Antes de su partida, un especialista en Literatura Japonesa que había llegado al Departamento de Asia Oriental para investigar temas de su especialidad -por los datos de su tarjeta, era Catedrático de la Universidad de Tokio-, le dijo:
– Con que tenemos aquí a Rokubu, el monje budista peregrino, que vuelve a su tierra patria, ¿verdad?
No parecía ser un comentario muy considerado; y Kizu lo encajó como una broma pesada. Para él la realidad presente era algo mucho más serio.
En medio de todo, y aunque por lo general su estancia en Tokio se debería a motivos de índole negativa, aun así pudo él imaginar una finalidad positiva. Y era que albergaba el presentimiento de que aún podía volver a ver a aquel joven con quien se había encontrado por azar quince años atrás, nada menos; aquel chico tan feo como para no poder mirarlo fijamente, pero dotado de tanta belleza -que por cierto en un instante le había mostrado- como para estremecer el corazón de cualquiera. A Kizu le gustaría ver cómo se había desarrollado su vida desde entonces. Hacía ya quince años, él mismo había abrigado el presentimiento -por una dialéctica afín a la de los sueños- de que su deseo no llevaba camino de realizarse, pero -al mismo tiempo- de que con toda certeza se realizaría.
A poco de establecerse en un apartamento de Akasaka, propiedad de la universidad, Kizu se valió de la confianza que le inspiró un periodista, que fue a entrevistarlo sobre la situación de las enseñanzas de Bellas Artes en América, para pedirle que le buscara artículos de prensa relativos a lo ocurrido aquel lejano día; cosa que consiguió del periodista. Sin embargo, el artículo dedicado a la ceremonia final del concurso de maquetas construidas con piezas de plástico -tema tan de moda en América como en esta otra costa del Océano Pacífico- era sumamente escueto, aunque la editora del periódico del reportero especializado en Arte había sido una de las entidades patrocinadoras del acto. Allí no aparecía el nombre del chico que, en el día de la adjudicación del premio, cuando llevaba al escenario la construcción hecha por él mismo para recibir el último veredicto, destruyó su propia creación un momento antes. Sólo que un artículo que salió en un recuadro del mismo periódico relataba aquel incidente que interesaba a Kizu, resaltando el comportamiento desinteresado del joven, así como la bravura de la chica, que aguantó el dolor afanándose por salvar aquella obra artesana de la destrucción.
Así las cosas, Kizu llamó de nuevo por teléfono al periodista; y éste le puso en contacto con el autor del artículo del recuadro. Aquel articulista, ya veterano, se había convertido en un ejecutivo; por supuesto, le había interesado el incidente protagonizado por el joven, y cuatro o cinco años atrás -por lo que le explicó- había tratado de escribir un artículo de seguimiento del caso. No obstante, no había podido realizarse un encuentro con su protagonista, ya todo un adulto.
Al tiempo de realizarse el concurso, el joven tenía diez años, y era alumno de una Escuela de Grado Elemental. Luego pasó sucesivamente por los centros de Grado Medio y Superior de la misma institución privada, para ingresar más tarde en el primer ciclo de la Facultad de Ciencias de la Universidad de Tokio. Luego, hasta el momento de promocionarse ingresando en la Facultad de Arquitectura, su nombre aparecía en los catálogos de antiguos alumnos de la Escuela de Grado Superior. Pero en el siguiente catálogo publicado, al no haber él respondido a la encuesta, su dirección actual se daba como desconocida. Tras hacer indagaciones en la universidad, se averiguó que había dejado voluntariamente los estudios. En mucho tiempo no había tenido contacto ni siquiera con sus padres; y aun en el supuesto de que se encontrara bien de salud, era de suponer que llevaba una vida errática.
Pero, por otra parte, el periodista declaró que, tratándose de la joven, sí sabía cómo contactar con ella, ya convertida en persona adulta. Antes de escribir aquel primer artículo del recuadro, naturalmente intentó entrevistar al joven, pero, ya fuera porque éste se negó, o bien porque tampoco la familia se mostró a favor, su propuesta fue rechazada. En tal situación, escribió el artículo basándose en las palabras de la joven. Al periodista, incluso, le había llegado una tarjeta de felicitación de Año Nuevo enviada por la madre de ella -que, al presente, residía en Hokkaido-. Todo esto era cosa de unos años atrás; pero allí se decía que la hija se había marchado a Tokio, llevada por su deseo de convertirse en bailarina profesional, y que, como se hacía constar su lugar de residencia en Tokio y demás detalles, era posible localizarla.
