un gran trance y trasladarme al «más allá», las experiencias que allí tuviera no acertaría a expresarlas más que como quien suelta al azar palabras delirantes. Guiador me oía esas cosas, y las convertía en un discurso con pleno sentido; gracias a ello mis palabras empezaban a convertirse en palabras «de aquí». De no seguir ese proceso, mis palabras quedan privadas de sentido. Las frases que yo charloteo, brotadas de mi delirio, son cabalmente como provocadas por el trance de la fiebre; y dejadas sin más como me salen, ni yo mismo puedo recordarlas. Lo único que me queda en la memoria, no pasa de ser la cascara que ha contenido el fruto de un significado.

»Todas mis palabras son así, por eso todas son insensateces si me falta Guiador. En este momento tengo claro que, si me pongo a recordar cosas, todo es como un tarro abierto y sin contenido. Por más que me aplicara a organizar mis recuerdos desde el principio para redactarlos como "mis memorias", sin la ayuda de Guiador no acertaría a dar ni un paso. Lo mismo cabe decir sobre el episodio del Salto Mortal, pues Guiador tuvo la amabilidad de ordenar mis recuerdos y recrearlos para mí. Pero, a todo esto, ahora que Guiador tiene el cerebro destrozado, ¿qué me va a quedar? ¿No es cierto que quien queda soy yo, como un muerto viviente?

»Nada quedará en pie de mi vida, ni siquiera mis palabras. No hay nada más cierto, especialmente si venimos a mi concepto de futuro. Insisto en que a mí me sobrevienen grandes visiones, las cuales se convierten en conceptos con entidad propia gracias a que Guiador las ha puesto en forma de palabras. Ya ni tengo pasado, ni tengo futuro. Si ahora lo único que tengo es el presente, ¿no equivale esto a decir que es un presente hecho infierno? Por todos los diablos, ¿cómo habré llegado a caer en tal situación?

Tras estas lastimosas preguntas -que, como era obvio para el inocente muchacho, no requerían su respuesta- Patrón se sumió en el silencio. Ni en el trasfondo de aquel complejo monólogo suyo entretejido de preguntas, ni en su cara entrelarga, debilitada y profundamente apaciguada, había nada que demandara cosa alguna de su interlocutor; mantenía una expresión totalmente pasiva. La única idea coherente que acudió a la mente de Ogi fue -en concreto- que nunca antes había visto a un adulto en plena crisis de desesperación que mantuviera una calma tan profunda. Tenía ante sí un cincuentón desesperado, que poseía alma de niño. Bailarina, que guardaba silencio junto al también silencioso Ogi, mostró su asentimiento a Patrón por dos o tres veces. Como una madre que ante las quejas llorosas de su niño se limitara a responderle así, sin entrar en la solución de su problema: «Está bien, está bien…, te estoy escuchando". A Ogi no le cabía en la cabeza cómo esta Bailarina, que tan acogedora se estaba mostrando, pudiera haberlo apremiado a él de aquel modo para hacerlo volver a Tokio: «Yo sola aquí no puedo hacer nada".

Mientras Ogi seguía allí, bloqueado y sin poder reaccionar con eficacia, Bailarina estaba que no paraba de un lado para otro. De un rincón próximo a la pared, que escapaba del círculo de luz del quinqué, Bailarina trajo una silla baja, de la misma altura que la cama, y un cojín para su propio uso, que colocó junto a la silla. Ogi se sentó en la silla y extendió las piernas hacia delante, para venir a sentir inmediatamente en torno a sí un olor a cuero cargado con el de polvos de maquillaje: era que Bailarina había posado enérgicamente sus nalgas en el cojín. De este modo ambos se situaron casi en la misma línea de visión de Patrón, cuyo rostro inclinado hacia ellos podían observar de perfil. Ogi captó de un vistazo el interior de la boca entreabierta de Bailarina, que reflejaba tenuemente la luz, volvió su mirada a la cabeza de Patrón, y se preguntó si lo que le esperaba luego podría ser otra cosa que estarse allí sentado mirándolo fijamente, y aguardando el momento en que el hombre se lanzara a reanudar su lacrimoso relato. Siendo esto así, ¿qué sentido oculto habría en el hecho de que Bailarina lo hubiera elegido a él como acompañante? Con estos pensamientos, Ogi trataba de aquietar su espíritu.

Hacia el extremo este del estudio-dormitorio de Patrón, por el lado exterior de la cortina y el cristal, se notó sensiblemente el movimiento de alguna fiera de gran corpulencia. Era el sitio adonde él antes había mirado para localizar la caseta del perro, que debía de estar desde luego por allí. La continua agitación que mostraba el San Bernardo se superponía ahora en la mente de Ogi con esos ojos tan negros de Patrón, que reflejaban el vacío. Y el joven evocó de nuevo aquella noche de aguanieve, en la que aquellos dos seres paseaban juntos, con sendos impermeables encima.

De este modo, Ogi hizo noche en aquella oficina. La víspera, ya el día anochecido, Patrón no había pronunciado más palabras y se había dormido sin dificultad. Bailarina le dijo a Ogi que se volviera a la sala de estar. Desde el día en que dio la cara la enfermedad de Guiador, habían solicitado de la Asociación de Servicio Doméstico que les enviaran una empleada del hogar, la cual asumía las tareas caseras; así que este día Bailarina y Ogi esperaron a que ella llegara, y luego se dirigieron en el coche de Bailarina al Hospital Universitario de Shinjuku, para ver a Guiador. Bailarina miraba a la calzada desde el alto asiento del conductor de su Mitsubishi «Pajero», como quien estuviera conduciendo un tanque. Con sus labios entreabiertos como de costumbre, era una fiera conduciendo. Viéndola al volante, no era difícil imaginar que su entrenamiento como bailarina le habría forjado aquellos nervios de conductor. A raíz de esto, Ogi intuyó la capacidad profesional de Bailarina.

Hasta llegar al gran bulevar de Kooshuu, ella prefirió meterse por calles estrechas, escogidas deliberadamente, y así evitó verse metida en atascos.

– Es que coger por la autovía nos llevaría más tiempo -comentaba, mientras corría a todo lo largo del bulevar de Kooshuu, cambiando ágilmente de carril, hasta el punto de hacer sentir mareos a Ogi.

– Este carrerón a todo gas nos puede ahorrar, como mucho, diez minutos -añadió Bailarina, en plan de autocrítica.

Ella le explicó a Ogi:

– Después de aquello, Patrón ha estado durmiendo toda la noche, pero hoy al amanecer seguía psicológicamente muy tocado…

Sobre cómo podía encontrarse Guiador, Bailarina no le había vuelto a comentar ni palabra, sin duda por haberlo ya hecho cuando le dio el parte por teléfono, de Tokio a Sapporo. También eso lo atribuyó Ogi al carácter profesional y ejecutivo de Bailarina.

La constitución física, grácil y delicada, de Bailarina, junto con aquella su boca a medio abrir que le daba una expresión de perpetua niña…, sin duda todo eso encubría un peligro del cual era necesario precaverse; y, por si fuera poco, con aquella voz tan vaga y susurrante además que le dirigía al hablar… Pero una vez superado ese primer obstáculo, él atribuía tales cosas a un fondo personal, característico de ella, de toda confianza.

Ogi no era el tipo de persona que, incluso conversando con alguien de temas profesionales, pudiera por mucho tiempo cerrarse al diálogo. Su carácter lo llevaba a interesarse por la persona de su interlocutor, tratando de abrirse a cuanto pudiera llegarle de ella. Este rasgo podía considerarse como el fundamento concreto de aquel calificativo -«el inocente muchacho»- con el que Bailarina se refería a él desde un tiempo en que aún no tenían un profundo trato. Pero igualmente se podía decir que Ogi era un joven de carácter franco y abierto a los demás. Con frecuencia desconcertaba a su interlocutor, pues de pronto salía negando rotundamente la opinión de éste; pero eso ocurría cuando Ogi, puesto a escuchar con toda su buena fe, se percataba de que las palabras de su interlocutor eran ociosas, y que no tenía sentido seguir prestándole atención.

Sentado en el coche al lado de Bailarina, que iba conduciendo, y mientras escuchaba su voz como un susurro, se dio cuenta de que nunca antes había escuchado una conversación ociosa de labios de Bailarina, y que jamás ella lo había hecho sentirse mal repitiéndole una y otra vez palabras sin sentido.

Bailarina dejó a Ogi ante el vestíbulo de recepción del hospital, y fue a estacionar el coche en el aparcamiento que había justo delante. Luego volvió enseguida, dando una animada carrerita. Con su suéter blanco de tejido elástico y su pantalón entonado en ocre, ella rebosaba eficiencia juvenil, e incluso ya había conseguido el emblema distintivo de los visitantes. Esa rutina de conseguir los distintivos era un trámite tan simple que Ogi incluso sintió un resquemor de miedo pensando hasta qué punto habría seguridad en el hospital. Este Guiador que ahora yacía postrado en una cama del hospital era alguien que, a una con Patrón, se había convertido en objeto de encendidas controversias entre ideas encontradas en el seno de su misma iglesia. Según opiniones, la resolución definitiva del asunto quedaba aún por ver. Ogi estaba informado del tema por los medios de comunicación.

Subieron en ascensor a la quinta planta, y allí, ante la puerta de la Unidad de Cuidados Intensivos, Bailarina tuvo la habilidad de echar mano de un teléfono especial que había en alto para solicitar el acceso a los visitantes. La puerta se abrió desde dentro, con lo que ambos se sintieron invitados a entrar en dicha unidad.

Una vez dentro, tuvieron que lavarse las manos con jabón líquido desinfectante, y Bailarina se adelantó a decirle a Ogi que no se secara las manos después de lavadas. Avanzaron con las manos extendidas hacia delante, viendo cómo el líquido volátil de sus manos se evaporaba antes de darse ellos cuenta. Siguiendo a Bailarina como a un guía, Ogi llegó tras ella a una puerta automática de dos hojas que se abrieron hacia ambos extremos; con lo que ellos pasaron al interior. En el corredor que a partir de ahí les esperaba había -extendida a todo lo ancho del suelo- una franja de hasta tres metros de longitud cubierta de una sustancia pegajosa; a ejemplo de Bailarina, Ogi pasó también por allí, imprimiendo enérgicamente la suela de sus zapatos. Se sentía semejante a una gran mosca que quedara atrapada por las patas en una tira de papel atrapamoscas. Esta simple metáfora, tan de su estilo, se le ocurrió a Ogi a medida que la sensación de sus pies, cogidos en la trampa, le sugería que no podría salir de allí.

Tras pasar ante el puesto de control de las enfermeras, se encontraron con que allí comenzaban las habitaciones de los enfermos, y en la primera con que toparon había un paciente acostado, con su yukata puesta, dando muestras de tal debilidad que parecía que lo hubieran golpeado en todo su cuerpo; allí estaba, mirando al vacío. Aun siendo consciente de que no se trataba de la habitación de Guiador, Ogi se sintió interiormente sacudido.