Kizu vio como muy lógico el hecho de que el chico, con aquel espléndido sentido que tenía de las tras dimensiones, hubiera elegido la carrera de Arquitectura. La maqueta de plástico que el joven portaba mientras avanzaba, y que Kizu pudo ver un momento antes de que un ala se incrustara en la entrepierna de la chica -una construcción en forma global de bumerán, con dos alas ensambladas-, él la consideró entonces como el diseño de una estación espacial, según podía recordar.
Igualmente, Kizu creía entender bien cómo un joven dotado con aquellos rasgos, ya hecho adulto, llevara esa vida libre tras dejar la universidad. ¿No era esa acaso la juventud apropiada para un muchacho que ostentaba una terrorífica cara perruna, y al mismo tiempo unos preciosos ojos, desbordantes de sentimiento? Sin duda poseía ese talante, como para destruir a sus pies, de golpe, aquella construcción que apenas podía él sostener con sus propios brazos, y que le habría llevado un año entero hacer; tiempo que él mismo, a sus diez años aproximados de entonces, habría sentido como infinitamente largo.
Resultaba imposible seguir la pista del chico e informarse sobre su paradero, toda vez que él hacía su vida al margen de su familia, con la que había cortado. No obstante, Kizu no abandonaba su visión optimista de que durante esta especial estancia suya en Tokio podría muy bien toparse con él por mera casualidad.
Otra persona que no había olvidado el encuentro de aquel día con el joven era la chica que se había visto suspendida en el espacio por la construcción en forma de bumerán. Ella tenía un motivo más que claro para continuar recordándolo, a saber: porque la punta del ala de plástico portada por el joven con ambos brazos la había despojado de su virginidad. Ella tuvo ocasión de averiguarlo por propia experiencia. Fue durante su segundo año en la Escuela de Grado Superior, en la ciudad de Ashikawa, adonde su padre había sido trasladado; allí, con ocasión de mantener relaciones íntimas con su profesor de Educación Física -que amablemente le enseñaba también danza-, el acto sexual se desarrolló con inesperada suavidad, hasta el punto de que el profesor tomó esto a mal, interpretando que ella habría tenido ya muchos contactos por el estilo; pero eso mismo a la vez le devolvió cierta calma. Ella no le dijo nada al profesor, pero no pudo menos que acordarse de aquella ceremonia de los premios, en la que le habían segado su más íntima flor. Por aquel entonces, ya una vez de vuelta en casa, pudo sacarse del interior de los pantys una pieza de plástico amarillo del tamaño de un dedo pulgar, con sangre reseca incrustada.
La joven advirtió asimismo que la valoración dada por el articulista del recuadro al proceder del joven -al comentarlo como una anécdota artificialmente bella, en la que el joven habría sacrificado su propia creación por salvar del trance a la desventurada niña- se apartaba enteramente de la realidad. Se decía allí que cuando el joven se disponía a subir al escenario, llevando su obra -ya altamente considerada en su fase de candidatura- para presentarla a la deliberación final, él había adoptado una audaz decisión por tal de salvar a la joven -la cual había quedado enganchada en aquella obra- del dolor y de la vergüenza. Sin embargo, la joven era consciente de que, vestida como estaba para la actuación, todo se resolvería si alguien le levantaba la falda enrollándola, le bajaba la ropa interior, y le arrancaba aquella ala de plástico que de tan imprudente manera se le había deslizado allá dentro. Por más que hubiera gente alrededor mirando, ella no se habría sentido avergonzada. Igualmente se dio cuenta de que, aun siendo dolorosa la intrusión del pico del ala en sus partes íntimas, la incomodidad de la postura que estaba ella aguantando la defendía de sentir más agudamente el dolor, pues podía hincársele el filo de aquel pico; y esto la alentaba a perseverar en dicha postura.
En un instante le sobrevino un dolor violento y agudo, que no tenía nada que ver con el sufrido hasta el momento. Fue cuando el muchacho, haciendo acopio de sus fuerzas, arrojó su obra al suelo, como dejándose llevar por la inercia del mismo movimiento. Se trataba en realidad de un ataque. La niña supo que era un ataque intencional que aquel joven con cara de perro, pero con unos preciosos ojos capaces de estremecer el pecho de cualquiera, dirigía contra sí mismo. Asustada por tanto salvajismo y crueldad, no pudo contener el llanto.
De esta manera, tres personas, que en aquella fecha vieron entremezclarse levemente sus vidas, estaban predestinadas a encontrarse quince años más tarde. La historia que entonces empezó constituye el hilo narrativo de estos hechos; y por lo que respecta al relato transcurrido hasta este punto, la voz que en él se ha oído ha sido la de Kizu, como sin duda habrá quedado patente al atento lector. Pues la visión que captó la figura del joven como la de un hombrecito, con la musculatura de un hombre corpulento reducida a escala, no podía deberse más que a los ojos de un artista, hechos de por vida a la observación.